Carmen Conde
Ser todo esto tuyo, poder gozar de todo
sin haberlo soñado, sin que nunca
un ligero esperar prometiera la dicha.
Esta dicha de fuego que vacía tu testa,
que te empuja de espaldas,
te derriba a un abismo
que no tiene medida ni fondo.
¡Abismo y solo abismo
de ti hasta la muerte!
¡Tus brazos!
Son tus brazos los mismos de otros días,
y tiemblan y se cierran en torno de su cuerpo.
Tu pecho, el que suspira, ajeno, estremecido
de cosas que tú ignoras,
de mundos que lo mueven...
¡Oh pecho de tu cuerpo, tan firme y tan sensible
que un vaho lo pone turbio
y un beso lo traspasa!
¡Si nunca nadie dijo que así se amaba tanto!
¿Podías tú esperar que ardieran tus cabellos,
que toda cuanta eres cayeras como lumbre
en un grito sin cifra,
desde una cordillera gritada por la aurora?
¿Ceniza tú algún día? ¿Ceniza esta locura
que estrenas con la vida recién brotada al mundo?
¡Tú no te acabas nunca, tú no te apagas nunca!
Aquí tenéis la lumbre, la que lo coge todo
para quemar el cielo subiéndole la tierra.
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