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UN GRAMO DE ODIO
Frantz DelPlanque
Los asesinos no suelen ser personas demasiado previsoras. Es un oficio en el que no se dispone de un plan de jubilación. No conozco a muchos que hayan abierto una cuenta de ahorros en el banco como medida para garantizar su vejez. Me imagino que nuestra esperanza de vida no suele ser tan grande, pero no existen estadísticas acerca del asunto.
Por lo que a mí
respecta, conseguí hacer valer mis derechos ante mi jefe el día en el que entré
en su despacho y le dije:
—Marconi, sé de
su relación con el diputado Mendilahatxu. Y conozco a la mitad de los socios
que trabajaron con usted en todos los crímenes que me ha ordenado a lo largo de
mi carrera.
Lo flanqueaba
Antoine, su hombre de confianza, alto, delgado y gris. Esculpido en un bloque
de mármol funerario. Alguien espantoso.
—Jon
Ayaramandi, ¿sabías que dispongo de más de veinte asesinos a sueldo que podrían
hacerte callar para siempre?
Antoine había
puesto su mano sobre el corazón. Cerca de la pipa. Le respondí:
—Ya he pensado
en ello, señor. Pero escuche antes lo que tengo que decirle. He cometido
treinta y dos crímenes. De ellos, treinta y uno fueron para usted, treinta y un
crímenes perfectos. Poseo una crónica escrita de todos y cada uno. Y he
encontrado a un editor que esperará a que yo muera para publicarla. Se titulará
Yo fui uno de los asesinos de Marconi. Y la tiene grabada en un disco duro tan
inalterable como el acero.
Marconi me
sonrió con suavidad.
—Tampoco le
diste muchas vueltas al título.
Me pareció que
Antoine se relajaba, todo lo que puede uno relajarse cuando se está tallado en
mármol. Creo que incluso suspiró de alivio. Puede que peque de cándido, pero me
gusta pensar que le habría dado pena tener que convertirme en cadáver. Estreché
la mano de ambos y les dije:
—Entonces sólo
nos queda rezar para que viva mucho tiempo.
Después,
Marconi me insiste en que le envíe un ejemplar del manuscrito.
—Para saber al
menos por qué he pagado.
Haber sabido
cuándo dejar de trabajar es la única cosa inteligente que he hecho en toda mi
vida. Y es sin duda la más original. Es también lo que me distingue, si no del
resto de los mortales, sí del resto de asesinos.
Me instalé en
Largos, junto a la vía del tren, en una antigua zona obrera que se había
transformado en un barrio residencial.
De mi
hogar se podría decir que es discreto, con cierto encanto y antiguo. Estos tres
rasgos, por cierto, también pueden aplicarse a mi modesta persona. Y, para
terminar con la comparación, habría que añadir los de sobrio, cómodo y
funcional
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