domingo, 24 de febrero de 2019

Lourdes Álvarez, poeta

Lourdes Álvarez, la maestra y el tiesto de cartulina colorada

La poetisa recuerda el trabajo manual que unió al grupo de niñas de la escuela de la Güeria de Urbiés (Mieres) 
El asturiano en burocracia y en poesía y un paso por la enseñanza

30.06.2013 | 00:00

Lourdes Álvarez, a los 10 años, en la Güeria d´Urbiés (Mieres).

La poeta Lourdes Álvarez evoca el mes de sus 10 años en que, junto a sus compañeras de escuela, hacer una manualidad sirvió para unir un grupo en un objetivo en el que se mezclaron el trabajo, el ingenio y la diversión.
Aquel viernes estaba acabando la primavera de 1971 y entraba el sol por las ventanas del Colegio Público de la Güeria de Urbiés (Mieres). El aula de las chicas acogía a unas cuarenta alumnas de cuarto a octavo de Educación General Básica partiendo el espacio rectangular en tres y agrupándolas por edades. Las mesas y pupitres eran diferentes y se ordenaban dándose la espalda unos cursos a otros.

Al frente de aquella clase de niñas de 6 años a chicas de 16 estaba la maestra Luzdivina Sandín, zamorana, severa, que pegaba con la mano y castigaba a ponerse de rodillas sosteniendo un libro con la izquierda y escribiendo con la derecha. Era pequeña, siempre llevaba zapatos de tacón y pelo cardado y su gesto serio daba miedo a Lourdes Álvarez García, de quinto curso, 10 años, alta para su edad, activa, espontánea, inocente, feliz y con ganas de aprender y de ser grande.

A Lourdes le gustaba cantar, silbar y provocar el eco debajo de los puentes sobre los que pasaba la cinta del carbón. No le gustaba guardar las gallinas pero sí ir delante de las vacas si se araba o sembraba e ir a buscar la yegua al monte, aunque era muy falsa y mordía. Le encantaba vestir pantalones y llevar el pelo suelto, pero a la escuela había que ir de falda y con el pelo recogido en cola de caballo o en dos moños.

Esa tarde la maestra iba a calificar la manualidad que había encargado, un trabajo igual para las alumnas de cuarto y quinto y para las de sexto, séptimo y octavo: un tiesto en cartulina con su plato y todo.

América Álvarez, Josefina Rodríguez, Anita Rozada, Consuelo García, Josefina García, María Jesús Iglesias, Begoña Gutiérres, Griselda Álvarez, Ana Paradela y Lourdes pasaron un mes reuniéndose para hacer aquel tiesto y también para jugar al escondite, saltar a la goma y a la comba cantando «cuquiellu, marmiellu, paliquín d'escoba, cuántos años falten para la mi boda». Todas las niñas del grupo de Lourdes eran de la Güeria, del Pedreru y de la Molinera.

A la maestra no le gustaba que hablaran en asturiano y decía que sus padres no sabían hablar ni comer y que vivían encima de los establos.

Los padres de Lourdes eran muy exigentes en los estudios y en la responsabilidad con los demás. Paulino era minero de Hulleras del Norte de la Hueria de Urbiés, Minas de la Hueria. Paulino no era de chigre salvo cuando había partido y todos se reunían ante el único televisor del pueblo. Esos días traía globos.

Amor, la madre de Lourdes, llevaba la tierra y la casa -y cuando hacía falta la casa de los abuelos- con la resolución y largura precisas para toda esa carga.

Muchos días la abuela Lourdes daba el almuerzo a la niña y a su nieta le encantaba porque no la obligaba a comer lo que no le gustaba.

Lourdes tenía dos hermanos mayores: Senen, de 24, que trabajaba en la mina y ya no estaba en casa, y Araceli, de 20, que estaba casada y había emigrado a Alemania.

En casa de Lourdes, como en toda la Güeria, vivían de la mina y de la huerta y los prados y eso estaba en los olores de la hierba -recién segada, o después de la tormenta o en el pajar- en el cuchu de la cuadra, en la humedad inseparable del carbón.

La casa era nueva, de 1961, cuadrada, con sótano, planta y piso y una finca alrededor con manzanos, guindales, una cerezal, un nisal. En la cuadra se guardaban siete vacas, una yegua y un cerdo. Tenían payar, diez gallinas y en la huerta fréjoles y arbeyos.

Para la construcción del tiesto de cartulina, las niñas habían dado guerra a sus padres, hecho algunos planos, cambiado de casa o de hórreo cada tarde durante un mes para sus reuniones y ya habían fracasado en intentar aquel semicono sacrificando un par de cartulinas.

Querían hacer un buen tiesto y ganar a las mayores pero no sabían cómo, no tenían plantilla, no había forma de conseguir aquella curva en disminución. Las mayores iban más avanzadas, lo habían visto.

Hasta que, ya apremiadas por el tiempo, dieron con un tiesto partido y lo usaron como horma, recortaron la cartulina colorada y le hicieron un plato de cartón y las flores de un papel que había envuelto algún regalo de una de ellas y las pegaron al tiesto y al plato.

Con unos cables de colores que se usaban en la mina hicieron tallos de flor, en la parte alta liaron un nudo y de ahí al extremo, sobre los filamentos pelados y abiertos, hicieron unos pétalos con papel de seda de distintos colores.

La tarde de finales de la primavera de 1971 la maestra se acercó a ver el tiesto, que estaba en una mesa en el centro del grupo. Quedaba muy aparente aunque tenía las imperfecciones propias del trabajo de unas niñas de 10 años y de su incapacidad para verlas y remediarlas.

Doña Luzdivina no traía la cara severa sino una vis relajada y contenta y ensalzó aquella manualidad porque era el tiesto más bonito, el más trabajado y el más original. El mejor.

Así fue cómo las diez niñas de cuarto y quinto de EGB ganaron a las mayores y vieron durante días expuesto en la escuela el tiesto florido que las había unido en un objetivo y durante un mes les había dado trabajo, risas, juegos y empeño.



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