La disfagia consiste en tener dolor o dificultades graves al tragar. El sufrimiento que causa podría ser aliviado si la sociedad le prestara la atención suficiente
YA LO DIJO León Tolstói en el celebérrimo comienzo de su novela Anna Karenina: “Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada”. Muy cierto; la dicha es un estallido de plenitud y de armonía bastante semejante para todos. Pero la pena es tremendamente creativa y puede devorarte de distintas maneras. La desgracia tiene muchas formas y a menudo dependen del contexto. Quiero decir que hay algunas tragedias que una mayor sensibilidad social podría corregir o paliar. Como, por ejemplo, el terrible dolor psíquico, que se incrementa con el rechazo a quienes sufren dolencias mentales. O las enfermedades raras que no consiguen fondos suficientes para que se investigue su curación (por cierto: conmovedor el libro Mi hijo, mi maestro, de Isabel Gemio, madre de un niño que padece la cruel distrofia muscular). O personas en riesgo de exclusión que además son despreciadas y ninguneadas por su entorno, como la gente sin techo, las prostitutas o los ciudadanos con escasos recursos, víctimas de ese nuevo fenómeno del odio a los pobres, la aporofobia, que ha definido lúcidamente la filósofa Adela Cortina.
Todas estas reflexiones vienen al hilo de un problema del que me ha informado la presidenta de la Sociedad Médica Española de Foniatría, María Bielsa Corrochano. Se trata de una tragedia muy común, de un terrible sufrimiento que podría ser aliviado de forma sustancial si la sociedad le prestara la atención suficiente. Me refiero a la disfagia, que consiste en tener dolor o dificultades graves al tragar que provocan el rechazo a comer y otras complicaciones como atragantamientos, tos, neumonías o desnutriciones que llegan a causar la muerte. Los tumores de cabeza y cuello tienen una supervivencia muy alta, más del 75%, pero en muchos de ellos (entre el 38% y el 50%) la quimio y la radio provocan disfagia. Tener que alimentarte con exasperante lentitud por medio de una asquerosa papilla marrón se convierte en una tortura; aísla a los enfermos, que no salen de casa y terminan renegando de su supervivencia. Y no son sólo los pacientes oncológicos quienes sufren este mal: también puede aparecer tras un ictus (del 37% al 78%), con el párkinson y el alzhéimer (hasta un 85% en fases avanzadas) y, por añadidura, en la vejez: en ancianos institucionalizados, más del 50%.
Pues bien, pese a esta prevalencia y este martirio, dice la doctora Bielsa, “la disfagia está infradiagnosticada y poco reconocida por la sociedad y por los responsables de la sanidad, ya que se considera un síntoma y no una entidad en sí misma. En pocos hospitales hay un protocolo para prevenir disfagia en pacientes vulnerables, ni siquiera en consultas de neurología, y menos, por supuesto, en residencias de ancianos”. El horror, en fin. Y un horror, además, estúpidamente innecesario, porque hay formas fáciles y baratas de mejorar su calidad de vida.
Ayer sábado acabó en Talavera de la Reina el XXIV Congreso Nacional de la Sociedad Médica Española de Foniatría, que ha estado centrado, precisamente, en la disfagia y sus posibles alivios. “La cocina está de moda y existen numerosos productos, espesantes, gelatinas, espumas, aires, que permiten tragar sin riesgo”, explica Bielsa Corrochano: “Además, la comida puede ser atractiva en olor, sabor y presentación sabiendo cómo elaborarla”. En el congreso se presentó el libro de recetas ¿Y qué como?, publicado por la Asociación Española de Pacientes de Cáncer de Cabeza y Cuello, y se hicieron talleres de cocina con el chef talaverano Carlos Maldonado para crear menús atractivos y seguros que los pacientes puedan comer en un restaurante, igual que un celiaco o un vegetariano.
Es un tema terrible, lo sé, y un problema cruel del que yo no era consciente, pese a su notable incidencia. Al final, lo más importante es el conocimiento: “Hay que sensibilizar a los pacientes y a las familias para que reconozcan los síntomas y al personal sanitario para que lo prevenga y atienda adecuadamente”. Hay desgracias así, capciosas y escondidas. Qué maravilla que existan estos médicos de la Sociedad de Foniatría, que no se resignan a la invisibilidad y nos abren los ojos.
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