María Teresa me envía esta nota de prensa que le agradezco.
Severo Ochoa, memoria y olvido
Hoy se cumple un cuarto de siglo del fallecimiento del científico asturiano más brillante, «una figura completamente relegada durante mucho tiempo» a pesar del Nobel
Amante de los coches, aquel día de octubre de 1959 Severo Ochoa conducía a toda prisa por las calles de Manhattan, camino de su casa en el barrio de Queens. Hasta que le dio el alto un policía dispuesto a ponerle una dolorosa. Entonces, el asturiano universal, ciudadano español y norteamericano, le explicó que, con los nervios, no se había dado cuenta de lo rápido que iba. «¿Y por qué está usted tan nervioso?», quiso saber el agente. «Porque me acaba de llegar un telegrama de Suecia donde me comunican que me han concedido el premio Nobel de Medicina y voy a contárselo a mi mujer», respondió él.
-Ah... ¿Y por qué se lo han dado?
-Por la la síntesis del ácido ribonucleico.
Así que, tras unos segundos de incómodo mutismo, el incidente se saldó con un: «Bueno, pase por esta vez».
Entre esa imagen y aquella otra en la que un furgón fúnebre trasladaba los restos del investigador desde Madrid a Luarca sin acompañamiento y con una parada del conductor para comer en un restaurante de la carretera de La Espina que dejó el vehículo con sus restos mortales varado en el parking, media una carrera que dio con una de las llaves para decodificar la información que todos llevamos en el ADN, abriendo camino a miles de equipos bioquímicos y de biología molecular que trabajan en laboratorios de todo el planeta buceando en las claves de la vida.
Hoy se cumplen 25 años de la desaparición de aquel hombre que descifró los secretos del genoma. Le visitó la muerte en la habitación 5C de la clínica madrileña de La Concepción, sin apenas hacer ruido, sereno y consciente, con la misma elegancia con la que vivió, mientras escuchaba ópera en su reproductor de CDs.
Un silencio autoimpuesto que ya había empezado a fraguarse con el fallecimiento de su esposa, el gran amor de su vida, un golpe del que nunca llegó a levantarse del todo.
En aquella tumba del cementerio de Luarca que tantas veces visitó para hablarle a Carmen de sus cosas y llorar tranquilo reposa el científico de fama universal, mirando a esa mar cantábrica cuyos atardeceres le gustaba fotografiar, a pocos metros de la casa en la que nació en 1905.
Hoy no habrá en ella homenajes institucionales. Si acaso, flores frescas que depositará alguno de sus sobrinos nietos como el exalcalde de Valdés Joaquín Morilla, que recuerda que, cuando fue investido como regidor valdesano en 1979, su tío le preguntó por sus proyectos para el concejo. «Entonces, le dije que uno de ellos crear un museo en su nombre que recogiese todo su legado». Una idea que nunca llegó a cuajar porque, cuando un alcalde anterior (Román Suárez Blanco), le habló de esa posibilidad, le enseñó un aula del instituto llena de humedad para ubicarlo que no le gustó».
Ante la desidia política, recuerda Morilla, el Nobel decidió «donarlo al Museo de las Ciencias que en aquel momento se estaba construyendo en Valencia». Un legado que «ya no será posible recuperar para Asturias», lamenta Joaquín Morilla. Y eso, a pesar de que eso es lo que siguen reclamando algunos de sus más próximos como Álvaro García, alma de Casa Consuelo, uno de los lugares en los que el Nobel que «tanto quería a su pueblo disfrutaba de los amigos, la buena mesa y el buen vino. Y, luego, un vodka o un dry martini, que aprendió a preparar en Nueva York».
Allí, donde un salón lleva el nombre del mayor científico que ha dado España junto a Ramón y Cajal, García lo recuerda como «un fuera de serie» en lo personal. «Si había una buena persona en el mundo, ese era él», remata. Y, poco más allá, en el IES Carmen y Severo Ochoa, donde el grupo de biblioteca lleva desde septiembre de 2016 empeñado en que «se conozca su verdadera dimensión» con un programa repleto de actividades que llega a centros educativos de toda Asturias, se repite la sensación. «Severo Ochoa ha sido una personalidad completamente relegada durante mucho tiempo», asegura Arturo Llamedo, que se ha encontrado con «muchos escolares apenas saben quién es».
Llamedo habla también de «una persona con una naturalidad y una sencillez asombrosas que hacían que pareciese imposible que fuese un Premio Nobel». Un hombre republicano al que le gustaba pasearse por uno de sus lugares favoritos, la playa de Portizuelo, muy cerca de su casa familiar en Villar, y al que una estatua y una calle recordarán próximamente en su lugar natal, donde una exposición permanente alberga su memoria. «Queremos relanzar su figura y que ocupe el lugar que le corresponde a través del programa 'Luarca, Villa de Nobel'», promete el alcalde de Valdés, el socialista Simón Guardado. Una figura, la de «don Severo», recuerda su antecesor hasta 2003, el también socialista Jesús Landeira, «de la que se quiso aprovechar el franquismo y mucha gente. Desde algunos sectores de la Iglesia, cuando él era un ateo militante, hasta Sara Montiel, pasando por varios de sus discípulos. Por no hablar del desprecio con el que lo trataron las instituciones. Solo un ejemplo: cuando murió, su querido Mercedes fue vendido a un desguace como chatarra».
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