miércoles, 20 de abril de 2016

Sublevación y cerco de Oviedo. Verano de 1936.

Relación
de lo ocurrido en nuestra casa de Oviedo durante 1936
María Dolores Montiel A.C.J.


Aunque bastante turbada la paz de nuestra vida desde la proclamación de la República, puede decirse que con las elecciones de febrero llegó a hacerse verdaderamente intolerable. El comunismo venia a pasos agigantados.

El 15 de febrero me puse de acuerdo con varias familias conocidas para que con ellas pudiesen ir las Madres y Hermanas a votar sin ser notadas. Efectivamente el 16 por la mañana las fui mandando a las respectivas casas teniendo cuidado de que saliesen de dos en dos y distanciadas, unas por la casa de D. Isabel y otras por la nuestra. Se llevó a cabo sin dificultad y a las diez estábamos ya todas de vuelta y satisfechas de como se presentaba la cosa.

Aunque fue tranquilo, la alarma de la gente era grande, y en previsión de lo que pudiese ocurrir, el Coronel Aranda, que tenia el mando de la plaza, algunos días antes, había mandado traer los camiones y colocarlos en los puntos estratégicos de la población. A la una y media llamó de Madrid Ramón Bergé, hermano de nuestra M. Manuela, para preguntamos como habíamos salido del paso, y nos dio buenas impresiones de la votación en la capital. La tarde transcurrió optimista y llegaba a decirse que en Mieres, pueblo de la zona minera de los más notados por rojo, habían ganado las derechas. A las siete de la tarde empezó a cambiar el aspecto, y varias familias amigas nos dijeron por teléfono, que en Oviedo se habían perdido las elecciones. En vista de esto, por nuestra parte, empezamos a indagar había de cierto, por las de los que se presentaban Diputados, siempre mejor informadas, y aunque nada seguro podían decirme todavía, me confirmó en que íbamos al desastre.

A las ocho y media durante el recreo se presentó una de estas señoras suplicando a pesar de la hora, que sabia no era de visitas, poder hablar conmigo. Venia preocupadísima y daba por seguro, aunque faltaban algunas umas por hacer el recuento, que habíamos sido derrotados, Todavía se creía, sin embargo, que en Madrid y otros sitios importantes de España, se había ganado. Aquella noche por las calles se notaba ya alboroto y, a la mañana siguiente, la gente venia desolada recordando los espantosos días de la revolución de octubre del 34, sospechando justamente que se repetirían. A los pocos días fue la salida de los presos que, como eran muchísimos, estaba todo el mundo intranquilo, pero aunque nos aconsejaban que nos repartiésemos, prefería esperar a ver en que quedaba la cosa.

Afortunadamente solo les dió por divertirse y alborotar. Al día siguiente uno de los cabecillas se subió encima de un taxi incitando a las quemas de periódicos de derecha, como Región, etc.

Mientras estábamos en refectorio, se armó un jaleo grande por nuestra calle y me dijeron que querían quemar a La Voz que estaba en frente de casa. De esto les convencieron que desistieran, pero quedaron ya excitados y la gente asustada. Empezaron a llamarnos para que saliéramos, pues nunca diremos bastante del carifio e inter& que demostraron los buenos ovetenses por el Instituto, y para cerciorarme de lo que ocurría, envié a nuestro portero y maestro de obras, que fueran por los grupos y se enterasen de lo que se proponían. Volvieron a la hora y media y me dijeron que efectivamente creían debíamos salir, pues estaba poniéndose la cosa muy fea.

Las familias que ya estaban en el recibidor en espera de nuestra determinación, fueron llevándose a las Madres y Hermanas según dispuse, y yo me quedé en la casa con cuatro Madres y una Hermana.

Tres días estuvieron fuera, pues la intranquilidad, y alarma era grande por ser de llegada de los presos de aquella zona que estaban en cárceles de otras provincias.

Durante los primeros meses, casi todos los días había recibimientos solemnes de señaladas personas de izquierda que, entre gritos y alborotos, pasaban por la calle de Uría y Toreno, cerca de nuestra casa. Los domingos mitines sucesivos de Peña, La Pasionaria, Largo Caballero etc. a los que acudían los mineros y elementos revolucionarios de la provincia, reuniéndose multitudes hasta de y zo.ooo que naturalmente ponían a la población en sobresalto. Por supuesto, no pudimos prescindir toda esta temporada, de hombres de nuestra confianza que vigilasen nuestra casa por fuera.

Al desfilar las manifestaciones después de los mitines, mostraban la actitud en que estaban insultando a todos los que pareciese oponerse a sus planes. Delante de la Comandancia, que está cerca de casa, llamaban a los militares asesinos del pueblo y los abucheaban.

Solo con gran violencia podían contenerse y no contestarles.

En todo el mundo se notaba esta insubordinación. Hasta en el modo de reprender a las niñas de la escuela. Había que andar con
cuidado, para evitar las amenazas que en seguida nos hacían.

Notábamos que al salir las esperaban y las reunían en un local de una imprenta, y para evitarlo, pues comprendimos era para predicarles insubordinación y perjudicarlas, teníamos que alegar otras razones que consiguiesen fuesen derechas a casa, pues de lo contrario, la emprenderían ellos contra nosotras. Sus padres no hacían caso tampoco de nuestros avisos y nos vimos obligadas a cerrar la escuela algo antes de lo que hubiéramos querido, por evitar peligros.

En vista de como se ponían las cosas en Oviedo y con la experiencia de lo ocurrido anteriormente, que con mucha razón era de temer se repitiera, me consolaba el interés con que me llamaba Nuestra Madre a conferencia y a h me di8 amplias facultades para, incluso salir con toda la Comunidad, si lo creía conveniente. No olvidaré una frase que me conmovió a M. Dolores, todas las casas del Instituto son de V., así en cualquier dirección pueden encaminarse y serán recibidas con cariño. Sin duda el Señor la iluminaba con luz especial, como lo ha probado todo lo ocurrido. Ciertamente muy bien vino sacar de Oviedo a la pobre Hermana Fulgencia que, paralítica de varios años y sumamente delicada de salud, no hubiera podido soportar todo lo que tuvimos que pasar, ni era fácil llevarla a las casas. La R. M. Provincial también me facilitó y aliento mucho en tan difíciles circunstancias. Ya mas adelante vimos convenía reducir alguien el personal, y quedar solamente las indispensables para continuar con nuestras obras. Las Madres y Hermanas más delicadas se repartieron entre las casas de Santander y Azpeitia, que parecían más seguras. En la nuestra solo quedamos dieciocho.

Era continuo el oír que habían matado a gente conocida de derechas o no revolucionarios, lo que causaba un malestar tremendo.

Una de estas victimas fué nuestro médico, Alfredo Martínez, Diputado en las anteriores Cortes, sumamente afecto a la Comunidad que visitada desde hacia dos años. En materia religiosa, desde que había entrado en el partido Reformista de Melquiades Álvarez, se había enfriado, pero, conservaba su conducta privada intachable, y su corazón excelente. Con nosotras siempre fué amabilísimo, y tan caritativo, que no solo nunca quiso cobrarnos sino que no aceptaba mas que pequeñísimos obsequios.

Las últimas Navidades supe se formaba de nuevo con mucha ilusión su biblioteca por habérsele quemado en la revolución del 34, y le mandé unos cuantos buenos libros, que me eligieron los Padres, de los que ya tenía escogidos en la librería para comprarlos; pero después de reprender al librero, se los devolvió, se quedó solo con un bonito tomo de las obras de Santa Teresa, e hizo que nos devolviese el dinero, en tal forma, que ni aún insistiendo yo que quedase a cuenta nuestra pues también comprábamos allí, pude conseguirlo. Siempre que visitaba a las enfermas, se veía lo bien que le impresionaba el modo de sufrir de las Nuestras y la tranquilidad y alegría con que morían.

