Herman Hesse
Diemien
1. LOS DOS MUNDOS
Comienzo mi historia como un acontecimiento de la época en que yo tenía diez
años e iba al Instituto de letras de nuestra pequeña ciudad.
Muchas cosas conservan aún su perfume y me conmueven en lo más
profundo con pena y dulce nostalgia: callejas oscuras y claras, casas y torres,
campanadas de reloj y rostros humanos, habitaciones llenas de acogedor y
cálido bienestar, habitaciones llenas de misterio y profundo miedo a los
fantasmas. Olores a cálida intimidad, a conejos y a criadas, a remedios caseros
y a fruta seca. Dos mundos se confundían allí: de dos polos opuestos surgían el
día y la noche.
Un mundo lo constituía la casa paterna; más estrictamente, se reducía a mis
padres. Este mundo me resultaba muy familiar: se llamaba padre y madre,
amor y severidad, ejemplo y colegio. A este mundo pertenecían un tenue
esplendor, claridad y limpieza; en él habitaban las palabras suaves y amables, las
manos lavadas, los vestidos limpios y las buenas costumbres. Allí se cantaba el
coral por las mañanas y se celebraba la Navidad. En este mundo existían las
líneas rectas y los caminos que conducen al futuro, el deber y la culpa, los
remordimientos y la confesión, el perdón y los buenos propósitos, el amor y el
respeto, la Biblia y la sabiduría. Había que mantenerse dentro de este mundo
para que la vida fuera clara, limpia, bella y ordenada.
El otro mundo, sin embargo, comenzaba en medio de nuestra propia casa y
era totalmente diferente: olía de otra manera, hablaba de otra manera, prometía
y exigía otras cosas. En este segundo mundo existían criadas y aprendices,
historias de aparecidos y rumores escandalosos; todo un torrente multicolor de
cosas terribles, atrayentes y enigmáticas, como el matadero y la cárcel,
borrachos y mujeres chillonas, vacas parturientas y caballos desplomados;
historias de robos, asesinatos y suicidios. Todas estas cosas hermosas y terribles,
salvajes y crueles, nos rodeaban; en la próxima calleja, en la próxima casa, los
guardias y los vagabundos merodeaban, los borrachos pegaban a las mujeres; al
anochecer las chicas salían en racimos de las fábricas, las viejas podían
embrujarle a uno y ponerle enfermo; los ladrones se escondían en el bosque
cercano, los incendiarios caían en manos de los guardias. Por todas partes
brotaba y pululaba aquel mundo violento; por todas partes, excepto en nuestras habitaciones, donde estaban mi padre y mi madre. Y estaba bien que así fuera.
Era maravilloso que entre nosotros reinara la paz, el orden y la tranquilidad, el
sentido del deber y la conciencia limpia, el perdón y el amor; y también era
maravilloso que existiera todo lo demás, lo estridente y ruidoso, oscuro y brutal,
de lo que se podía huir en un instante, buscando refugio en el regazo de la madre.
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