Dos años después del estallido de un conflicto que agitó el fantasma de la Guerra Fría, Rusia exhibe en Crimea sus glorias imperiales. La península arrebatada a Ucrania rebosa de símbolos patrióticos rusos, de imágenes de Vladímir Putin y hasta de la emperatriz Catalina la Grande. El entusiasmo inicial se ha apagado entre la población autóctona, pero persiste el apoyo a Moscú pese a la corrupción, las expropiaciones arbitrarias y el acoso a la minoría tártara.
ACTUALIZADOLUNES 20 DE JUNIO DE 201617:36
CRIMEA. Rusia. Para siempre”, “Sebastopol. Rusia. Para siempre”. Acompañada por estos lemas, una enorme foto de Vladímir Putin jalona las carreteras de la península del mar Negro que Moscú se anexionó en 2014. Con una mano apoyada en la barbilla, el presidente ruso esboza una sonrisa que hace pensar en La Gioconda. Los carteles se repiten y son el testimonio de una firme voluntad, la de integrar de forma irreversible a Rusia el territorio que Catalina la Grande conquistó en 1783. La incorporación al imperio de los zares acabó con 300 años de dominio tártaro, la etnia de religión musulmana que había establecido en la península sujanato, un reino gobernado por un soberano, o jan, y sometido a las ambiciones enfrentadas de otomanos y rusos. En 1954, en una redistribución territorial interna, los dirigentes de la URSS transfirieron Crimea desde la república federada de Rusia a la de Ucrania y como parte de este país fue reconocida por la comunidad internacional, incluida la misma Rusia, en 1991, al desintegrarse el Estado soviético.
Moscú basa su dominio actual de Crimea en el referéndum del 16 de marzo de 2014, realizado bajo control militar ruso y no reconocido por la Asamblea General de la ONU. Según los organizadores, un 96,7% de los votantes se pronunció por integrarse a Rusia. El grueso de la población de Crimea (2,28 millones de personas, según el censo de Moscú de 2014) está repartido en tres grupos: los rusos (1,49 millones, el 65,3%), los ucranios (350.000, el 15,1%) y los tártaros (280.000, el 12%). De las tres comunidades, la tártara es la más antigua, pues sus raíces en la península llegan al siglo XIII.
La adaptación a las nuevas realidades varía de una comunidad a otra. Los rusos descubren que la Rusia real no es el país con el que habían soñado, lo que no significa que se arrepientan de su elección. “La gente aquí estaba muy ilusionada con Rusia, pensaba que la vida sería mejor, pero no ha sido así”, afirma, en una cena casera, una pareja de intelectuales de Sebastopol. Mis anfitriones se quejan de la subida de los precios, de la burocratización de los servicios sanitarios, de los médicos que dejan el trabajo tras ver reducidos sus sueldos. Critican que los funcionarios se han multiplicado y que la corrupción y la especulación inmobiliaria continúan e incluso, dicen, han aumentado.
Antes del referéndum, los políticos de orientación prorrusatranquilizaron a tártaros y ucranios con promesas (posteriormente incumplidas) como las garantías de que podrían usar sus lenguas a la par que el ruso como idiomas oficiales. Transcurridos más de dos años, las comunidades de ucranios y tártaros se han visto debilitadas por el éxodo de miles de sus miembros al territorio continental de Ucrania. En cambio, Rusia, como un amante retornado tras larga ausencia, afirma su presencia en Crimea con pasión, a veces con narcisismo y también con celos de lo que no controla, incluidas las tradiciones y la identidad de las otras comunidades locales. Las autoridades, de hecho, han impuesto el pasaporte ruso a los habitantes de la península, que en su mayoría conservan también el ucranio. Quienes se negaron a convertirse en rusos son hoy extranjeros, prácticamente sin derechos, en su propio territorio.
Rusia ha creado en la península un nuevo distrito federal compuesto por dos entidades administrativas independientes, la República de Crimea propiamente dicha (capital, Simferópol) y la ciudad de Sebastopol, que es la sede de la flota rusa del mar Negro. Los monumentos a la gloria rusa están a la orden del día. En Simferópol, en junio, se inauguró un monumento a los soldados que en 2014 aseguraron la anexión y se dedicará una estatua a Catalina la Grande. En Sebastopol se erigirá un monumento al príncipe Grigori Potemkin, el estadista que conquistó estas tierras para la emperatriz.