Durante el periodo electoral, me refirió un día que la policía le había avisado que de Madrid habían venido dos pistoleros decididos a matarlo y por lo tanto se guardase. Sin duda la acusación detallada que había hecho en el Congreso de la revolución de Asturias, era la causa de esta sentencia; pero él, aunque lo temía, siguió su vida ordinaria sin atender las instancias de su mujer de no salir de noche a visitas, pues su casa, recién hecha por ellos, se encontraba un poco retirada del centro. Después de las elecciones,
los pistoleros quedaban dueños de hacer lo que querían, y acusados por un suelto de un señalado personaje de izquierda a los pocos días, al volver a su casa un domingo hacia las siete de la tarde, ya en su misma puerta le dieron un tiro que le hizo caer al suelo, y acto seguido otro con intención de acabarle, pero que gracias al Señor aún le dejó con dos días de vida. A los gritos salió su mujer encontrándose con que era su marido el moribundo, que enseguida le dijo: Me han matado y quiero confesarme. Le llevaron a la clínica, donde inmediatamente se presentó un P. Carmelita pedido por él. Al proponerle que el Santo Viático podría llevársele en forma privada para impresionarle menos, no quiso sino que fuese solemne y público. Encargó que nos avisasen y pidiesen oraciones, y con devoción se ponía las reliquias que le mandamos. Su muerte fue edificantísima y las mismas religiosas que le cuidaban estaban admiradas de la paciencia con que sufría sus dolores, preguntándoles con frecuencia si serían desagradables al Señor sus pequeños quejidos.

El 17 de marzo me dijeron que querían quemar nuestra casa y esto me lo repitieron por varios conductos. No hice caso creyendo sería una de las muchas amenazas que teníamos casi continuamente, pero cuando ya la Comunidad se había recogido, a eso de las 10 de la noche, me llamó al teléfono una conocida nuestra que vivía al
lado, para decirme que al volver ella hacía un momento a su casa, había encontrado una pareja de guardias de asalto, que preguntaban donde estaban las Esclavas y respondí a sus preguntas, que por confidencias sabían querían asaltar y quemar aquella noche el convento.

Unido esto a lo que durante el día me habían dicho, me confirmó en que algo había de cierto. Para más complicación teníamos en Ejercicios a nuestras dominicales, de las que había unas 25 internas que ya estaban durmiendo tranquilamente.

Efectivamente, una pareja rondaba nuestra casa. Mandó a los porteros que indagasen como cosa suya, el porqué de aquella vigilancia, y se cruzó entre ellos y los guardias el siguiente diálogo:
¿Cómo es que andan Vds. por aquí esta noche? Confidencialmente hemos sabido que quieren asaltar y quemar este convento.

  • Pero, ¿qué defensa podrían tener las Madres? porque les advierto a Vds. que no solo están las monjas, sino que tienen una porción de chicas del pueblo durmiendo en casa.
  • Nosotros no tenemos mas orden que de tirar si nos tiran.
La pareja estaba compuesta de uno de los catalanes que, castigados habían venido a Asturias, y un gallego que parecía tener mejores intenciones. Este, aparte, dijo a Hilario que me avisase para que tomara mis medidas, porque él no quería cargar con la responsabilidad de lo que pudiera ocurrir con nosotras.

En vista de esto me decidí a llamar a la Comunidad y a las chicas. Las primeras, según lo dispuesto aquella temporada, se presentaron en la portería con sus respectivas maletitas que también tenía cada una en su cuarto para el caso. Las chicas aun muy impresionadas, llorando, se fueron a sus casas. Se oía por las calles lejanas algún alboroto y mi mayor preocupación era el Santísimo, por lo que me dirigí a la iglesia, recogí el copón, me lo llevé al oratorio, reuní las formas con las que allí había, que como eran bastantes no cabían en la cajita para ello preparada, y tuve que meterlas en la del viril que me llevé a mi cuarto. Cogí la lamparilla que siempre tenía puesta a la Santísima Virgen, para alumbrarlo, y mientras me vestía de prisa de seglar, lo tuve sobre unos corporales. En seguida envolví también la caja en el corporal y debajo de mi abrigo, sujetándolo yo con las dos manos sobre el pecho, bajé. Como en aquella hora y circunstancias no era posible viniese ningún sacerdote, me decidí a llevarlo a casa de uno, ancianito, muy santo, que vivía cerca.

Me siguió la Madre María Odriozola y con uno de los porteros por guía, nos pusimos en marcha. En cuanto me vio el pobre sacerdote, comprendió de lo que se trataba, lo colocó sobre unos corporales y encendió dos velas. Mi impresión al ver al Señor en mis manos y llevarlo de acá para allá no es fácil expresarla. Yo no me había atrevido a consumirlo entre aquel jaleo y prisas a las pocas horas de haber cenado, y quise su parecer sobre si debería llevarlo a la Parroquia, dejarlo allí o consumirlo. Opté por esto último y lo hicimos entre las dos que habíamos ido. Volvimos a casa y ya empezaba el desfile de las Madres y Hermanas acompañadas de las mismas chicas ejercitantes y de los porteros. Me quedé con unas cuantas y fuimos a terminar la noche a la casa de los porteros. Continuamos con alguna intranquilidad, pues se oían tiros. A eso de la una y media pudimos notar que venían guardias armados, y ya con órdenes terminantes de defendemos. A las dos, aproximadamente, volvieron a oírse tiros y según me dijo al poco rato el portero, mataron a uno de los revoltosos, con lo que, sin duda, en vista de que se les castigaba se sosegaron.

Teníamos, por fortuna, al mando de los guardias de asalto, al Comandante Caballero, excelente persona que, informado de las órdenes que tenían los guardias, quiso remediarlo, para lo que él mismo tuvo que hablar con Madrid, y consiguió se le permitiera obrar de otro modo. Por eso al ver en otra actitud a los guardias, se evitó el siniestro por aquella vez. A la mañana siguiente vino Caballero a hablar conmigo para decirme que sentía mucho lo ocurrido la noche anterior y que estuviésemos tranquilas que él cuidaría de que no pasara nada, etc. y me contó las diligencias que había hecho para cambiar las órdenes. Quiso enterarse de lo que habían dicho los guardias, pero no me pareció discreto hacer acusaciones y procuré evadir la cuestión. Me dijo que ya hacía días temíamos pudiese ocurrir algo y por sí mismo había estado con guardias por nuestros tejados y los de alrededor e interesado a Aranda para que nos vigilasen de la Comandancia pues desde allá se ve muy bien nuestra casa. Con esta entrevista hicimos buenas amistades con este excelente Comandante que nos fueron utilísimas en los sucesos que siguieron. Pero esta demostrada decisión de salvar conventos y evitar desmanes, hizo que, a los pocos días le cambiasen de destino, como vino a comunicarme añadiendo que lo sentía por lo indefensos que quedaban los religiosos. Que estuviésemos prevenidas.

El 1º de mayo tuvimos también que salir de casa por la manifestación que se preparaba que unido al estado de los ánimos,
hacía temer pudiese ocurrir algo. Nuestra casa con situación estratégica, sabíamos estaba fichada. Gracias a Dios al día siguiente volvimos a reunirnos para la Misa. Desde la primera vez que salimos, como preveía por desgracias, que necesitaríamos hacerlo varias veces, dispuse que al regresar sin mas comentarios, se dirigiesen a sus cuartos a vestir el hábito, y acto seguido a sus respectivos cargos lo que se hacía puntualmente.

Pocos días después, tuve que ir a Santander llamada por la R. M. Provincial para estudiar el modo de continuar con las escuelas abiertas, y decidimos seguir como estábamos, pues por las circunstancias de aquella casa era lo que más convenía. El viaje pudo costarnos la vida. El trayecto era corto y lo hicimos en el automóvil de unos amigos que nos lo ofrecieron con gusto. Íbamos de seglares. Al llegar a Llanes, encontramos el pueblo alborotado a consecuencia de una falsa alarma que tuvo sus desgracias. Parece que de Oviedo les habían telefoneado, pasaría un auto con un grupo de fascistas y, aunque no lo eran e incluso iban en él alguno que pertenecía a sus partidos, lo asaltaron y causaron heridos. Como poco después pasaba el nuestro, tuvo que hacerlo por entre la muchedumbre excitada, que a toda costa quería levantásemos el puño (saludo comunista). Salí del paso haciéndome la sorda o tonta que no entendía y lo mismo mi compañera, pero la portera que nos acompañaba y el chófer les contestaron levantando bien alto los puños, cosa que les cambió de actitud, y entre vivas y clamores, salió nuestro auto de aquel infierno y logramos llegar al término de nuestro viaje sin más incidentes.

