Melville, fanatismo y depresión
El creador de 'Moby Dick' no mereció morir en la oscuridad ni autoinfligirse el silencio de un anacoreta confinado en una oficina de aduanas
Mucho es lo que la literatura estadounidense debe a Herman Melville. A él y a Nathaniel Hawthorne, con quien compartió una atormentada amistad y con quien construyó el canon más solemne de la literatura del país. De Melville proceden, por emanación casi plotiniana, Nathaniel West, William Gaddis, buena parte de la concepción literaria de Faulkner, John Barth o Thomas Pynchon. No mereció morir en la oscuridad ni autoinfligirse el silencio de un anacoreta confinado laboralmente en una oficina de aduanas. Su carácter cascarrabias (squaller) y su propensión a la digresión filosófica le llevaron a la oscuridad del olvido. Doscientos años después de su nacimiento, hay que esperar que el universo (mercado) literario le reconozca hoy lo que no supo apreciar en 1891.
Melville profundizó hasta la asfixia en las profundidades del fanatismo y la depresión, dos virus sociales cuya propagación detectó con inquietante antelación. El capitán Ahab es “el más grande de los blasfemos”, pero en Moby Dick el mal y el bien —una inocencia que nadie describió como Melville— están entretejidos. A veces, ni siquiera son discernibles. Priestley recordaba con pesar alguna de las deficiencias técnicas de Moby Dick. Pero en sus mejores momentos (el comienzo, la persecución de la ballena blanca, el apocalipsis final) está a la altura de las mejores y supera a casi todas en emoción y en percepción del horror por el mal que no puede detenerse ni ser detenido. El hombre y la ballena están protegidos por la profesionalidad del ballenero, que lleva a la muerte del animal, pero protege el orden sagrado: “Cuando se arponea a la ballena, hay que seguir su rastro; cuando se hunde, hay que esperarla, y cuando emerge, hay que atacarla de nuevo”. Ese es el orden que Ahab mancha con su venganza demoniaca.
Bartleby traslada el horror del vacío y del fanatismo a la extrañeza del mundo que se disuelve en presencia del escribiente. El I Would Prefer Not To de Bartleby prefigura el nihilismo depresivo que corroe las fuerzas de cohesión social. Cuando Melville sugiere que Bartleby salió desquiciado de su paso por la Oficina de Cartas Muertas de Washington, cierra el rumor con una frase compacta y definitiva: “On errands of life, these letters speed to death”. Nadie, solo el fatum, sabe cuando la vida se convierte en muerte.
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