La Historia de la Humanidad no sigue un Curso Histórico y, por ello, es discontinua y no lineal
Dos milenios antes que los egipcios, la cultura chinchorro practicó en el norte de Chile sofisticadas técnicas mortuorias. Los estudiosos de estas momias luchan ahora por que la Unesco las declare patrimonio de la humanidad. Este es un viaje tras las huellas de los restos de adultos, bebés e incluso embriones que vivieron en el año 7000 antes de Cristo
EN EL ÁRIDO DESIERTO DE ATACAMA, un grupo de pescadores, cazadores y recolectores convirtieron a sus muertos en obras de arte durante más de 3.500 años (entre el 6000 y el 1500 antes de Cristo). Tenían unos extraordinarios conocimientos de anatomía, química y biología, y lo hicieron 2.000 años antes que los egipcios. La civilización chinchorro, que habitó la costa entre la parte sur de Ilo, en Perú, y norte de Antofagasta, en Chile, no legó grandes edificios ni novedosos métodos de cultivo, pero sus momias —conservadas gracias a avanzadas técnicas de embalsamamiento— cuentan hoy al mundo contemporáneo cómo se vivía entonces, por qué momificaban a sus muertos y cómo lo hacían. Ahora aspiran a ser declaradas patrimonio de la humanidad por la Unesco
“El medio ambiente de salinidad y desierto preservó a estas momias miles de años”
“Conservaban los cuerpos con propósitos mágico-rituales”, explica Sergio Medina, antropólogo y director de extensión de la Universidad de Tarapacá. “Y el medio ambiente natural aquí [caracterizado por la salinidad y aridez del desierto] es perfecto para preservar las momias durante miles de años”. Las primeras fueron descubiertas en esta zona en 1917, en la concurrida playa chilena de Chinchorro, por el arqueólogo alemán Max Uhle. En ese momento no se contaba con la tecnología del carbono-14 para datarlas y erróneamente se calculó su antigüedad en 2.000 años cuando era mucho mayor.
Los chinchorro fueron hábiles taxidermistas. Los vestigios se han encontrado sobre todo en las regiones de Arica y Parinacota, conocidas por su sol y playas, frutas exuberantes y una costa rocosa que sigue una línea extensa del océano Pacífico. Sus técnicas incluían la extracción de órganos, el corte de miembros, descueramiento, destazamiento de vísceras y el relleno de cavidades corporales. Después rearmaban los cuerpos para darles una existencia eterna. La mirada de los expertos intenta reconstruir el proceso de momificación para tratar de responder las preguntas centrales: ¿cuánto tiempo pasaba desde el momento de la muerte hasta el proceso de momificación?, ¿quiénes dentro del grupo tenían los conocimientos necesarios para estos procedimientos?, ¿cómo se explicaban la muerte?, ¿qué lugar daban al cuerpo muerto en su sistema de vida?
Hasta el momento han sido estudiadas 208 momias y se ha descubierto que las técnicas de embalsamamiento variaron a lo largo del tiempo y se fueron simplificando en las etapas tardías. Las primeras fueron momias naturales, que se formaban por el propio disecamiento del cadáver, facilitado por las características físicas del terreno. Más adelante comenzaron a intervenir en los cuerpos.
Bernardo Arriaza, del departamento de bioantropología de la Universidad de Tarapacá, proyecta en la pantalla del ordenador una momia extendida. Indica que nos fijemos en la capa de manganeso de color negro-azulado que la recubre y por la que se llaman “momias negras”. Explica que al cuerpo le cortaban la cabeza y las extremidades, partes que luego eran expuestas al sol. A continuación, los órganos eran extraídos a través de incisiones, el cuerpo era despojado de la carne y las vísceras, y así quedaba un esqueleto limpio y seco. Por último, se extraía el cuero cabelludo y la piel del rostro, e intervenían el cráneo para sacarle el cerebro, en cuyo lugar, una vez seco, ponían cenizas, tierras, arcillas y pelos de animal. Para darle rigidez, se deslizaban maderos puntiagudos debajo de la dermis y las cavidades eran rellenadas. Luego se modelaba el rostro, ataban los miembros con varas y al final se pintaba y se le ponía vestimenta de tejido vegetal.
Las que siguieron a estas se denominan “momias rojas”. Fueron elaboradas entre los años 4800 y 3900 antes de Cristo. Eran menos complejas que las anteriores, a diferencia de lo que sucedió con los egipcios, que fueron sofisticando sus técnicas a través del tiempo. En esta etapa los cuerpos eran tratados con óxido de hierro (el que daba esa tonalidad), no se desarticulaban, se les hacían cortes precisos con cuchillo para extirpar músculos y órganos en forma total o parcial y las cavidades se secaban con brasas. La cabeza era lo único que se separaba del tronco para vaciar el cráneo. Después de cerrar las incisiones, con agujas de espinas de cactus o huesos, el cuerpo era pintado con ocre rojo, y la cara, a menudo, de negro. Los rostros se recomponían con máscaras pintadas y decoradas. Había menos destrucción del cuerpo y una decoración más artística, con rellenos de huesos, lanas y plumas, entre otros materiales.