En junio tuvimos un susto atroz a las dos de la madrugada por el estallido de una bomba cerca de casa que produjo la rotura de los cristales de las de al lado y ninguno de la nuestra por casualidad. En pocos minutos la Comunidad estaba en mi cuarto. Se nos ocurría pensar que era el principio del movimiento deseado, pero supimos al preguntar por teléfono, lo que había sido. Dos horas más tarde vinieron a casa de nuestros porteros a hacer un registro, pues el pobre tenía enemigos que deseaban una ocasión de meterle en la cárcel, por el delito de ser nuestro portero.

Por lo dicho se deduce la intranquilidad con que en Oviedo se vivía, lo que movió a la Madre una vez cerrada la escuela y paralizadas las obras de celo, a determinar que saliéramos todas y dejásemos la casa en condiciones de reanudar en ella nuestra vida en cuanto fuese posible. Todas las Nuestras temían por nosotras, y me encarecían la necesidad de ponernos a salvo, pues se esperaba lo que iba a estallar y la situación difícil en que aquella zona estaba. Antes de ponerlo en ejecución, naturalmente, lo traté con el Sr. Obispo, el cual, aunque se hacía cargo del peligro que corríamos, sentía pena dejásemos aquello, pero no se atrevía a aconsejarme nada. Me dijo: “Para grandes males, Dios nos dará grandes remedios”. Esto tuvo para mi la fuerza de la Voluntad de Dios y dije a las Madres que yo me ofrecía para quedarme allí, pero si ellas sentían miedo, podían salir para otras casas nuestras, y que las que no quisieran supieran estábamos expuestas a lo que pudiese ocurrir. Ninguna desertó y se ofrecieron a quedarse, a lo que contestó Nuestra Madre con una hermosa carta que aprobaba nuestra determinación; y alegres y confiando en Dios, nos quedamos preparadas para lo que el Señor quisiera.

Aunque no habíamos dicho nada de esto a la gente, no sabemos como se enteraron de que habíamos preferido quedamos y el sábado de aquella semana por la noche, nos pidieron la intención
de la Misa y Exposición en acción de gracias para el día siguiente.

Al entrar en Misa de Comunidad nos encontramos la iglesia completamente llena. Luego supimos que se habían citado todas nuestras amistades, dominicales, etc. para tener una Comunión general. Todo aquel día llovieron los obsequios de comestibles en abundancia tal, que tuvimos para una semana.

Y llegó el mes de julio, y se acentuaba el deseo de salir de aquella situación verdaderamente insoportable.

En los primeros días se presentó un señor con una visita de parte de Amparo Garin. Salí con otra Madre y me encontré con que era el Coronel Ortega, de Estado Mayor, que había venido por asuntos unos días a la Comandancia y se ponía a nuestras órdenes por si en algo podía sernos útil. Yo me alegré porque efectivamente podía sérnoslo en algún momento determinado, y porque me figuré se trataba de algún movimiento militar. Su aspecto y lo que Amparo me decía en la carta que él mismo me entregó, me hicieron verteníamos en él verdaderamente, una persona de confianza, y hasta me atreví a preguntarle para cuando pensaban levantarse. Todo el mundo hablaba de ello y lo deseaba. Se echó a reír y me dio a entender que se haría, pero desde luego había que contar seria largo y duro, y me añadió que de eso no convenía hablar. Me dió el número del teléfono de la Comandancia. Se enteró de la hora
de nuestra Misa, que oía diariamente y comulgaba en ella. Pocos días antes había vuelto el Comandante Caballero con pretexto de los exámenes de sus hijos que quedaron en Oviedo. Todo me confirmaba en mis sospechas.

El día 18 ya en nuestras vacaciones, subió la M. Manuela del recibidor y nos dijo que se habían sublevado las tropas en Marruecos. A las ocho de la noche nos dijeron que la cosa se presentaba mal porque Prieto había llamado para que mandaran camiones de mineros con armas para defender Madrid. La noche fue horrorosa. Alborotos por las calles, detenciones de gente de orden robos de automóviles particulares, y no sabíamos en que terminaría aquello que cada vez se ponía más feo.

El 19 por la mañana tuvimos la primera Comunión de una niña de la familia de Botas. Se la dio el Sr. Doctoral. La poca gente que asistió a ella, venía aterrada de la situación. Quise hablar con Madrid pero ya estaban cortadas las comunicaciones en toda España. En seguida me llamó Ortega de la Comandancia, para saber como estábamos. Me dijo que se había acordado de nosotras aquella noche por lo preocupadas que estaríamos, pero que las cosas iban bien y me avisaría en momento oportuno. Esto me tranquilizó y, como a mi, a los que estaban en casa. Durante la ceremonia los rojos se apoderaron del auto de las de Botas, que no se ha vuelto a saber de él.

A las cinco de la tarde, volvió a llamar Ortega y me comunicó que ellos se cambiaban en aquel momento de domicilio por lo que comprendí que se sublevaban. Me indicó que estuviéramos al cuidado, y que por lo menos nos cambiásemos “el uniforme de diario”. Despedí a la gente que estaba en el recibidor, respondiendo a su extrañeza, que había jaleo y que me parecía conveniente se retirasen, y lo mismo dije a las dominicales que, como domingo, estaban en la escuela. Ellos creían por el contrario que estaba mejor la situación, pues los mineros iban saliendo para Madrid. Después de cenar hice que la Comunidad se vistiese de seglar, y desde nuestro recreo empezamos a oir gritos de Viva España” Arriba España” que nos emocionaron, ya que hasta entonces se hubiera considerado un grito subversivo. El levantamiento estaba iniciado. Iban llegando los guardias civiles de los pueblos comarcanos, llamados por Aranda, que cruzaban los puestos rojos con los puños en alto y al llegar a los nuestros se unían con el grito de “Viva España”.

Todo se habia hecho con gran secreto, tanto que estaba el ejército de Aranda ya sublevado, cuando desfilaron los rojos por las calles dando vivas al ejército leal, pues creían que los preparativos que se hacían en la Comandancia, eran para ir sobre Madrid. Aranda dió 200 fusiles a los 850 rojos más valientes de los 15.000 que había en Oviedo, los mandó a León y Zamora para deshacerse de ellos, y avisó a Ponferrada donde destruyeron esta columna mientras 850 guardias civiles se unían al ejército.

A la hora en que Ortega me Ilamó, estaban citados todos los oficiales en el cuartel de Pelayo, pues observaron, que los mineros:
habían colocado ametralladoras enfocadas a la Comandancia por lo que pudiera ocurrir, ya que no las tenían todas consigo, aunque creían contar con Aranda. Al Comandante Caballero fueron a buscarle a su casa dos guardias civiles y entró con ellos en un auto a escondidas. Se dirigieron al cuartel de los guardias de asalto, que, aunque eran en general buenos, capitaneados por jefes malos, recién nombrados, encerrados en sus cuarteles no se habían unido al movimiento. Por la tapia seguido de los guardias civiles, entró Caballero en el cuartel les dijo “0 conmigo o con estos”. Todos le siguieron, a excepción de los jefes y algún que otro guardia, que al verse perdidos se encerraron en el cuarto de bombas, de donde al querer escaparse a los dos días, los mataron.

La Comunidad, a las nueve, en lugar de ir a sus cuartos, dispuse fuesen a los de la casa de ejercicios, que eran más seguros, y vestidas de seglares estuviesen allí hasta que yo les dijese. Me fui
a la portería a averiguar que pasaba en el Gobierno. Seguían oyéndose los gritos de Viva España, y sin más tiros, a las 12 me avisaron que ya estaba tomado el Gobiemo y todo. Reunidas rezamos el Te-Deum en el oratorio, y fuimos a descansar creyendo que todo estaba hecho. A la mañana siguiente Oviedo era otro. ¡Qué alegría en la población!; todo el mundo optimista, desechado el temor del dominio rojo. Los aviones de León venían a echar proclamas y felicitaciones animándonos con que todo iba muy bien y la alegría cundía.

