EL
VALOR DE LA CIENCIA
Richard P. Feynman
De
cuando en cuando hay quien me sugiere que los científicos deberían
prestar mayor consideración a los problemas sociales; en especial,
que tendrían que ser más responsables al considerar el impacto de
la ciencia en la sociedad. Parece ser opinión general que si los
científicos se tomasen la molestia de prestar atención a estos
problemas sociales tan difíciles y no se pasaran tanto tiempo
tonteando con problemas científicos menos vitales, se obtendrían
grandes éxitos.
Tengo
la impresión de que nosotros sí reflexionamos en tales problemas de
cuando en cuando, pero que no les dedicamos la totalidad de nuestros
esfuerzos, por la razón, entre otras, de que no tenemos ninguna
fórmula mágica para resolver problemas sociales, de que los
problemas sociales son mucho más difíciles que los científicos, y
de que normalmente no llegamos a nada cuando reflexionamos en ellos.
Estoy
convencido de que cuando un científico examina problemas no
científicos puede ser tan listo o tan tonto como cualquier prójimo,
y de que cuando habla de un asunto no científico, puede sonar igual
de ingenuo que cualquier persona no impuesta en la materia. Dado que
la cuestión del valor de la ciencia no es una cuestión científica,
esta charla estará dedicada a demostrar la tesis que acabo de
exponer... predicando con el ejemplo.
A
todo el mundo le es familiar la primera de las formas en que la
ciencia es valiosa, a saber, que el conocimiento científico nos
permite hacer toda clase de cosas y construir toda clase de cosas.
Evidentemente, si hacemos cosas buenas, ello no solamente habrá de
acreditarse en la cuenta de la ciencia; el mérito será igualmente
de la elección moral que nos llevó a hacer obras buenas. El
conocimiento científico confiere un poder que nos capacita para
obrar bien o mal, pero no lleva instrucciones acerca de cómo
utilizarlo. Tal poder tiene un valor evidente —incluso aunque tal
poder pueda ser negado por lo que uno hace con él.
Supe
de una forma de expresar este problema humano tan común durante un
viaje a Honolulú. En un templo budista de allá, el encargado les
explicó a los turistas un poquito de la religión budista, y después
acabó su charla afirmando que tenía que decirles algo que no
olvidarían jamás —y que yo jamás he olvidado. Era un proverbio
de la religión budista:
A
cada hombre se le da la llave de las puertas del cielo; esa misma
llave abre las puertas del infierno.
¿Qué
valor tiene, pues, la llave de las puertas del cielo? cierto es que
si carecemos de instrucciones claras que nos permitan determinar cuál
es la puerta que da al cielo, y cuál al infierno, la llave puede ser
un objeto peligroso de utilizar.
Pero
es evidente que la llave tiene un valor: ¿cómo podremos entrar en
el cielo si carecemos de ella?
Las
instrucciones de uso carecerían de valor si no poseemos la llave. Es
evidente, pues, que a pesar de que puede producir enormes horrores en
el mundo, la ciencia tiene valor, porque puede producir algo.
Otro
de los valores de la ciencia es el disfrute —el llamado gozo
intelectual— que algunas personas sienten al leer y reflexionar en
ella, o que experimentan al trabajar en ella. Es éste un aspecto
importante, un aspecto, que no es
suficientemente
considerado por quienes nos dicen que es responsabilidad nuestra
reflexionar sobre el impacto de la ciencia en la sociedad.
¿Tiene
este disfrute personal algún valor para la sociedad en su conjunto?
¡No! Pero es también una responsabilidad considerar el papel de la
sociedad propiamente dicha. ¿Será este papel organizar las cosas
de modo que los individuos puedan disfrutar de ellas? En tal caso,
gozar de la ciencia es tan importante como cualquier otra cosa.
No
quisiera, empero, subestimar el valor de la concepción del mundo
resultante del esfuerzo científico. Hemos sido llevados a imaginar
toda suerte de cosas infinitamente más maravillosas que las
visiones de los poetas y soñadores del pasado. Muestra que la
imaginación de la naturaleza es mucho, muchísimo mayor que la
imaginación del hombre. Por ejemplo, ¡cuánto más notable es que
todos nos hallemos sujetos —la mitad de nosotros, cabeza abajo—
por una misteriosa atracción a una bola que gira sobre sí misma; a
una bola que ha estado rodando por el espacio durante miles de
millones de años, que la metáfora de que somos llevados a lomos de
un elefante sostenido por una tortuga que nada en un mar sin fondo!