Del templo ortodoxo de Alexandr Nevski de Simferópol ha desaparecido el agradecimiento a los mecenas ucranios que financiaron la restauración durante años y en su lugar hay un letrero para reconocer al nuevo patrón: el presidente Vladímir Putin. Los políticos locales, muchos de los cuales cambiaron de chaqueta tras servir en la Administración ucrania, se refieren a su antigua patria como a un “país vecino” y hostil. La amnesia dominaba también en el Foro Económico de Yalta, que el pasado abril invitaba a invertir en empresas expropiadas, como si sus antiguos dueños jamás hubieran existido. “Crimea está condenada a desarrollarse porque es el proyecto personal de Putin. Habrá que resistir un tiempo, pero el mundo acabará por reconocernos como parte de Rusia”, afirmaba Serguéi, un empresario de Simferópol que se jactaba de burlar las sanciones con ayuda de firmas que se registran en Rusia o la península para actuar como puente con compañías de la UE.
En Crimea discurren en paralelo un proceso de desamarre de Ucrania y otro de amarre a Rusia. El aeropuerto de Simferópol, desde donde antes se volaba a Nueva York o a Estambul, se comunica hoy solo con el territorio ruso, aunque el número de conexiones se ha multiplicado y se han tenido que habilitar nuevas instalaciones para el turismo masivo barato que Moscú incentiva.
Viajar desde Ucrania continental a Crimea es fatigoso y complicado. El tren Kiev-Simferópol dejó de funcionar en diciembre de 2014 y la única forma directa de llegar por tierra es por los incómodos puestos fronterizos enfrentados (ucranios y rusos) en el istmo de Perekop. Vejatorios registros, inquisitivos interrogatorios, permisos especiales y horas de espera caracterizan la experiencia, y los taxistas que cubren el trayecto aseguran dar sobornos regulares en uno y otro lado.
En otoño de 2015, Ucrania cortó el suministro de electricidad y mercancías a Crimea. Rusia respondió a los bloqueos organizados por activistas radicales proucranios y tártaros mediante el abastecimiento por el estrecho de Kerch, que separa el mar Negro del mar de Azov, en el extremo oriental de la península. Los alimentos, los materiales de construcción y la maquinaria llegan en trasbordador desde la región rusa del Kubán. Desde allí llegaron también los generadores eléctricos para las ciudades el pasado invierno.
Para liberarse de Ucrania, Rusia construye un puente sobre el estrecho de Kerch. A finales de abril, los obreros trabajaban febrilmente y los camiones vertían tierra y escombros para afianzar los pilares sobre los que se apoyará el puente, de 19 kilómetros. De cumplirse las previsiones, el puente estará listo a finales de 2018 para el tráfico automovilístico y a mediados de 2019 para el ferroviario. Una empresa de Arkadi Rotenberg, amigo de la infancia y compañero de yudo de Putin, es responsable de las gigantescas obras con miles de trabajadores.
El cordón umbilical de Crimea con Rusia tiene precedentes. En 1943, por orden de Hitler, los ocupantes alemanes de la URSS comenzaron a construir un puente sobre el estrecho de Kerch, pero el avance del Ejército Rojo les impidió acabarlo. En 1944, tras el retroceso alemán, Stalin ordenó continuar las obras, pero el puente fue destruido por los hielos poco después de su inauguración. El puente de Kerch, como símbolo de amistad, figuraba entre los proyectos que Putin y su aliado Víktor Yanukóvich, expresidente de Ucrania, avalaron en el Kremlin en diciembre de 2013. Dos meses después, la revolución del Maidán culminó en un baño de sangre, Yanukóvich huyó de Ucrania, y Rusia, temerosa de perder una posición geoestratégica clave en el mar Negro, se apoderó de Crimea.
Rusia necesita tiempo y dinero para sustituir a Ucrania en Crimea. Para compensar el bloqueo eléctrico, ha tendido cuatro cables de alta tensión submarinos por el estrecho. El gran desafío es, sin embargo, el agua. En abril de 2014, Ucrania cegó el canal del norte de Crimea, una de las grandes obras de las Juventudes Comunistas (el Komsomol) realizada en los sesenta. El canal, de 400 kilómetros, regaba con el agua del Dniéper toda la árida zona norte de la península y aseguraba el 35% del consumo humano. Los intentos de restablecer el suministro han fracasado, afirma en Simferópol Igor Weil, el jefe del comité de gestión de agua. “Intentamos negociar con Kiev, les enviamos documentos y siempre había algo que no les gustaba. Ni siquiera pusieron precio”, dice indignado.