Los militares tomaron posiciones alrededor de la ciudad e hicieron un llamamiento a la población civil que reaccionó mal, debido a la poca gente de derechas que había entonces en ella. Fueron pocos los que se presentaron por el veneno sembrado con la, propaganda comunista, pero ocuparon los nuestros los puntos principales: Correos, telégrafos, teléfonos, etc. Aranda dispuso de poca gente; si hubiese podido reunir unos miles de hombres más, no pasa nada en Asturias. Total del número de defensores 2.700; de ellos 450 soldados de infantería más los guardias civiles, el grupo de los de asalto y el resto de voluntarios. Se disponía de ocho piezas de cañón de las cuaIes reventó una. Enseguida avisaron a Gijón para que se sublevase, pero perdieron 12 horas entre dudas y fue fatal. Desertó una de las compañías y los rindieron. Pidieron auxilio a León, Vigo y Ia Coruña pero se encuentran en que no estaban sublevados todavía. Con una columna de 600 hombres los defensores se daban paseos fuera de la ciudad hacia Gijón, con el fin de tener una zona libre al Norte. No llegaron a Gijón porque no les convenía dada la escasez de fuerzas. En Coruña no se daban cuenta de la situación de Oviedo, y el 29 de julio les enviaron solo 560 hombres que no llegaron por no poder vencer la resistencia. Tuvieron que organizar otra columna más fuerte que tardó tres meses en llegar. En el frente de Oviedo se reunieron 30.000 rojos que se fueron armando cada vez mas. Ponían imágenes de santos en los parapetos a las que se veían obligados a tirar los azules. Asimismo se refugiaban en ]as iglesias por su solidaridad y los nuestros se veían en la necesidad de destruir las casas de Dios para defender a Dios.

El resto de los habitantes trabajábamos para los militares. A nosotras como a los otros conventos, nos pidieron los pucheros pues eran de tamaño mayores que los de las familias, y señoras y señoritas se encargaron de guisar por si mismas para los frentes.

El Comandante Caballero entonces Gobernador de la plaza vino a decirme que pusiera un taller donde trabajaran las chicas, a lo que
me ofrecí gustosa, y acudieron varias de todas las clases sociales.
Unas diez máquinas de coser reunimos, traídas por ellas mismas. Por la mañana un soldado entregaba los monos cortados con todos los utensilios de botones etc. y por la tarde venía a recoger los hechos, que solían ser unos 30. Uno de los grupos se dedicaba a hacer detentes que desde el primer momento eran deseados por todos los que iban al frente, tanto soldados como falangistas. Como no dábamos abasto a los que nos pedían, aún en los recibidores con las visitas, continuábamos haciéndolos y por supuesto cada mono llevaba siempre el suyo. Mientras se cosía se hacía lectura espiritual y se rezaba el rosario, arma que se ha manejado mucho más que los cañones y ametralladoras.

El Coronel Ortega me llamó uno de estos días al teléfono. Mi sorpresa fue grande pues no funcionaban desde que empezó el movimiento. Quería tranquilizarme, pero por el momento me llevé un susto, pues era la una y media de la noche, y como ellos se las pasaban en vela creía que todos hacíamos lo mismo. Me dijo que las cosas iban muy bien y me dio detalles de una batalla que habían tenido aquel día. Me pidió oraciones, detentes y escapularios para el día siguiente que vendría a comulgar para lo que quiso saber si teníamos sacerdote.

Preparamos una caja con lo que deseaba y en la tapa se nos ocurrió poner una estampa del Sagrado Corazón. Muy grande fue mi alegría cuando, a los pocos días, vino el mismo Ortega a estudiar el sitio conveniente para que se defendiera la Comunidad durante los cañoneos, que cada vez eran más frecuentes, y me dijo que el Corazón de Jesús de la caja de nuestros detentes estaba sobre la mesa de Aranda y presidía todos los planes de batalla. Al saber esto me apresuré a mandarle dos cuadros, uno del Sagrado Corazón y otro de la Virgen, y al darme las gracias, supe que se había quedado con el de la Virgen que llevaba consigo a todas partes, y a la que atribuye el éxito maravilloso y verdaderamente milagroso de la dificilsima campaña, y Aranda, con el del Sagrado Corazón.

Al estallar el movimiento tuvimos que suprimir la exposición del Santísimo, pero hacíamos las adoraciones delante del sagrario hasta las nueve y media de la noche, por supuesto, con amplios permisos para visitar al Señor y rezar rosarios siempre que pudiesen. La capilla estaba continuamente con varias Madres y Hermanas para pedir al Señor nos ayudase a salir adelante victoriosos y con una España renovada en su cristianismo.

Los sacerdotes escapaban y como también nuestros capellanes se
ausentaron, mi mayor preocupación era encontrar quien los supliese. Se prestó a venir uno, anciano, que a los pocos días puso inconvenientes, pues nadie se atrevía a salir de casa por el pánico y las desgracias que causaban las bombas. Entonces, temiendo que nos faltase la Sta. Misa y Comunión, acudí con gran confianza al Señor. “Mira Señor que solo te tengo a Ti, ¡no nos prives de este consuelo! y esto lo repetía con frecuencia. Fue tan eficaz mi corta súplica, que aquel mismo día se solucionó el conflicto, pues vinieron a refugiarse en nuestra casa las Hermanas de la Caridad del Colegio de la Milagrosa, con las huérfanas, y coma tenían a un P. Paúl de Capellán, se ofreció para celebrar todos los días en nuestra iglesia. Para evitar el peligro de andar por la calle, se le proporcionó habitación en una casa al lado de la nuestra, y aún así un domingo fue tan pertinaz la lluvia de metralla, que no pudo venir, pero solo ese día nos faltó la Sta. Misa y Comunión. En nuestra casa estaban también refugiadas las Siervas y algunas familias que se quedaron sin albergue. Todos participaban con gran consuelo de nuestros cultos y se agregaban algunas Religiosas del Servicio Doméstico y varios fieles que se atrevían a desafiar el peligro. Un día, al empezar la Misa, oímos encima el avión. El sacerdote se volvió al público para preguntamos si queríamos que suspendiese, pues no había pasado aún el Ofertorio, pero todos mostraron deseos de que continuase hasta terminar, lo que se hizo con acompañamiento de las bombas.

Confortadas así espiritualmente seguimos, en lo posible, nuestras distribuciones instaladas en la parte baja de la casa; los otros pisos eran más peligrosos, y blanco de balas y bombas.

La situación cada vez se bacía más grave, y a los cañones se añadieron bombardeos aéreos, mucho más espantosos, que nos tenían día y noche en inminente peligro, obligadas a vivir en los sótanos, mejord dicho, cuchitriles de nuestra casa.

Oviedo era otro Alcázar, especialmente la calle Uria y las de nuestro alrededor acometidas de los tiros de 30.000 rojos.

Cinco aviones eran los que venían e descargar sobre nosotros centenares de bombas. Hubo días que nos echaron 800 de avión y 1.800 de cañón, cifras dadas por los mismos militares.

De los cuchitriles no salíamos más que para la Misa que nos decía el P. Paul, antes mencionado.

Nuestra casa sufrió los efectos de la metralla, pues las bombas no solo nos dieron grandes sustos, sino que nos hicieron muchos destrozos, sobre todo una que explotó delante de nuestro portal en el momento que dos Madres abrían la puerta a un pobre viejecito que pedía refugio. Las Madres vieron el peligro de su vida y, a pesar de él, se apresuraron a abrirle; los tres quedaron envueltos en Ilamas, casi sin respiración por el olor de los gases.

Con esta y otras bombas sucesivas, de la una a las cinco de la tarde, los cristales, del primer piso hasta el tercero, se rompieron; las contraventanas se arrancaron de cuajo, la fachada quedó acribillada de metralla. Se destrozaron las puertas de los recibidores de las escuelas atravesando un cuadro de la Stma. Virgen que allí estaba.

