domingo, 19 de junio de 2016

Rebelémonos como esclavos.

En los momentos de incertidumbre de España, de desconcierto en los partidarios de unos y de otros. En la confusión conceptual que manifiestan aquellos que arengan a las masas pasmadas ante la responsabilidad de elegir un príncipe entre aquellos que se ofrecen y la imposibilidad de no elegir ya que si no eliges, también votas. 

Digo que me apuro a la reflexión y a la lectura para decidir mi voto obligado, ya que e Estado me trata como esclavo cuando me sentía libre. 

¡Conciudadanos del Estado del Reino de España, rebelémonos contra la opresión bárbara de quienes se autoproclaman hombres libres y proclaman nuestra bastardía como hombres esclavos!.

De la rebelión violenta de los esclavos ya he anotado en este diario a través de Espartaco. 

Hoy propongo la rebelión con la palabra y las manos caídas, lo cual no quiere decir que depongamos las manos, o armas. Prefiero morir sin manos que morir de rodillas ante los advenedizos intitulados "hombres libres", u "hombres políticos", cuando su condición es la de hombres idiotas.


Nuestra historia de la antigua Roma empieza a mediados del siglo I  a. C., más de 600 años después de la fundación de la ciudad. Empieza con promesas de revolución, con una conspiración terrorista para destruir la ciudad, con operaciones encubiertas y arengas públicas, con una batalla de romanos contra romanos, y con ciudadanos (inocentes o no) acorralados y ejecutados sumariamente en aras de la seguridad nacional. Es el año 63 a. C. Por una parte, está Lucio Sergio Catilina, un aristócrata descontento æ arruinado es el  artífice de una conjura] eso es lo que se creía] para asesinar a los cargos electos de Roma y quemar esta hasta los cimientos, borrando de paso todas las deudas, tanto de los ricos como de los pobres. Del otro lado, está Marco Tulio Cicerón (en adelante solo „Cicer¡n…)] el waoso orador] fl¡sowo] sacerdote] poeta, político, ingenioso y buen narrador, uno de los señalados para ser asesinado; un hombre que nunca dejó de utilizar sus talentos retóricos para alardear de cómo había descubierto la terrible conspiración de Catilina y salvado al Estado. Aquel fue su mejor momento.  

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