Pedro Páramo
Es una novela que deber ser leída bajo los criterios del robot autoprogramable de John von Neuman y/o, más familiar, bajo los criterios del concepto de hiperciclo de Augusto Pérez y/o, bajo los criterios del concepto de nivola expuestos por Miguel de Unamuno en su Niebla teniendo como protagonista a Augusto Pérez, personaje del subciclo latente.
Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre,
un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí
que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus
manos en señal de que lo haría; pues ella estaba por
morirse y yo en plan de prometerlo todo. «No dejes de ir a
visitarlo —me recomendó—. Se llama de otro modo y de
este otro. Estoy segura de que le dará gusto conocerte».
Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo
haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun después
que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos
muertas.
Todavía antes me había dicho:
—No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que
estuvo obligado a darme y nunca me dio… El olvido en que
nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro.
—Así lo haré, madre.
Pero no pensé cumplir mi promesa. Hasta que ahora pronto
comencé a llenarme de sueños, a darle vuelo a las
ilusiones. Y de este modo se me fue formando un mundo
alrededor de la esperanza que era aquel señor llamado
Pedro Páramo, el marido de mi madre. Por eso vine a
Comala.
Era ese tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto
sopla caliente, envenenado por el olor podrido de las
saponarias.
El camino subía y bajaba: «Sube o baja según se va o se
viene. Para el que va, sube; para el que viene, baja».
—¿Cómo dice usted que se llama el pueblo que se ve allá
abajo?
—Comala, señor.
3
—¿Está seguro de que ya es Comala?
—Seguro, señor.
—¿Y por qué se ve esto tan triste?
—Son los tiempos, señor.
Yo imaginaba ver aquello a través de los recuerdos de mi
madre; de su nostalgia, entre retazos de suspiros. Siempre
vivió ella suspirando por Comala, por el retorno; pero
jamás volvió. Ahora yo vengo en su lugar. Traigo los ojos
con que ella miró estas cosas, porque me dio sus ojos para
ver: «Hay allí, pasando el puerto de Los Colimotes, la vista
muy hermosa de una llanura verde, algo amarilla por el
maíz maduro. Desde ese lugar se ve Comala, blanqueando
la tierra, iluminándola durante la noche». Y su voz era
secreta, casi apagada, como si hablara consigo misma… Mi
madre.
—¿Y a qué va usted a Comala, si se puede saber? —oí que
me preguntaban.
—Voy a ver a mi padre —contesté.
—¡Ah! —dijo él.
Y volvimos al silencio.
Caminábamos cuesta abajo, oyendo el trote rebotado de los
burros. Los ojos reventados por el sopor del sueño, en la
canícula de agosto.
—Bonita fiesta le va a armar —volví a oír la voz del que iba
allí a mi lado—. Se pondrá contento de ver a alguien
después de tantos años que nadie viene por aquí.
Luego añadió:
—Sea usted quien sea, se alegrará de verlo.
En la reverberación del sol, la llanura parecía una laguna
transparente, deshecha en vapores por donde se traslucía
un horizonte gris. Y más allá, una línea de montañas. Y
todavía más allá, la más remota lejanía.
-¿Y qué trazas tiene su padre, si se puede saber?
—No lo conozco —le dije—. Sólo sé que se llama Pedro
Páramo.
—¡Ah!, vaya.
—Sí, así me dijeron que se llamaba.
Oí otra vez el «¡ah!» del arriero.
Me había topado con él en Los Encuentros, donde se
cruzaban varios caminos. Me estuve allí esperando, hasta
que al fin apareció este hombre.
—¿Adónde va usted? —le pregunté.
—Voy para abajo, señor.
—¿Conoce un lugar llamado Comala?
—Para allá mismo voy.
Y lo seguí. Fui tras él tratando de emparejarme a su paso,
hasta que pareció darse cuenta de que lo seguía y
disminuyó la prisa de su carrera. Después los dos íbamos
tan pegados que casi nos tocábamos los hombros.
—Yo también soy hijo de Pedro Páramo —me dijo.
Una bandada de cuervos pasó cruzando el cielo vacío,
haciendo cuar, cuar, cuar.
Después de trastumbar los cerros, bajamos cada vez más.
Habíamos dejado el aire caliente allá arriba y nos íbamos
hundiendo en el puro calor sin aire. Todo parecía estar
como en espera de algo.
—Hace calor aquí —dije.
—Sí, y esto no es nada —me contestó el otro—. Cálmese.
Ya lo sentirá más fuerte cuando lleguemos a Comala.
Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca
del infierno. Con decirle que muchos de los que allí se
mueren, al llegar al infierno regresan por su cobija.
—¿Conoce usted a Pedro Páramo? —le pregunté. Me atreví a hacerlo porque vi en sus ojos una gota de
confianza.
—¿Quién es? —volví a preguntar.
—Un rencor vivo —me contestó él.
Y dio un pajuelazo contra los burros, sin necesidad, ya que
los burros iban mucho más adelante de nosotros,
encarrerados por la bajada.
Sentí el retrato de mi madre guanovela
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