En posteriores bombardeos, una bomba derribó una casa que estaba al lado, hizo destrozos en la puerta y fachada de la iglesia. Un cañón que enfocaron a nuestra casa, con sus balas de 35, levantó parte del tejado causando desperfectos en las terrazas y escaleras:
Las puertas y tabiques tienen cantidad de agujeros. Otro cañón estropeó dos cuartos de la casa de ejercicios con todos los muebles. Una de las balas apareció sobre un colchón, otra en los estantes de un armario, como si la hubieran colocado unas manos cuidadosas al lado de un frasquito que quedó intacto habiendo destrozado todo lo que encontró a su paso. Estos proyectiles pesan, tanto, que ninguna de nosotras podría sostenerlos, y fue un milagro no hiciesen desgracias personales. Uno de avión cayó en nuestra terraza y afortunadamente estalló hacia fuera, pues si se hubiera hundido perforando los pisos, justamente debajo estábamos refugiadas nosotras. El golpe repercutió en nuestras cabezas, y por algunos segundos dudamos si nos las habría abierto; tal era la sensación experimentada. En fin, por los pisos altos cruzaban las balas de ametralladora y mauser. Vivíamos día y noche en linea de fuego. Todo el edificio necesita reparaciones que ahora no pueden hacerse, y además, como continúa el bombardeo, es perder tiempo, pues están cayendo continuamente edificios. Otras bombas causaban incendios con líquidos inflamables que, como los rojos habían cortado el agua, se hacía imposible apagar.

No es fácil hacerse idea del efecto desgarrador y aterrador que era, al tcrminar los ataques ver a nuestro alrededor siempre alguna casa derribada o poco menos, y en contínua espera de que sucediese otro tanto con la nuestra. Por las noches admiradas y agradecidas de vernos con ella en pie y todas ilesas, al rezar la Salve añadíamos el Te-Deum.

Después de una de estas explosiones, que dejaban la casa llena de polvo, cal desprendida de las paredes, cristales etc. una de las Hermanas barría el recibidor y se sorprendía al encontrar entre esa basura varias monedas de plata de una y de cinco pesetas ¡Nueva y maravillosa metralla! A pesar de lo trágico de las circunstancias, mucha gracia nos hizo el suceso. Pero como no podía dudarse que
los rojos no harían tales regalos se lo atribuimos, y acertamos, a una señora que se encontraba en casa durante aquel bombardeo y, como solían hacer todos en esos momentos, se había tirado al suelo dejando caer su portamonedas del que salieron los extraordinarios proyectiles.

En los primeros días del movimiento se me presentó un Ayudante de Aranda a decirme de parte de este, que deseaba encarcelar en nuestra casa las presas rojas y que nosotras cuidásemos de ellas.¡Figúrense mi pasmo y horror! Alegó la poderosa razón de que problamente si nos confiaba ese oficio, al día siguiente se encontrarían todas paseándose por las calles, pues no teníamos espiritu de carceleras, pero contestó que de esto no me preocupase; ya que nos mandarían soldados para que hiciesen guardia; mas sin duda pensado, mejor decidieron libramos de tan enojosa labor, lo que añadí a los innumerables favores que cada dia tenía que agradecer al Señor.

No se descuidó tampoco la divina Providencia en atender a nuestro
sostenimiento corporal. Desde los primeros dias del asedio faltaron
el pescado, carne, leche, huevos, patatas etc. Hubo que racionar el agua de los pozos y cisternas; los comestibles que había en la población se consumieron pronto, y ya los últimos meses no quedaba mas que arroz y algunas latas de tomate. Yo logré conmover a las autoridades militares por mi numerosa familia, y no pudieron portarse mejor. Me proporcionaron pases para coger agua y algunas provisiones de intendencia. Claro que la necesidad de alimento era objeto de nuestras oraciones a la Stma. Virgen de la Providencia y a S. Cayetano que mostraron su poderosa intercesión agudizando nuestro ingenio y, cuando parecía que todo se acababa, se me ocurrió requisar la despensa de los Padres, pués suponía que al marcharse habrían dejado algo. Mandé al portero con un carro y volvió con todas las provisiones que había, que recibimos como llovidas del cielo. Estas nos duraron para unos dias y, en vista del buen resultado, asaltó después otras dos despensas de una señora y unos parientes míos que me habían dejado sus llaves por si nos eran necesarias sus casas. En ellas había entre otras cosas una gran lata de miel que sirvió para endulzar en parte nuestras amarguras. Solo me pesa haber dejado todavía en una de ellas algunas cosas para más adelante, pues antes de poderlo llevar a cabo, una bomba inflamable consumía la casa. Mucho celebraron los requisados mi osadía renunciando a toda compensación. El P. Superior de Oviedo me escribe, que si por un vaso de agua promete el Señor el cielo, por toda una despensa es para colocarse junto a S. Pedro.
Otro socorro nos proporcionó el Coronel Ortega a quien acudía en mis apuros, y nos mandó polvos de leche de los que echaban los aviones, y latas de chorizos. Con tan buenos proveedores pudimos ahuyentar el hambre que amenazaba seriamente.

Por otro lado mis buenísimas hijas, cuando veían que la comida era escasa, precisamente todas decían tener poco apetito; si había poca agua, la sed se les había quitado, y en cambio, si se presentaba tener que hacer algún esfuerzo o cosa de más trabajo o peligro, cada una se sentía la más fuerte.

Y ya que de ellas hablo, no puedo menos de decir que su docilidad
y buen espíritu me fue un gran alivio. Ni un solo momento pusieron la menor dificultad a lo que que yo indicase, prefiriendo espontáneamente morir todas juntas que ponerse en salvo, como en aquellos momentos podía desearse. La caridad y sacrificio resplandecía y la vida de Comunidad, dentro de lo que permitían las circunstancias, se observaba con esmero.

El perímetro de defensa de la ciudad era al principio de 18 km. pero cada vez disminuía y llegamos a quedar matemáticamente encerrados en la población.

Hasta octubre tuvieron los nuestros siempre las iniciativas con continuas salidas y operaciones estratégicas que resultaron muy bien.

La vida en el sitio para los militares, decian les resultaba bastanteagradable. Aranda es tenido por hombre maravilloso como
administrador y previsor, pues de 18.000 litros de gasolina de que disponían al comenzar, les quedaban 6.000 al acabar y era elemento indispensable por el imprescindible uso de los camiones; hasta había que traer agua en ellos de pozos lejanos. Para ahorrarla utilizaron mil medios como la acetona y aún alpargatas viejas.

Los soldados eran los que mejor comían. En las posiciones avanzadas carne y patatas, cosa que no tomaba el mismo Aranda. Hacían frecuentes robos al enemigo atacando sus posiciones con sacos debajo del brazo para llenarlos de hortalizas y otros comestibles. Uno de los Capitanes contaba que él mismo había hecho una salida con cuatro falangistas arrastrándose hacia un gallinero con los cuchillos preparados para matar los pollos y que no gritasen. Aquella noche pudieron servir huevos a Aranda. ¡Los primeros que comía durante el asedio! También nos contaron que para animar a los sitiados tenían alguna sesión de cine y enviaban invitaciones a los rojos por medio de una especie de catapulta, lo que les enfurecía por ver que podían tener diversiones, naciendo de estas ocasiones insultos acompañados de dinamita. Se hicieron los nuestros, según dijeron, unos perfectos dinamiteros y llegaron a emplear 22 toneladas de dinamita más que ellos y mejor que ellos. Esto lo proclamaban a gritos los mismos rojos. Cuatro dinamiteros de los sindicatos católicos de Orujo, fueron los que les enseñaron a usarla. Los rojos se la tiraban par medio de tiradores como los que usan los niños, y los nuestros inventaron el procedimiento de echarla llenando bidones de ella y de clavos que tiraban a rodar por los montes.

