Hablemos, por ejemplo, de educación
La campaña electoral debería servir para discutir sobre el deseable y deseado pacto educativo, sus contenidos y sus dificultades. Es fundamental hacerlo a partir de un diagnóstico compartido sobre el actual sistema y su presupuesto
El 26 de junio, los españoles volveremos a votar. Como muchos de ellos, pienso que lo mejor habría sido no tener que repetir las elecciones. Como la mayoría de ellos también, prefiero que haya elecciones a que en este momento nos gobernara alguien que siguiera haciendo lo mismo que ha hecho durante cuatro años; o lo hiciera un Gobierno que no pudiera tomar ninguna decisión relevante por su extrema fragilidad parlamentaria.
En definitiva, me habría gustado que se hubiera abierto paso un Gobierno lo suficientemente fuerte para poder abordar las tres crisis que España tiene en este momento: la económica y social, la territorial y la política. Una crisis económica de la que no acabamos de salir y cuyo mayor exponente son los jóvenes que se enfrentan a la disyuntiva de no trabajar o hacerlo en precario, si es que no quieren abandonar nuestro país; o unos parados de tan larga duración que apenas recuerdan cuando tuvieron trabajo. Una crisis, también, de nuestro Estado autonómico, con el tema catalán en su epicentro, que una vez más parece que ha perdido efervescencia, pero que sigue ahí reclamando una reforma constitucional consensuada. Una desafección ciudadana, en fin, que está exigiendo un importante zarandeo a nuestro sistema político, aquejado de aluminosis.
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No ha podido ser. Y nos adentramos en una nueva campaña electoral en la que sería oportuno que se pudiera profundizar en alguna de las cosas que en esta breve legislatura se han empezado a discutir. Por supuesto, en materia educativa. Como algunos venimos sosteniendo desde el mismo momento de su aprobación, la ley Wert tiene sus días contados. De lo que se trata ahora es de que su final sea breve y lo menos traumático posible para nuestro sistema educativo.
Por poner un ejemplo de lo que quiero decir: no sería bueno repetir la fórmula que se ha seguido para arreglar el desastre en el que transformó la LOMCE nuestro actual sistema de acceso a la universidad. El Gobierno del PP impuso la celebración de una reválida para obtener el título de bachiller. Y añadió la obligatoriedad posterior de superar también unas pruebas de acceso a gusto de cada universidad. Rompía con el actual sistema que, entre otras ventajas, tiene que el aprobado de la selectividad en una universidad te abre las puertas para estudiar en otra siempre y cuando lo permitan tus notas, que, a estos efectos, tienen lo que podríamos llamar validez nacional. Pues bien, ahora el Gobierno del PP ha tenido que negociar con los rectores, que han conseguido que la futura reválida sea lo más parecido a las actuales pruebas de acceso. Eso sí, convertidas ahora en obligatorias para obtener el título de bachiller, con todos los inconvenientes educativos que de ello se deriva, y con carácter autonómico, es decir, despojadas de su carácter estatal.
La 'ley Wert' tiene los días contados, pero su final ha de ser lo menos traumático posible
Para no repetir un arreglo como el referido, sería conveniente que los partidos pudieran concretar en sus programas de qué hablan cuando insisten en paralizar o en derogar la ley Wert. Como lo sería que dotaran de contenido a la voluntad, que se ha convertido en un mantra políticamente correcto, de alcanzar un pacto educativo. Quizá por la vía de explicar, no solo lo que se quiere cambiar de la actual ley, sino también los objetivos prioritarios que un pacto de tal naturaleza debería incluir. O, por decirlo de otra manera, que las distintas formaciones incorporaran sus respectivos diagnósticos sobre nuestro sistema educativo actual. Porque para alcanzar un pacto educativo es fundamental partir de un diagnóstico compartido. Y no es fácil. No es fácil poner de acuerdo a quienes repiten machaconamente que los jóvenes saben cada vez menos con los que pensamos que tenemos que reformar algunos aspectos de nuestro sistema educativo, claro está, pero también que la actual es la generación mejor formada de nuestra historia. Entre otras cosas, porque las comparaciones no son evidentes. ¿Qué comparamos? ¿El 10% de los alumnos que acabaron el bachillerato superior en 1951 —el año en que yo nací— , a los 16 años como nuestra ESO, con el 75% que lo hacen ahora? No; no lo es tampoco porque algunas posiciones se basan en tópicos que parecen tallados en la roca. Un ejemplo: “La enseñanza secundaria se primariza. Los alumnos de los institutos no saben ortografía, ni poseen un vocabulario exacto y variado, ni conocimientos gramaticales, ni análisis lógico, ni método de exposición escrita u oral…” La cita podría haberse extraído de uno de los múltiples artículos publicados en España cada vez que se aborda el tema del nivel educativo de nuestros alumnos. No me digan que no les resulta actual. Pues bien; es de un libro publicado en Francia sobre la crisis de la cultura literaria en… 1929.
Ni tan siquiera es fácil compartir diagnóstico sobre el presupuesto que debemos dedicar a la educación en nuestro país. Estamos de acuerdo, eso sí, en que un aumento del gasto educativo no es condición necesaria y suficiente para garantizar una buena calidad de nuestra educación. Pero muy poco más. Veamos: el actual Gobierno ya ha hecho su propuesta económica para los próximos años. La ha enviado a Bruselas en forma de Programa de Estabilidad. En él se recoge la evolución que el PP establece para los gastos educativos, medidos en relación con el PIB, para el periodo que va desde el año actual hasta 2019. Una evolución decreciente, año a año, que parte del 3,89% del año 2016 para llegar al 3,76% al final del periodo considerado. Un porcentaje muy alejado del 5% que dedican de media los países de la Unión Europea. Un recorte de gasto que, a mi juicio, supone convertir a las futuras generaciones en seguras herederas de la actual crisis y renunciar a cambiar nuestro patrón de crecimiento.
Compartir el diagnóstico es el punto de partida fundamental para lograr un acuerdo de mejora
El Programa de Estabilidad, aprobado por el Consejo de Ministros, es un mal augurio para los que defendemos un pacto educativo que incluya también al PP. A cambio, nos permite recordar que no es cierto que no haya habido pactos en España en materia de educación. Las dos últimas leyes, la LOE del Gobierno de Zapatero, que modificó algunos aspectos de la LOGSE, y la ley Wert, nos hablan del tipo de consensos que se han dado en España en estos años de democracia: la LOE la votaron todos los grupos parlamentarios menos el del PP y la ley Wert la votó únicamente el PP, contra la opinión del resto de los grupos parlamentarios.
Estos días hablamos mucho de la decepción que se ha instalado en la sociedad española por tener que repetir las elecciones. Quizá la decepción hubiera sido menor si se hubieran expuesto con claridad las dificultades que existían para alcanzar los acuerdos necesarios y formar un Gobierno. Pues bien; la campaña electoral debería servir para discutir sobre el deseable y deseado pacto educativo: de sus contenidos y de sus dificultades. Por si acaso.
Alfredo Pérez Rubalcaba fue secretario general del PSOE (2012-2014) y ministro de Educación y Ciencia (1992-1993).
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