domingo, 21 de octubre de 2018

Un gramo de odio

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UN GRAMO DE ODIO

Frantz DelPlanque

Los asesinos no suelen ser personas demasiado previsoras. Es un oficio en el que no se dispone de un plan de jubilación. No conozco a muchos que hayan abierto una cuenta de ahorros en el banco como medida para garantizar su vejez. Me imagino que nuestra esperanza de vida no suele ser tan grande, pero no existen estadísticas acerca del asunto.
Por lo que a mí respecta, conseguí hacer valer mis derechos ante mi jefe el día en el que entré en su despacho y le dije:
—Marconi, sé de su relación con el diputado Mendilahatxu. Y conozco a la mitad de los socios que trabajaron con usted en todos los crímenes que me ha ordenado a lo largo de mi carrera.
Lo flanqueaba Antoine, su hombre de confianza, alto, delgado y gris. Esculpido en un bloque de mármol funerario. Alguien espantoso.
—Jon Ayaramandi, ¿sabías que dispongo de más de veinte asesinos a sueldo que podrían hacerte callar para siempre?
Antoine había puesto su mano sobre el corazón. Cerca de la pipa. Le respondí:
—Ya he pensado en ello, señor. Pero escuche antes lo que tengo que decirle. He cometido treinta y dos crímenes. De ellos, treinta y uno fueron para usted, treinta y un crímenes perfectos. Poseo una crónica escrita de todos y cada uno. Y he encontrado a un editor que esperará a que yo muera para publicarla. Se titulará Yo fui uno de los asesinos de Marconi. Y la tiene grabada en un disco duro tan inalterable como el acero.
Marconi me sonrió con suavidad.
—Tampoco le diste muchas vueltas al título.
Me pareció que Antoine se relajaba, todo lo que puede uno relajarse cuando se está tallado en mármol. Creo que incluso suspiró de alivio. Puede que peque de cándido, pero me gusta pensar que le habría dado pena tener que convertirme en cadáver. Estreché la mano de ambos y les dije:
—Entonces sólo nos queda rezar para que viva mucho tiempo.
Después, Marconi me insiste en que le envíe un ejemplar del manuscrito.
—Para saber al menos por qué he pagado.
Haber sabido cuándo dejar de trabajar es la única cosa inteligente que he hecho en toda mi vida. Y es sin duda la más original. Es también lo que me distingue, si no del resto de los mortales, sí del resto de asesinos.
Me instalé en Largos, junto a la vía del tren, en una antigua zona obrera que se había transformado en un barrio residencial.
De mi hogar se podría decir que es discreto, con cierto encanto y antiguo. Estos tres rasgos, por cierto, también pueden aplicarse a mi modesta persona. Y, para terminar con la comparación, habría que añadir los de sobrio, cómodo y funcional

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