Como las trincheras de unos y de otros estaban muy próximas solo les separaban 100 m., se fueron haciendo amigos y con frecuencia
se daban armisticios durante unas horas, en las cuales se hablaban los soldados de un campo con los del otro. La hora de comer era sagrada; entonces no se disparaba un tiro. Los nuestros daban el toque de silencio y de diana, y ambos campos obedecían puntualmente. Por haber disparado sobre un guardia civil que cogía patatas durante un armisticio, ellos les dieron toda clase de explicaciones echando la culpa al agresor que no era de aquella compañía. También tenían discusiones delante de sus respectivas trincheras y fue célebre la entablada en una pomarada (campo de manzanas.) Un jefe de ellos al ver que la disputa iba mas para la parte roja, la cortó regalando sin embargo a nuestro argumentante, una buena cantidad de manzanas y unos zapatos.

Eran tan inocentes que decían todo lo que pensaban hacer al día siguiente; por ejemplo. Ya veréis lo que os va a pasar mañana, pues hoy llegará un barco a Gijón cargado de armas etc. Los nuestros radiaban esto a León y los aviones salían a bombardear al
barco. A esto lo llamaban (“la radio parapeto”.
Los bombardeos mis fuertes fueron en la primera quincena de setiembre. En estos ataques tenían ellos mas bajas que nosotros; sin embargo las heridas de los nuestros por ser casi siempre en la
cabeza solían causar la muerte.

Decían que habían llegado a torear los bombardeos aéreos. En moto y a toda velocidad sorteaban granadas hasta de tres aparatos.

En el campo tenían aún menos peligros; echados en una zanja boca arriba y fumando, veían caer las granadas en la tierra y hundirse.

Hubo casos notables coma el de un hórreo trasladado por una bomba de un sitio a otro sin deshacerse.

Para la población civil era muy distinto. Muchas personas pasaronlos tres meses sin salir de los sótanos o de la catedral y otras iglesias que se consideraban resistentes. Allí se hacia una vida tremenda.

Todo en común; unos lloraban, otros rezaban, otros cantaban etc. El ambiente no podía ser más deprimente. Era talmente horrible la vida de privación de los sótanos, que los mismos oficiales huían de visitarlos, por la pésima impresión que Ies causaba, y el desaliento que les invadía. Decían que los días que resultaban peor, estaban en proporción de las casas que visitaban. Nosotras lo pasamos también muy mal. Los aviones y cañones no nos dejaban casi respirar.

Los cristales se pulverizaban en tal forma que nos parecía absorberlos y que nuestra piel se impregnaba de su polvo. Se habían propuesto tomar la ciudad y en la población se hacían aún más bajas que en los frentes. Así se lo pedíamos nosotras al Señor, ofreciéndonos a morir, aún con el terror natural, par los militares, pues peleaban por España y su vida era para ella más necesaria que la nuestra.

El día 10 de setiembre después de uno de esos bombardeos,
echaron unas proclamas desde los aviones rojos en que decían, que si no se rendían para las 10 de la mañana siguiente, no quedaría nadie vivo en Oviedo, pues disponían de toda clase de medios para destruir la ciudad.

El pánico fue horroroso, y coma nuestra casa es nueva y bastante sólida, aunque deteriorada ya, en mejor estado, y parecía más segura que las inmediatas, la gente aprovechó de aquellas horas disponibles para poner en salvo lo que mis estimaban, y nuestra escuela se llen6. Muchas personas iban a refugiarse a los túneles y a ellos nos invitaban a nosotras, pero me negué. Fueron unas horas de terror indescriptible.

A las Siervas y Hermanas de la Caridad con sus huérfanas, se añadieron familias que se les habían quemado sus casas y algunas que por el pánico del momento venían a refugiarse donde podían. También los gatos despavoridos por las explosiones, parecía querían invadir nuestra casa.

Para poder lograr entre este desorden alguna independencia, se cedió a nuestros huéspedes los cuartos de la casa de Ejercicios, aunque después ellos mismos se agrupaban en los ángulos de paredes maestras, sitio que ofrecía mayor seguridad. Nosotras en la planta baja nos redujimos al de la sacristía y, colocadas como Dios nos dio a entender, pasamos días y noches. Allí comíamos, allí dormíamos, allí rezábamos y alli nos disponíamos a morir a cada momento. Los rincones vinieron a ser santuarios: se oían los rezos de unos y de otros, a diferentes santos y en diferentes tonos. Sin cesar de pedir llegasen las deseadas columnas gallegas; pero allí quedaba el periodo mas agudo.

Descargó en Gijón un barco mexicano, 15.000 fusiles y enorme cantidad de ametralladoras y fusiles ametralladoras. Del 4 al 2 de octubre se dio el gran ataque. En él solían tener los nuestros 150 bajas diarias. El día 6 fue horrible ; el volumen del fuego que nos hicieron, imponente. En un Área de 100 m. de longitud, recibimos de 15 a 16.000 tiros de cañón del 35. La acometida más fuerte fue contra la posición del Canto en la falda del Naranco. Los asaltantes
se rehicieron cuatro veces mandándonos otras tantas olas de asalto.

Delante de alguna de nuestras ametralladoras, había ya hasta 80 cadáveres y seguían atacando con el mismo empuje. No tomaron la posición. Ni una sola tomaron durante el sitio, pero se acababan los hombres y no podían ya contraatacar. La posición del Canto era ya un lio de armas rotas, piernas, y nuestras tropas mezcladas con las rojas. El fuego que nos hacían era tal que llegaron a encontrar al día siguiente, las ametralladoras de ellos, fundidas por el incesante funcionamiento. El Alto Mando se reunió y decidieron retirar las posiciones del Canto y otras.

Al día siguiente otro ataque al depósito de armas, da cinco carros de asalto. Contra ellos se Ianzó nuestra Harca” compuesta de
80 voluntarios dirigidos por un Capitán de Intendencia.

Los rojos le tenían verdadero pánico, y tales proezas hicieron, que de los 80 no quedan más que 74 intactos y 26 heridos. En esta defensa murió gloriosamente el hermano de nuestras Madres Onaindía. Los nuestros se echaron sobre los carros, con bombas de mano. A pecho descubierto y los vencieron a patadas, les quitaron las ametralladoras con las manos arrancándolas del carro, y por los agujeros les metían a presión bombas de dinamita. Uno de los carros explotó. Los rojos sin embargo, llegaron a apoderarse de un tercio del casco de la población, que, cuando salimos, aún quedaba en su poder.

Con esto la población civil estaba alborotada, pero como el Alto Mando no daba noticias por evitar la excesiva alarma, aunque continuamente me insistían para que nos fuésemos a otro sitio, me
negué en absoluto a hacerlo en aquel momento, pues me parecía
aún mas peligroso salir ya de noche, sin luz, sin saber si ya estábamos realmente copadas por completo, y con ametralladoras y cañones sin cesar de tirar. Las Superioras de las Siervas y Hermanas de la Caridad me preguntaron qué hacíamos nosotras, y al ver mi decisión opinaron lo mismo. Sin embargo, las familias particulares prefirieron irse, pero antes de salir, el P. Paul en el oratorio, impuso a todas la Medalla Milagrosa, que recibieron con gran devoción.
A nosotras también nos la impuso en uno de los recibidores.

Procuré orientarme de fuentes más serenas y seguras, sobre la verdadera situación, y me confirmó que el momento era critico. Aranda no podía hacer más; ya casi no tenia hombres ni municiones.

A eso de ]as cinco de la mañana el P. Paul nos dijo la Misa a la que asistieron, como todos los días, las otras dos pequeñas Comunidades. Terminada esta, nos confesamos, y el Padre, sin atenuante de ninguna clase, pues el peligro era clarísimo, nos preparó para morir con palabras que alentaban y disponían a ofrecer el sacrificio de nuestra vida con generosidad y hasta con alegría.

Aunque nos costó salir de casa, tuvimos el consuelo de poder estar reunidas en la de las señoritas del Castillo, situada en la calle de la Magdalena, donde nos recibieron con mucho cariño.

Grandes fueron los peligros de la salida. Las calles estaban enfocadas con ametralladoras, que durante nuestro camino nos disparaban. Añádese a esto que íbamos cargadas con mantas, un saco de arroz, agua para beber, y algunas otras provisiones que nos quedaban que, aunque poco para comer, era mucho para cargar con ello en aquellos momentos en que se hubiera querido volar para verse libre de los tiros.