Han
sido tantas las veces que he pensado estas cosas en solitario, que
confío en ser disculpado si les recuerdo este tipo de pensamiento,
que estoy seguro que tantos de ustedes han tenido, más que nadie
podría haber tenido en el pasado, porque no se tenía entonces la
información que hoy tenemos sobre el mundo.
Por
ejemplo, estoy solo, a la orilla del mar, y empiezo a pensar.
He
ahí las olas presurosas
montañas
de moléculas
cada
una, estúpidamente ocupada en lo suyo,
separadas
por trillones
y
empero,
formando
al unísono la blanca espuma.
Edades
sobre edades,
antes
que ojo alguno pudiera ver;
año
tras año
golpeando
atronadoras en la playa, como ahora.
¿Para
quién? ¿Para qué?
En
un planeta muerto
sin
vida que entretener.
Jamás
en reposo
torturadas
por la energía
prodigiosamente
derrochada por el Sol
a
raudales vertida en el espacio.
Una
pizca hace rugir al mar.
En
lo profundo del mar
unas
de otras
repiten
las moléculas las pautas todas
hasta
formar otras nuevas y más complejas.
Crean
otras a ellas semejantes
y
da comienzo así una nueva danza.
Y
al creer en tamaño y complejidad
seres
vivos
masas
de átomos
ADN,
proteínas
que
trazan una danza aún más intrincada
Salimos
de la cuna,
pisando
tierra firme
helos
aquí plantados y erectos:
átomos
provistos de consciencia;
materia
dotada de curiosidad.
Plantado
frente al mar
se
pregunta por qué se pregunta: Yo
un
universo de átomos
un
átomo en el universo.
La
misma emoción, el mismo respetuoso temor, el mismo misterio vuelve
a aparecer una y otra vez cuando miramos algo con suficiente
profundidad. Y con el mayor conocimiento llega un misterio más
profundo y maravilloso, que nos incita a penetrar en él más
hondamente todavía. Sin sentir jamás el temor de que la respuesta
puede resultar decepcionante, con placer y confianza damos la vuelta
a cada nueva piedra que nos encontramos, descubriendo lo
inimaginadamente extraño, que conduce a más maravillosas
cuestiones y misterios —¡una gran aventura, ciertamente!
Es
cierto que son pocas las personas no científicas que experimentan
este tipo particular de experiencia religiosa. Nuestros poetas no
escriben sobre ella; nuestros pintores no tratan de plasmar esta
cosa tan notable. No sé por qué. ¿Acaso a ninguno inspirará la
imagen que del universo hoy tenemos? Este valor de la ciencia sigue
sin ser cantado por los poetas; uno se ve reducido no a escuchar una
canción o un poema, sino una lección vespertina sobre ella.
Todavía no es la nuestra una edad científica .
Tal
vez una de las razones de este silencio sea que es preciso saber
leer su música. Por ejemplo, el artículo científico puede decir,
«El contenido de fósforo radiactivo del cerebro de la rata decrece
a la mitad en un periodo de dos semanas». Ahora bien, ¿qué
significa tal cosa?
Significa
que el fósforo que hay en el cerebro de la rata —y también en mi
cerebro, y en el suyo— no es el mismo fósforo que había en él
hace dos semanas. Significa que los átomos del cerebro están
siendo reemplazados: los que antes se encontraban allí se han ido.
Observar
que eso que yo llamo mi individualidad es tan sólo una
configuración, una danza; eso es lo que lo significa el
descubrimiento de lo que tardan los átomos del cerebro en ser
reemplazados por otros átomos. Los átomos llegan a mi cerebro,
danzan en él su danza y después se van —hay siempre nuevos
átomos, pero danzan siempre la misma danza, recordando cómo era la
danza de ayer.
Cuando
leemos algo sobre este asunto en el periódico, dice: «Los
científicos afirman que este descubrimiento puede ser un hito
importante en la curación del cáncer.» Al periódico tan sólo le
interesa la utilidad de la idea, no la idea en sí misma. A duras
penas puede nadie comprender la importancia de una idea, tan
notable
es. Salvo que, posiblemente, algunos niños puedan captarla. Y
cuando un niño capta una idea como ésa, tenemos un científico. Ya
es para ellos demasiado tarde captar ese espíritu cuando se
encuentran en nuestras universidades; debemos pues explicar estas
ideas a los niños.
