martes, 16 de julio de 2019

No hay más gloria que ser niño

Con frecuencia leo "La gloria de don Ramiro", escrita por Enrique Larreta  comenzando el siglo XX y ambientado en tiempos de Felipe II.

Quien lo lea entenderá el motivo de haberlo releído aquel día de 1964, al observar aquella niña de ojos verdes a la puerta de su casa.

Así comienza:

PRIMERA PARTE I
Ramiro solía quedarse hasta la noche en el último piso del torreón, escuchando los cuentos y parlerías de las mujeres. Allí terminaba la tiesura solariega. Allí se canturriaba y se reía. Allí el aire exterior, en los días templados, entraba libremente por las ventanas, trayendo vago perfume de fogatas campesinas y el sordo rumor de los molinos y batanes en el Adaja. ¡Qué holganza para el niño hallarse lejos de la facha torva del abuelo, y encima de aquellas cuadras silenciosas del caserón, donde se acostumbraba encender velones y candelabros durante el día! Cuadras sólo animadas por las figuras de los tapices; fúnebres estrados, brumosos de sahumerio, que su madre, vestida siempre de monjil, cruzaba como una sombra. Las criadas le querían de veras. Todas miraban con respetuosa ternura al párvulo triste y hermoso que no había cumplido aún doce años y parecía llevar en la frente el surco de misterioso pesar. Todas rivalizaban en complacerle, en agasajarle. Durante el trabajo, entre el zumbo de las ruecas, se hablaba de cosas fáciles que él comprendía, y, casi siempre, al anochecer, se contaban historias. Añejas historias, sin tiempo ni comarca. Unas sombrías, otras milagreras y fascinadoras. Consejas de tesoros ocultos, de agüeros, de princesas, de ermitaños. Una vieja esclava, herrada en la frente, sabía cuentos de aparecidos. Ramiro la escuchaba con singular atención, cada vez más goloso de pavura y de misterio. La estancia era un vasto recinto que ocupaba casi todo el plano de la torre. Las vigas no habían perdido el oro de la añosa pintura, y la faja de escudos nobiliarios, que corría en lo alto de las cuatro paredes, lucía intacto su tinte de gules y sinople. En el rincón más obscuro dormía un antiguo telar descompuesto. No se había pensado nunca en repararlo, y se le dejaba apolillar y cubrirse de telaraña, conservando todavía entre sus maderos, los hilos de una estameña comenzada, quizá, en el reinado anterior. En el grosor de las paredes, cada ventana formaba un hueco profundo, con sendos poyos de piedra. Ramiro se sentaba de costumbre sobre uno de ellos, y pasaba las horas largas mirando hacia afuera, con el codo apoyado en el alféizar. Una de las ventanas, la que abría hacia el nordeste, dominaba casi todo el caserío. Desde aquella altura, Avila de los Santos, inclinada hacia el Adaja y ceñida estrechamente por su torreada y bermeja muralla, más que una ciudad, semejaba gran castillo roquero. El niño oteaba los corrales y los patios, el interior de los conventos, el caparacho de las iglesias. A corta distancia, en el sitio más eminente, la catedral levantaba su torreón de fortaleza, almenado y pardusco. Desde la otra ventana se disfrutaba de una vista grandiosa: el Valle-Amblés, toda la nava, toda la dehesa, el río, las montañas. Fuera de los sotos ribereños, la vegetación era escasa. Raras encinas, negras a distancia, moteaban apenas los pedregosos collados. Paisaje de una coloración austera, sequiza, mineral, donde el sol reverberaba extensamente. Paisaje huraño y apacible como el alma de un monje. Vivo resplandor revelaba a trechos, entre fresnos y bardagueras, el curso del Adaja, esparcido sobre la arena como galón de plata que se deshila. En el fondo, la sierra de Avila levantaba sus picos más altos chapados de nieve. De ordinario, un bulto de nubes asomaba por detrás de la Serrota o del Zapatero, como vapor de una olla, sombreando los picachos y suspendiendo sobre la falda largos vellones horizontales. Aquella tarde las mujeres aderezaban ropas de iglesia. Sentadas en redondeles de esparto, extendían sobre el suelo las viejas vestiduras, cambiando el hilo desdorado, rehaciendo la raída guirnalda, el símbolo eucarístico, la orla de santos; y, a veces, también, alguna alcoránica leyenda deslizada en la estofa por el obrero morisco. Era un trabajo piadoso. Aquellos ternos y frontales pertenecían a los conventos. Los monjes aseguraban que cada puntada equivalía para Dios a una cuenta del rosario. Había góticos terciopelos que se plegaban angulosamente, terciopelos acartonados y finos del tiempo de Isabel y Fernando, donde una línea segura iba inscribiendo el tenue contorno de una granada sobre el fondo verde o carmesí; donosas telas de plata que parecían aprisionar entre la urdimbre un viejo rayo de luna; brocados y brocateles amortecidos por el polvillo del tiempo, a modo de vidrieras religiosas. El resplandor del poniente prestaba rara vislumbre a todos aquellos ornamentos, iluminando de soslayo las sedas multicolores, cuyos tintes vinosos habían madurado como zumos añejos en los cajones de las sacristías. La luz se apagaba en el cielo. Soplos de sombra cenicienta parecían llegar del exterior y posarse en la estancia. Ramiro, asomado a una de las ventanas, miraba morir el crepúsculo. En el fondo de las callejas ya era de noche. Purpúreo reflejo bañaba en lo alto las almenas de la muralla, prestando un rubor de coral al tronco de uno que otro pino en los huertos. La ventana de una casa frontera acababa de alumbrarse, y veíase ir y venir, por delante de la luz, la sombra de un hidalgo que rezaba sus Horas. Vasta tristeza flotaba sobre la ciudad guerrera y monacal, y, en medio de aquel recogimiento, el niño creyó escuchar un coro lejano, un himno alucinante. Eran acaso las monjas agustinas. Por momentos, un hálito sagrado parecía pasar entre las voces y estremecerlas como llamas de cirios. Ramiro recordó las descripciones que su madre le hacía del Paraíso y del Purgatorio. Casi todas las tardes, antes del toque de oraciones, se presentaba en la cuadra un viejo escudero.

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