Antes de llegar a nuestro refugio, nos vimos precisadas a dejar, por falta de fuerzas, parte de nuestra carga en un portal, de donde la pobre Adela, nuestra portera, poco a poco lo fue recogiendo.

Una vez allí nos surgió de nuevo la dificultad de la falta de Sacerdote, ya que el P. Paul se fue con las Hermanitas al hospicio.
Como pobre porfiado renové mi súplica. A Nuestro Señor que solo te tengo a Ti, y añadí, espero que no nos faltarás ahora. Es fácil comprender mi emoción cuando me entero de que un caballero que
estaba allí también refugiado, era un sacerdote de León, que por unos días le cogió el movimiento en Oviedo. En seguida entabló conversación exponiéndole mi deseo, y como no podíamos pensar en salir, le propuse celebrar en casa la Sta. Misa, aprovechando las concesiones del Sto. Padre para el tiempo de guerra. Conforme con esto, convertimos una habitación en oratorio. Por otra gran providencia teníamos en aquella casa un baúl con nuestros mejores ornamentos, así que el sacerdote celebraba revestido como los días de fiesta; y grande lo era para nosotras poder ir a Misa y Comulgar en aquellas circunstancias en que muy pocos gozaban este privilegio. Muchos vecinos se aprovechaban también.

Pero no había terminado nuestro calvario. Los tres días que aquí estuvimos fueron de incesante bombardeo los rojos minaron las calles inmediatas y el Alto Mando dio orden de desalojar. Me propusieron ir a la Catedral, que refugiaba a medio Oviedo, pero me negué y, confiada en que a grandes males grandes providencias, como me dijo el Sr. Obispo, convencida de que el peligro existía en todas partes, decidí volver a casa con mis diecisiete hijas.

Me adelanté con otras dos, y la portera volvería a ir acompañando a las demás por pequeños grupos menos visibles de los rojos que acechaban y tiraban a todas las personas.

Para evitar en lo posible el paso por las calles, peligrosísimo en tales condiciones, los militares habían abierto una especie de agujeros para comunicar una casa con otra, y de esto me valí yo para llegar a la de Olivares contigua a la nuestra.

Hilario, porque no ocurriese como a la ida, pues la carga no había disminuido sino aumentado todavía con algo de carbón de la casa de los Padres, trajo un carro de Intendencia donde él hacía el servicio.

En cuanto entré en casa dispuse que Adela volviese a buscar el grupo siguiente, y mi sorpresa fue grande cuando me encontré con que todas juntas estaban entrando ya en nuestra portería.

Según me dijeron; a los pocos minutos de salir yo, se había alborotado la gente en tal forma, que creyeron necesario irse de allí, y aunque con grandes dificultades, pues el “Harca” ya no dejaba pasar a nadie por el peligro inminente que corrían, reforzadas con el empeño de Hilario, lograron escapar. Fue un verdadero milagro que todas llegaran ilesas, pues más de un tiro las alcanzó rozando el abrigo de la M. Asistente.

En nuestra casa había nuevos huéspedes, porque los incendios de aquellos días inutilizaron infinidad de casas. El único recurso era ya estarse en los cuchitriles, con el crucifijo en la mano, y renovar nuestros actos de contrición, dispuestas a morir.

Una lamparita eléctrica me servía para comprobar que todas estaban ilesas entre cañonazo y cañonazo. Había prohibición de encender ni una vela por el peligro de los gases.

Ni aún estos días nos faltó la Misa, pues al ver la aglomeración y desorden de la Catedral, las señoritas del Castillo y el sacerdote, que pensaban alojarse allí, decidieron venirse a nuestra casa, y este Señor se consideró como nuestro Capellán hasta nuestra llegada a Mondoñedo. ¡Que delicadeza del Señor con nosotras!

Los militares habían tenido que refugiarse en el cuartel de Pelayo, convertido en Comandancia militar. Sus sótanos estaban llenos de mujeres, niños y enfermos, algunos con tifus, caso en que se encontraban los demás refugiados de la capital.

Aranda, me dijeron, puso un telegrama a Franco en el que le decía, ya no nos queda más que morir como valientes. Dios había de poner su parte, y la puso.

A las 11 de la mañana del día 6 de octubre, los aviones de León llamaron par radio, comunicando que un tabor de regulares había tomado el Naranco.

Esta noticia corrió instantáneamente por todos los rincones de Oviedo. Aquella noche entraron las fuerzas gallegas recibidas con loco entusiasmo. En días sucesivos lograron hacer un pasillo que coge desde Oviedo hasta Grado, donde está ahora el Cuartel General.

Es verdad que la ciudad está ya libre del cerco, mas la puerta abierta para comunicarse y salir es relativamente de pocos kilómetros.

La entrada de la columna gallega causó en la población la alegría natural de quien, estando sentenciado a muerte con toda clase de atropellos, es indultado.

Fue de noche par la urgente necesidad en que ya se encontraba la defensa, pero, según me refirió uno de los regulares, pudo haberles ocurrido alguna desgracia, porque los defensores, en la oscuridad sin ver a los soldados, con razón querían cerciorarse de que los gritos patriotas que oían de Viva España procedían de legítimos españoles, temerosos de los engaños de los rojos. Los inconfundibles sonidos de los africanos que añadían a Viva Franca (como ellos dicen) acabó de asegurarles y la animación con que se abrazaron repercutió en la ciudad.

De los sótanos salía la gente con velas sin acabar de creer que eran las deseadas columnas. El eco de todas estas alegrías llegaba hasta nuestra casa y llenas de gratitud al Señor fuimos a rezar el Te-Deum.

Al día siguiente oímos a los Jefes de los regulares que, gozosos de su hazaña, se apresuraban a levantar los ánimos de los habitantes de Oviedo anunciándoles su salvación. Tuvimos que abrirles también nuestra puerta y al ver la imagen de la Santísima. Virgen que teníamos en el recibidor central, nos conmovió la devoción con que besaban sus manos y sus pies y repetían Esta nos ha salvado.

Uno de ellos me dijo Madre, vamos a rezar algo juntos y rezamos el Ave María.

Es consolador el espíritu de fe que animaba a todos en este movimiento.

Decía uno de los militares de Oviedo. Se ha palpado la cooperación de la gente que ora. Hemos tocado la Providencia de Dios. Estábamos preparados para un sitio de 15 días y pudimos resistirlo tres meses. Dios ha dado unidad a todo el movimiento en España. Si no se levanta Galicia, no hubiera sido posible la defensa de Oviedo.

Si Oviedo no se suma al movimiento, estos miles de mineros hubieran invadido León y Castilla. Hemos presenciado toneladas de casos de Providencia de Dios. Por ejemplo, la explosión prematura de uno de nuestros cañones que podía haber hecho unos cuarenta muertos (personas que se encontraban a su alrededor y no causó ni un rasguño.

Fue constante la nota de piedad entre nosotros. En el puesto de mando, había un Sagrado Corazón (el cuadrito que nosotras mandamos). Se veía a los oficiales de Estado Mayor, rezando su rosario y si alguno trataba de hablarles entonces, decían no, espera un poco que estoy en el segundo misterio. Asimismo leían los Evangelios de Gomi. ñe sabido que uno de los ayudantes de Aranda, al tratar con una Superiora de uno de los conventos de clausura, piadosa y humorísticamente la reprendió, porque salió acompañada de dos religiosas. Basta con una, le dijo, las demás a orar. Así como nosotros llevamos tres meses sin relevo, así deben Vds. pelear con las armas espirituales sin relevarse. Realmente de la oración esperaban el triunfo y el Señor no quiso faltar a su promesa de oírla.

Aunque nos sentíamos más seguras, la tranquilidad completa no se
disfrutaba. Pocos días tardaron los mineros en insistir con sus tiroteos y sus deseos de cortar de nuevo la comunicación con Galicia.

En uno de estos días fue cuando nos alcanzó uno de los cañonazos del 35 que he dicho antes.

