Los propios dioses
Isaac Asimov
1. Contra la estupidez...
-¡Es inútil! -exclamó Lamont, con brusquedad-. No he obtenido ningún resultado.
Su expresión sombría concordaba bien con las profundas cuencas de sus ojos y la leve simetría de su largo mentón. Aquella gravedad se advertía incluso en sus momentos de buen humor, y éste no era
uno de ellos. Su segunda entrevista formal con Hallam había sido un fracaso mayor que la primera.
-No exagere -dijo Myron Bronovski, con tono plácido-. Usted ya lo esperaba, según me dijo. Estaba tirando cacahuetes al aire y los cogía con sus labios gruesos mientras caían. Nunca fallaba. No era muy alto, ni muy delgado.
-Esto no lo convierte en agradable. Pero tiene razón, no importa. Hay otras cosas que puedo hacer y que estoy decidido a hacer y, aparte de eso, dependo de usted. Si por lo menos pudiera descubrir...
-No siga, Pete. Ya lo he oído otras veces. Todo lo que he de hacer es descifrar la mentalidad de una inteligencia inhumana.
-Una inteligencia sobrehumana. Esas criaturas del parauniverso están intentando hacerse comprender.
-Tal vez -suspiró Bronovski-, pero intentan hacerlo a través de mi inteligencia, que en ciertas ocasiones considero por encima de la humana, pero no demasiado. A veces, en plena noche, no puedo conciliar el sueño y me pregunto si inteligencias diferentes pueden llegar a comunicarse; o si he tenido un mal día, dudo de que la frase «inteligencias diferentes» tenga algún significado.
-Lo tiene -declaró Lamont, salvajemente, cerrando los puños dentro de los bolsillos de su bata.
Se refiere a Hallam y a mí. Se refiere a ese héroe de pacotilla, el doctor Frederick Hallam, v a mí. Somos inteligencias diferentes porque cuándo le hablo no me comprende. Su cara de idiota se pone cada vez más roja, sus ojos se hacen saltones y sus orejas se bloquean. Yo diría que su mente deja de funcionar, pero me falta la prueba de cualquier otro factor que pueda provocar esta interrupción de su funcionamiento.
Bronovski murmuró -Vaya manera de hablar del Padre de la Bomba de Electrones.
-Eso es. Considerado como el Padre de la Bomba de Electrones. Un nacimiento bastardo como el que más. Su contribución fue la menor en sustancia. Lo sé.
-Yo también lo sé. Me lo ha dicho usted a menudo -replicó Bronovski, tirando otro cacahuete al aire.
Tampoco esta vez falló.
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