El agua del Dniéper se pierde hoy en el mar, mientras en Crimea los arrozales se han secado y los cereales han reemplazado a las frutas y hortalizas en la tierra sedienta. En el distrito de Nizhnegorski, por donde pasa el canal, los responsables de la gestión de agua temen una irreversible degradación del suelo. De momento, recurren a los ríos, los embalses y a los recursos subterráneos, de los que Weil calcula que tienen para 50 años. Pero Serguéi Chínov, el responsable del regadío en Nizhnegorski, advierte que el agua puede volverse salada, y la ingeniera Nadezhda Kulikova califica de “imprescindible” el canal, en el que trabajó durante 46 años. “Esta agua era para casos de catástrofe, y la catástrofe ya llegó”, dice Kulikova junto a una de las tres estaciones de bombeo subterráneo en construcción para abastecer a las ciudades del este de la península. “El agua que sacamos no se restablecerá en decenas de años y todo lo que saquemos será poco”, sentencia.
Los rusos de Crimea veneran a Putin, pero se quejan de sus dirigentes locales, en parte militares y en parte supervivientes de la década de los noventa, caracterizada en Crimea por una enconada lucha por el reparto de las esferas de influencia entre diversos clanes. Entre los militares están dos vicealmirantes, Oleg Beláventsev, el representante de Putin al frente del distrito federal de Crimea, y el gobernador de Sebastopol, Serguéi Meniailo, exvicejefe de la flota del mar Negro. Entre los supervivientes figura Serguéi Axiónov, hoy primer ministro de la República de Crimea. En una liga aparte está el empresario e inventor Alexéi Chaly, el líder de la rebelión antiucrania en Sebastopol y el personaje más carismático de la península. Chaly dimitió como jefe del Parlamento en Sebastopol, tras enfrentarse a Meniailo, a quien Moscú se niega a cesar. El gobernador ha repartido a los militares terrenos arrebatados a sus propietarios. Inseguros sobre el futuro, un oficial jubilado de la flota de Ucrania y su esposa, conocidos de esta corresponsal, han emigrado a Israel tras renunciar al sueño de construir un hotelito familiar en una parcela de su propiedad, que ahora creen amenazada por las arbitrariedades del gobernador.
Meniailo y la fiscal de Crimea, Natalia Poklónskaya, son los antihéroes locales para muchos. Al primero le atribuyen un tosco autoritarismo soldadesco, y a la segunda, una inflexibilidad miope. Contra Meniailo protestan los empresarios de Sebastopol, que ya en agosto de 2015 mandaron a Putin una carta avalada por 22.500 firmas. La comisión investigadora creada entonces no ha tenido consecuencias para el gobernador, que este año la ha emprendido con Oleg Nikoláev, el dueño de un exquisito restaurante. “Me persigue porque soy del equipo de Chaly y quiere destruirme porque cree que así los otros empresarios se le someterán”, dice Nikoláev. El empresario ha puesto en circulación un autobús amarillo que, con el nombre de Lobos y Ovejas, desafía al gobernador y despacha menús populares por las calles de Sebastopol.
Tras el referéndum, los dirigentes de Crimea nacionalizaron las propiedades del Estado ucranio en la península y continuaron después con su celo expropiador. Ejecutadas con ayuda de las denominadas “fuerzas de autodefensa” dependientes de Axiónov, las expropiaciones afectaron a los oligarcas ucranios, pero también se extendieron a los bienes de personas físicas y jurídicas, tanto rusas como ucranias. En abril de 2014, el Consejo de Estado de Crimea (Parlamento local) confiscó 242 empresas, con miles de propiedades entre solares, edificios, instalaciones, equipos, hoteles y residencias. Entre las expropiaciones está la fábrica de productos lácteos, la panificadora, la red de autobuses y los estudios cinematográficos de Yalta. “Lo sucedido no es una nacionalización, sino un saqueo. Según la legislación federal rusa, no se puede expropiar sin decisión de los jueces, pero las autoridades de Crimea han establecido sus propias normas para quedarse con cualquier propiedad y sin ninguna compensación”, afirmaba el abogado Zhan Zapruta.
Entre los saqueadores que “se reparten Crimea” están los retoños de bandas nacidas en los noventa, dice Leonid Grach, antiguo líder comunista de la península y uno de los candidatos de Moscú para dirigir la rebelión contra Ucrania en 2014. Grach ha denunciado la nacionalización del sistema de cooperativas (16.000 socios) y advertido del peligro de desmembramiento de la empresa de vinos Massandra, una de las joyas locales, controlada ahora por la Administración presidencial rusa.