Quisiera
dirigir ahora mi atención a un tercer valor que tiene la ciencia.
Es un poco menos directo, pero no mucho. El científico tiene una
amplísima experiencia de ignorancia, de duda, de incertidumbre, y
en mi opinión, tal experiencia de ignorancia, de duda, de
incertidumbre, y en mi opinión, tal experiencia es de la mayor
importancia. Cuando un científico desconoce la solución de un
problema, es ignorante. Cuando tiene una corazonada sobre cuál va a
ser el resultado, siente incertidumbre. Y aún cuando esté
francamente seguro de cuál va a ser el resultado, todavía le queda
alguna duda. Hemos descubierto que para poder progresar es de
fundamental importancia saber reconocer nuestra ignorancia y dejar
lugar a la duda. El conocimiento científico es un cuerpo de
enunciados que tiene diversos grados de certidumbre. Algunos son
sumamente inseguros, algunos casi seguros, pero ninguno es
absolutamente cierto.
Ahora
bien, nosotros los científicos estamos habituados a ello, y damos
por hecho que es perfectamente consistente tener inseguridad, que es
posible vivir y no saber. Aunque no sé si todos se dan cuenta de
que esto que digo es cierto. Nuestra libertad de dudar nació de una
lucha contra la autoridad en los primeros tiempos de la ciencia. Fue
una lucha muy profunda y vigorosa: se nos ha permitido cuestionar,
dudar, no estar seguros. Me parece importante que no olvidemos esta
lucha y perder quizás lo que hemos ganado. He aquí una
responsabilidad social.
Nos
entristecemos cuando pensamos en las maravillosas potencialidades
que los seres humanos parecen tener y las contrastamos con lo
diminuto de sus logros. Una y otra vez se ha pensado que podríamos
hacerlo mucho mejor. Quienes vivieron tiempos pasados vieron en la
pesadilla de sus tiempos un sueño para el futuro . Nosotros, que
estamos en su futuro, vemos que sus sueños, rebasados en ciertos
aspectos, siguen siendo sueños en muchísimos otros. Las esperanzas
para el futuro siguen siendo hoy, en buena parte, las mismas de
ayer.
Se
pensó en cierta ocasión que las posibilidades que tenían las
personas no se habían desarrollado debido a la ignorancia. Con
educación universal, ¿podrían todos los hombres ser Voltaire? Lo
malo puede ser enseñado por lo menos tan eficientemente como lo
bueno. La enseñanza es una fuerza muy poderosa, pero lo es tanto
para lo bueno como para lo malo.
La
comunicación entre las naciones habría de facilitar su
entendimiento —así rezaba otro sueño. Pero las máquinas de
comunicación pueden ser manipuladas. Lo que se comunica puede ser
verdad o mentira. La comunicación es una fuerza poderosa, pero
tanto lo es para lo bueno como para lo malo.
Las
ciencias aplicadas deberían liberar al hombre de los problemas
materiales, cuando menos. La medicina controla la enfermedad. Y aquí
el registro parece ser enteramente para lo bueno. Empero, no faltan
quienes trabajan pacientemente para crear grandes plagas y venenos,
a utilizar en la guerra del mañana.
A
casi nadie le gusta la guerra. Nuestro sueño de hoy es la paz. En
la paz es donde el hombre puede desarrollar mejor las enormes
potencialidades que al parecer tiene. Pero tal vez los hombres del
futuro encuentren que también la paz puede ser buena y mala. Tal
vez los hombres pacíficos se entreguen a la bebida, por aburrimiento.
Tal vez entonces la bebida se convierta en el gran problema que
parezca impedir al hombre lograr de sus facultades tanto como éste
cree que debería.
Como
es obvio, la paz es una gran fuerza, como lo son la sobriedad, el
poder material, la comunicación, la educación, la honestidad y los
ideales de muchos soñadores. Tenemos más de esas fuerzas a
controlar que los antiguos. Y tal vez estemos haciéndolo un poco
mejor de lo que la mayoría de ellos podían. Pero lo que deberíamos
poder hacer se nos antoja gigantesco en comparación con lo confuso
de nuestros logros.