Los distintos tipos de momia compartieron similitudes como el uso de peluca, mascarilla facial y palos para reforzar el cuerpo. Al observarlas, hay algo innegable: el cuidado y delicadeza que imprimieron en esos cuerpos, en las máscaras y en los ornamentos que los acompañaban en su viaje a la eternidad.
El pueblo chinchorro era democrático: sus momias no estaban reservadas a los reyes
De los rastros de muerte podemos inferir rasgos de un pueblo que no conocimos. Por ejemplo, su sentido democrático. Las momias chinchorro no son como las incas o egipcias, que correspondían solo a sus reyes. Estas son de diferentes tipos de personas y de todas las edades: hombres jóvenes, mujeres, niños…
Al mismo tiempo podemos inferir ciertos mapas afectivos a partir de la momificación de bebés y de embriones. No todas las culturas reconocen a los niños, pero en los chinchorro ocupaban un lugar especial. Quizás esto se explica porque eran escasos: la alta arsenicidad del agua provocaba más abortos espontáneos que en otras poblaciones. Además, la importancia de la tribu o familia se puede deducir del hallazgo de varios cuerpos infantiles puestos sobre el pecho de una mujer o entre dos adultos.
La cultura chinchorro consideraba a sus momias como parte del mundo de los vivos, lo que explica que les dejaran los ojos y la boca abiertos, y que usaran camillas, hechas de fibra vegetal o de pieles de animales, para transportarlas. Después de un tiempo eran enterradas de forma colectiva. Por otra parte, se ha podido concluir que los hombres pasaban muchas horas bajo el agua porque en sus cuerpos se observa una deformidad: el oído osteósico, un crecimiento óseo llamado vulgarmente “oído de buzo”. A partir del análisis de sus dentaduras, con piezas muy desgastadas, se ha podido constatar que comían productos de mar crudos con arena.
La Universidad de Tarapacá ha asumido el liderazgo en el rescate, la investigación y la conservación del patrimonio arqueológico de la cultura chinchorro. Por los pasillos de sus edificios se avanza por cuidadas instalaciones en las que equipos de científicos trabajan en los laboratorios del Instituto de Alta Investigación para abordar el fenómeno de las momias desde variadas disciplinas: genética, arqueología, paleontología y bioantropología. Estudios que en su mayoría se hacen en conjunto con otros centros internacionales, sobre todo de Reino Unido, Estados Unidos y Alemania.
De algún modo el desierto de Atacama es una extensión del campus. Los estudiosos recorren el paisaje y rastrean mensajes encriptados en los granos de arena. Se trata de un territorio extenso con muchas horas de canícula donde es necesario entrecerrar los ojos para fijar un punto de fuga en medio de las lomas ocres y los acantilados escarpados. Un paisaje sobrecogedor que combina volcanes, salares y aguas termales.
La Universidad, además, administra los museos. El principal centro es el Antropológico de San Miguel de Azapa, emplazado en el valle homónimo, un oasis de árboles en medio del desierto de Atacama en una quebrada conocida por sus olivares y su producto estrella: las aceitunas de Azapa, de color morado oscuro y sabor amargo. En el museo se albergan las evidencias físicas (cuerpos y accesorios) de más antigua data y en mejor estado de conservación, en ambientes controlados. Es una instalación provisional: se está preparando un concurso internacional para la construcción de un edificio más amplio y moderno.
Aún hay mucho material para clasificar y resguardar. Actualmente solo se exhibe el 1% de lo hallado. En las vitrinas se muestran cuerpos, objetos y recreación de indumentaria junto a extensas infografías. Desde el ventanal de la sala se puede observar una serie de momias dentro de cajas de vidrio que se disponen en hileras como si fuera una sala de neonatología con incubadoras.
Los cuerpos tienen una estatura mediana y lucen narices pequeñas y rostros ovalados
Fuera del edificio hay una sala con momias en proceso de conservación. Son varios cuerpos cubiertos por papeles blancos, a modo de sábanas, que esperan su turno. Es imposible no asociarlo a una morgue, con un olor dulzón que se impregna a la nariz. La encargada de la sala, Mariela Santos, de formación artística, comenta los procesos de restauración a medida que avanza por los pasillos mostrando piernas desencajadas, rostros agrietados, genitales intactos. Nos dice que se trabaja con hilo de seda y papeles libres de ácido para zurcir y restaurar; una tarea que exige la máxima delicadeza. Estamos frente a cuerpos con más de 9.000 de años de antigüedad que se conservan casi intactos. Es posible apreciar su estatura mediana, entre 150 y 160 centímetros; sus narices pequeñas, sus rostros ovalados. Más allá, equipos de arqueólogos estudian y clasifican los objetos del ajuar funerario: cerámica y textiles hechos con pigmentos vegetales.
El mismo desierto es un museo natural. Su clima seco actúa como preservador de las huellas del pasado. Los chinchorro dejaron cuerpos plagados de señales abiertas a un diálogo que desea seguir ampliándose entre expertos y ciudadanos, locales e internacionales. Están esperándonos desde hace 9.000 años para decirnos algo, para cumplir su anhelo de eternidad.
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