En junio, el Gobierno ruso comenzó a reaccionar ante el saqueo y ordenó a los dirigentes de la península que elaboraran un mecanismo para devolver la propiedad incautada a las personas físicas y jurídicas expropiadas. Si esto sucede, es previsible que los altos tribunales del Estado, adonde han ido a parar los recursos de casación de los expoliados, dicten sentencias a favor de estos.
Para disfrute de los dirigentes rusos, el Kremlin gestiona hoy las dachas donde residieron los líderes del Estado soviético como Josef Stalin, Nikita Jruschov, Leonid Bréznev y Mijaíl Gorbachov, y también el campamento de Artek, donde veranearon niños proletarios de todo el mundo. Según el alcalde de Yalta, Andréi Rostenko, Artek está siendo modernizado y tiene grandes proyectos. Los vecinos, sin embargo, experimentan dificultades para acceder a sus dominios por una carretera que cruza el campamento y sospechan que esto podría ser el preámbulo a la construcción de un puerto deportivo cerrado en una zona ahora pública. “Putin no ve y no escucha porque a su alrededor se ha construido un muro de burocracia. Le he escrito a él, al fiscal del Estado y al jefe del Comité de Investigación, a todos, pero las cartas vuelven aquí y van a parar a la fiscal de Crimea, que cumple las órdenes de los dirigentes locales”, dice Grach.
La fiscal, Natalia Poklónskaya, es presentada por la prensa rusa como una furiosa justiciera y vigilante. Poklónskaya ha condenado al destierro a los líderes históricos de los tártaros de Crimea y ha prohibido las manifestaciones en memoria de la cruel deportación de esta comunidad a Asia Central ordenada por Stalin en 1944. La fiscal Poklónskaya ha perseguido al Medjlis, el órgano de autogestión creado por los tártaros, hasta conseguir que los jueces lo prohibieran por “extremista”. En el sistema de autonomía de los tártaros están involucradas más de 2.500 personas que pueden ahora ser condenadas hasta a ocho años de prisión.
Las autoridades rusas desconfían de los tártaros incluso ahora que han sometido a la inmensa mayoría de esta comunidad, para la cual la fidelidad a Crimea, su tierra de origen, es por lo general más fuerte que la condición de ciudadanos de Rusia o Ucrania, pues ninguno de estos dos países eslavos han sido receptivos ante la reivindicación de una república autónoma tártara en Crimea.
“Entre la libertad y la patria, he elegido la patria, que no pienso abandonar. Creo que muchos otros opinan como yo”, dice Lilia Budzhúrova, una periodista tártara que dirigía el canal de televisión ATR, desaparecido cuando las autoridades rusas denegaron la renovación de su licencia. Budzhúrova, con gran autoridad moral en la península, se concentra en proyectos para preservar la identidad cultural de la comunidad. En su domicilio, como en el de otros tártaros, los cuerpos de seguridad efectuaron un aparatoso (e infructuoso) registro.
Nueve activistas tártaros desaparecieron en 2014 y 2015, y a mediados de mayo estaban detenidos 18. Las declaraciones, en ocasiones radicales, de tártaros exiliados como Lenur Isliámov, el propietario del canal ATR, son utilizadas contra los que residen en Crimea. La Administración rusa, dicen, “nos convierte en rehenes del comportamiento de los que están fuera”. “En la II Guerra Mundial, Moscú acusó a los tártaros de colaborar con los alemanes. Ahora podemos ser acusados de colaborar con el Medjlis [la autonomía tártara]”. “Los cuerpos de seguridad registran las mezquitas y, obsesionados con el peligro extremista, arrestan a los que les parecen más religiosos y los juzgan como si estuvieran preparando actos terroristas”, decía Elmí Umérov, vicepresidente del Medjlis.
El 12 de mayo, fuerzas de seguridad registraron el domicilio de Umérov en Bashjisarái, la antigua capital de los janes de Crimea. A Umérov, médico, le acusaron de pronunciarse contra la integridad territorial de Rusia (por lo que pueden condenarle a cinco años de cárcel) y le han prohibido abandonar Crimea. Poco antes de que le formularan los cargos, esta corresponsal le visitó en su domicilio. El café donde nos habíamos citado en otras ocasiones ya no existía. “Lo han cerrado porque los dueños eran parientes de Mustafá Dzhemilev”, me explicó refiriéndose al líder histórico de los tártaros, ahora residente en Kiev tras ser vetado en Crimea. Una sola frase bastaba a Umérov para resumir sus impresiones de los primeros años pasados bajo el control de Moscú: “El principio básico de la Federación Rusa es la lealtad obligatoria”.
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