¿Por
qué es esto? ¿Por qué no podemos conquistarnos a nosotros mismos?
Porque
nos encontramos con que incluso las grandes fuerzas y facultades no
parecen ir provistas de instrucciones claras sobre cómo
utilizarlas. Por ejemplo, la gran comprensión acumulada en lo
atinente al mundo físico solamente nos convence de que tal conducta
parece tener una especie de sinsentido. Las ciencias no enseñan
directamente lo bueno y lo malo.
A
través de todas las edades pasadas, la humanidad ha tratado de
sondear el significado de la vida. Ha comprendido que de poder
conferir a nuestras acciones alguna dirección o significado, se
desencadenarían grandes fuerzas humanas. Y en consecuencia,
muchísimas han sido las respuestas que se han dado al problema del
significado de todo. Pero las respuestas han sido de toda clase de
suertes, y los proponentes de una respuesta han contemplado con
horror las acciones de los creyentes en otras; con horror, porque a
resultas de una discordancia en el punto de vista todas las grandes
potencialidades de la raza quedan canalizadas y confinadas en un
callejón falso y sin salida. De hecho, ha sido a partir de la
historia de las enormes monstruosidades creadas por las falsas
creencias como los filósofos han comprendido las infinitas y
maravillosas capacidades de los humanos. El sueño consiste ahora en
descubrir el canal abierto.
¿Cuál
es, entonces, el significado de todo ello? ¿Qué podemos decir para
desvelar el misterio de la existencia?
Si
tomamos todo en cuenta —no solamente lo que sabían los antiguos,
sino todo lo que hoy sabemos que no conocían— me parece entonces
que hemos de admitir francamente que no lo sabemos.
Pero
hacer tal admisión, probablemente hayamos encontrado el canal
abierto.
No
es ésta una idea nueva; ésta es la idea de la era de la razón.
Tal era la idea que guió a los hombres que crearon la democracia
bajo la que hoy vivimos. La idea de que nadie sabía verdaderamente
cómo se dirige un gobierno condujo a la idea de que se debería
establecer un sistema mediante el cual las ideas nuevas pudieran ser
desarrolladas, ensayadas y arrojadas por la borda en caso necesario;
un sistema que permitiera introducir todavía más ideas nuevas; un
sistema, en definitiva, basado en tanteos, en el ensayo y el error.
Tal método sobrevino a resultas de que a fines del siglo XVIII la
ciencia estaba empezando ya a mostrar que era empresa venturosa.
Incluso en aquella época, a quienes reflexionaban en los fenómenos
sociales le resultaba obvio que la apertura de posibilidades era una
oportunidad que la duda y la discusión eran esenciales para
progresar y penetrar en lo desconocido. Si queremos resolver un
problema jamás resuelto anteriormente, tenemos que dejar
entreabierta la puerta a lo desconocido.
Nos
encontramos en los comienzos mismos de la era de la raza humana. No
es irrazonable que tengamos o que tropecemos con problemas. Pero hay
decenas de miles de años en el futuro. Es responsabilidad nuestra
hacer lo que podamos, aprender lo que podamos, mejorar las
soluciones, y transmitirlas a nuestros sucesores. Es responsabilidad
nuestra dejar las manos libres a las gentes futuras. Hallándonos
como estamos en la impetuosa juventud de la Humanidad, podemos
cometer graves errores que paralicen nuestro crecimiento durante
largo tiempo. Y así sucederá si afirmamos tener y a las
respuestas, cuando tan grande es nuestra juventud y nuestra
ignorancia. Si suprimimos toda discusión, toda crítica,
proclamando, «¡He aquí la respuesta, amigos míos; el Hombre está
salvado!» condenaremos durante largo tiempo a la Humanidad, la
encadenaremos a la autoridad, la confinaremos a los límites de
nuestra imaginación presente. Ya se ha hecho antes muchas veces.
Es
responsabilidad nuestra como científicos, sabedores del gran
progreso que emana de una satisfactoria filosofía de la ignorancia,
del gran progreso que es fruto de la libertad de pensamiento,
proclamar el valor de esta libertad; enseñar que la duda no ha de
ser temida, sino bienvenida y discutida, y exigir esta libertad como
deber nuestro hacia todas las generaciones venideras.
Richard
P. Feynman
No hay comentarios:
Publicar un comentario