El peso de la identidad
Los Bolsonaros están convenciendo al electorado de que las minorías les han robado un espacio que era suyo
Qué difícil es para un intelectual admitir que también es susceptible de someterse a los dictados de la moda. Sería como reconocer que en sus especulaciones también intervienen la ambición y el capricho. Hasta en una materia áspera como el análisis político hay quien tiene astucia para seguir la moda, y contarnos, como si fuera la primera vez, lo que ya está escrito. Porque la moda se basa en eso: en la repetición de un concepto. Ya estaba escrito, por ejemplo, que a la izquierda no le convenía la fragmentación de sus fieles. Ya estaba escrito, desde los años setenta, que los derechos de las mujeres podían esperar. Y así podían esperar otros colectivos que reclamaban derechos civiles. Ya estaba escrito que eran aspiraciones secundarias. No fue la izquierda quien tiró de este carro, sino los propios activistas quienes forzaron la marcha. Fue Clara Campoamor quien avisó a la izquierda de que las mujeres no podían esperar a ser tratadas como adultas; fue Martin Luther King quien entendió que las aspiraciones de los negros eran también las de la clase trabajadora y que el movimiento no sobreviviría como tal si no se producía esa alianza.
En los análisis posteriores a la victoria de Trump y Bolsonaro hay una idea que sobresale entre todas las demás y que compran y difunden tanto comentaristas conservadores como de un sector de la izquierda: la culpa de que triunfe la extrema derecha la tiene una izquierda atontada y rendida a las políticas de identidad. Hay incluso quien desde la derecha reclama que se le reconozca la generosidad de ofrecer estrategias de redención que devuelvan a la izquierda al buen sendero, que entendía al individuo solo como trabajador y obviaba aquellos aspectos de la vida en los que se centra la soberanía individual. Es lo mismo que vocifera Trump, pero de manera más bruta y que le ha venido de perlas para desatar el resentimiento necesario que precisa un déspota. La culpa, señalan desde el púlpito los líderes de la ultraderecha, la tienen aquellas minorías que están arrebatando, por capricho de la izquierda, los derechos de las personas normales. Esas “minorías” son, según convenga, los africanos, los latinos, los negros, las feministas, los gais.
Cierto es que la izquierda no ha sabido aunar ese coro de voces, pero culpar a las políticas identitarias del auge del reaccionarismo es injusto, por no decir grotesco. Si tan efectivas hubieran sido esas medidas correctoras veríamos los foros del poder financiero y político plagados de mujeres, de gais, de negros, de latinos. ¿Lo están? En absoluto. Pero es que además se advierte en este análisis una especie de condescendencia hacia esa clase obrera que dicen reivindicar: no entienden que hoy en día para un joven trabajador puede ser tan importante su sueldo como poder expresar libremente su legítima condición sexual, o que para una mujer pobre el añadido de ser negra o gitana sea un elemento en contra. Malviven, como intuyó Luther King, en una intersección donde coinciden varios elementos de marginalidad. Pero los Bolsonaros están convenciendo al electorado de que las minorías les han robado un espacio que era suyo. Y esa teoría la manosean analistas que la repiten como un hallazgo. Yo no creo en la inocencia de dicho análisis, venga del lado que venga, intuyo en él un viejo desprecio a los derechos humanos y un miedo poco disimulado a la amenaza feminista. Qué fácil desdeñar el peso de la identidad para quien jamás se ha visto menospreciado o arrinconado por ser diferente (al que manda).
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