Por estas razones se comprendía que la lucha sería aún larga y nuestra permanencia allí ofrecía serios peligros. Me pareció la mejor solución salir con toda la Comunidad, y como esto no era fácil, seguí importunando al Señor con mi súplica, y resultó eficaz.

Las autoridades militares en su deseo de complacernos, concedieron el permiso, pero no me ocultaron los peligros de la salida y me proponían hacerla en varios grupos, a lo que yo no me resignaba. Así pasamos unos días hasta que apareció un gallego que hacía el servicio entre Oviedo y Mondoñedo, y se prestó a llevarnos.

No le faltaron dificultades al buen gallego para cumplir su compromiso, pero se arregló todo con la intervención del Sr. Obispo de Mondoñedo, hermano de la M. Bernarda Arribas que formaba parte de nuestra Comunidad.

Al fin salimos todas juntas el día 1 de noviembre acompañadas del sacerdote antes referido y de nuestro portero.

Una agradable y utilísima sorpresa nos tenía el Señor reservada para entonces, pues se presentó a nosotras un joven, sobrino de K. M. R. Madre General que dirigía el convoy militar y se ofreció, atentísimo, para todo lo que necesitásemos.

Aun cuando yo decidí el viaje para evitar los tremendos peligros en que aun estábamos en Oviedo, veía que corríamos al cruzar la línea de fuego, en que ya algún convoy había sido copado, y después del nuestro, otro tendría que sufrir los tiros resultando heridos algunos viajeros. A la Comunidad no se lo decía, sin embargo, así que figúrense mi emoción, cuando además de tener un Director de convoy tan afecto, un poco antes de arrancar, se presenta un militar de unos 50 años que preguntaba por la M. Montiel. Me di a conocer y me dijo estas palabras. Vaya V. tranquila M. Montiel, que no les pasará nada. Admirada, quise saber quien era él, pero amablemente me contestó que eso no me preocupara y se retiró de allí. A veces se me ocurre si sería algún santo de los muchos a quienes invocamos, pues ciertamente el modo sentencioso y seguro con que me dijo sus palabras, me infundieron una gran tranquilidad.

Nos pusimos en marcha y empezamos a meternos en línea de fuego, en las avanzadillas de los nuestros a través del Naranco, por
el camino recién abierto. De vez en cuando había que pasar sobre tablas, a modo de puentes, para salvar los desniveles del camino.

Rompía filas una camioneta de militares, y a continuación, a ciertos
metros de distancia, nuestro auto a la misma distancia detrás de nosotras, otra camioneta de militares y luego otro auto de viajeros etc. etc., los coches iban separados unos de otros para disimular el
blanco a los tiros de los rojos. Nuestros militares iban desde luego tirando para ahuyentar al enemigo y defender el convoy. Por supuesto llevábamos colchones y almohadas con las que nos cubríamos para libramos de las balas. Nuestros defensores de vez en cuando nos gritaban ct arriba los colchones a y nos acurrucábamos debajo de ellos. Todo el tiempo fuimos rezando el rosario y la jaculatoria bendita a Sagrado Corazón de Jesús se nos confió. Unas dos horas tardamos en llegar a Grado que es lo que se considera línea de fuego.

Para que no faltase una nota cómica, nuestro autobús, que era de los requisados por el ejército, llevaba un letrero que decía Ferias y Fiestas que bien parecía algo de esa clase por la enorme cantidad de cosas que encima habíamos cargado, pues además de los baúles con ropa, llevábamos fardos con unas 60 mantas.

A las 2 aproximadamente salimos de 0viedo y a las siete y media llegamos a Navia cambiando la decoración completamente para nosotras, pues a la tragedia pasada sucedía la paz y alegría que se veía en todas las partes dominadas por el ejército, y éramos objeto de agasajos y muestras de caridad hermosas. Por todas partes oíamos llamarnos las mártires de Oviedo.

En Navia pasamos una noche hospedadas en el convento de las Dominicas, alojamiento que ya nos encontramos preparado por un pariente de una de nuestras Madres que, providencialmente como todo lo de esta temporada, habíamos saludado en uno de los pueblos del trayecto, y que en su auto particular llegó antes que nosotras.

La cena fue todo lo mejor que aquellas caritativas religiosas pudieron, y tan espléndida y abundante, que se traslucía el deseo de saciar el hambre que hubiéramos podido pasar.

Al salir, la gente del pueblo nos colmó de obsequios y entre ellos una lata de miel que al subirla a la baca del coche se volcó y aún después de recoger en su chaqueta la mayor parte el pobre hombre, continuó goteando todo el camino.

A la mañana siguiente después de oír la Misa de nuestro improvisado Capellán salimos de nuevo y a las once y media estábamos en Mondoñedo. Nos dirigimos al Palacio Episcopal en cuya puerta nos esperaba el Sr. Provisor que nos dijo, el Prelado había tenido que ir a Ferrol con urgencia. Subí yo a la casa con la M. Bernarda, a quién con grande emoción, abrazó su anciana madre.

Allí teníamos sitio para tres y la dejó a ella con otra. Las demás acompañadas por el Sr. Provisor, fuimos al colegio de las Hermanas de la Caridad, vacío por estar las religiosas asistiendo a
los heridos de Asturias instalados en el Seminario. Solo había una Hermana delicada y una criadita. Pusieron a nuestra disposición toda la casa y quien nos hiciera los recados y compras necesarias.

Por supuesto, enseguida nos dejaron el Santísimo Expuesto con la bendición diaria, para lo que se prestó un Sacerdote del pueblo pues nuestro compañero de viaje continuó a León. El Sr. Obispo nos concedió esta gracia, pero advirtiéndonos que estuviéramos poco de rodillas por lo demacradas que nos encontraba. Nunca agradeceremos bastante a S. llma., a su buenísima madre el cariño y esplendidez con que nos agasajó. En cuanto me fue posible puse un telegrama a Nuestra Madre comunicándole nuestra momentánea residencia. Con la R. M. Provincial hablé por teléfono y me dijo vendría en seguida a recogernos y abrazarnos, lo que le agradecimos en el alma. Seis días estuvimos allí obsequiadas por todos.

J. Con las R. M. Provincial y M. Pilar Epalza continuamos nuestra peregrinación. Pasamos una noche en Villafranca del Bierzo, donde tan pronto como se dieron cuenta de que éramos religiosas, todos se desvivían por atendemos compadeciendo a las sitiadas de Oviedo. Nos hospedamos en el Hospital de religiosas Pastoras. Allí
fue a visitamos el Párroco y nos mandó una bandeja de dulces.

Muchas familias querían tenernos en sus casas pero como no conocíamos a nadie preferimos quedamos todas juntas, aunque las camas, mejor dicho, cunas, eran en menor número que las huéspedas. Desde allí continuamos a Salamanca donde se distribuyó mi rebaño entre Valladolid, Palencia y Burgos. Yo seguí a Coimbra y el día 13 de diciembre me embarqué para Roma a donde me llamaba a descansar con gran cariño Nuestra Madre.

Tuve el consuelo de recoger al pasar por Argel a la M. María Arribas y juntas vinimos. Mucho gusto tuve también al ver la Comunidad de Palermo en las pocas horas que allí se detuvo el barco, que nos recibieron con grandes muestras de amor, y no se diga nada del recibimiento que nos hizo Nuestra Madre General y
demás Comunidad de la Curia.

Aquí estoy ahora agradecidísima al Señor por la milagrosa y amorosísima providencia que he palpado en las difíciles circunstancias y grandes peligros en que nos hemos visto y también a tantas muestras de cariño de todas nuestras hermanas y muchos buenos amigos, esperando que el Señor de pronto el triunfo a nuestro heroico ejército, para volver a reunirme con mi Comunidad en Oviedo.

Las muchas delicadezas que he palpado del Señor me hacen confiar en que no le faltarían a nuestras hermanas que allí estén en peligro.

María Dolores Montiel A. C. J.

Roma. Festividad de S. José y de Nuestra Señora de los Dolores - 19 marzo 1937.

No hay comentarios:

Publicar un comentario