domingo, 24 de abril de 2016

Un país agotado




Un país agotado

La repetición de las elecciones generales encontrará a la sociedad hastiada por falta de soluciones políticas



El hemiciclo del Congreso, durante los actos con motivo del IV centenario de la muerte de Cervantes.  EFE

Contra lo que exigían la responsabilidad y el sentido común, las fuerzas políticas no dan muestras de intentar un esfuerzo final para evitar la repetición de las elecciones, como probablemente habrá de constatar el Rey en la ronda de consultas que iniciará mañana con los dirigentes políticos. La situación nos conduce hacia las urnas por una mezcla de liderazgos débiles e intereses partidistas, unida a la falta de ambición en un proyecto para España. Si votar otra vez fuera la llave para estabilizar la situación política, al menos habría una esperanza; sin embargo, existen pocas razones para confiar en que la dinámica abierta camine en esa dirección.



En más de cuatro meses solo ha habido un intento serio de formar gobierno. Ese único proyecto, fruto del pacto entre el PSOE y Ciudadanos, fue combatido sañudamente por el Partido Popular y Podemos, los grandes culpables de que sea preciso repetir las elecciones generales por su actitud destructiva. Pedro Sánchez, en la brega hasta los debates de investidura, desapareció del primer plano y nadie más ha vuelto a intentar otro pacto, y menos que nadie Mariano Rajoy. Desde la votación fallida de Sánchez se ha entrado en una dinámica de callejones sin salida, muchos amagos y ningún avance. Cabe suponer que el presidente en funciones no caiga en la tentación de ofrecer lo que sea en el último minuto, con tal de seguir en el poder, después de haberse limitado a verlas venir.
La probable convocatoria a las urnas encontrará a la sociedad cansada, aburrida y hastiada. Los índices de confianza en la situación política son llamativamente bajos, a juzgar por las encuestas. Casi todo el año de 2015 se consumió en campañas electorales de ámbitos diversos —autonómico, municipal, estatal— antes de entrar en otro largo compás de espera en 2016. Salvo grandes sorpresas, no queda más perspectiva que la de organizar una nueva campaña electoral y prolongar la interinidad hasta el verano. Mucho tiempo para una situación razonable de estabilidad, pero más aún en un país acuciado por problemas y fracturas muy urgentes. Ni siquiera hay garantías de que puedan aprobarse los próximos Presupuestos del Estado —actividad vedada legalmente al Gobierno en funciones— y se aleja el horizonte de la reforma de la Constitución, apenas evocada ya ni por los socialistas, antes sus grandes defensores.

Los partidos llegan desgastados y las instituciones en crisis

Los problemas no aguantan eternamente. En palabras de Jean Monnet, uno de los padres de lo que es hoy la Unión Europea, “nada es posible sin las personas, pero nada es duradero sin las instituciones”. Agotado por la crisis de confianza provocada por tantos años de problemas económicos, este país se enfrenta además a una crisis institucional. Los partidos principales llegan medio deshechos a la probable convocatoria de elecciones. Y el Gobierno en funciones se niega a cumplir los mínimos deberes que le impone el control parlamentario.
Las propias Cortes salen trompicadas. El Senado no tiene prácticamente nada que hacer y el Congreso ha perdido la oportunidad de demostrar que una cámara sin mayoría absoluta podía convertirse en el centro de la vida política. El nuevo Congreso ha matado el tiempo tramitando iniciativas que, como sabían los diputados desde el primer momento, carecían de viabilidad en caso de interrupción de la legislatura. Lo cual no ha sido óbice para plantear desde la derogación de la LOMCE a la rebaja de la edad del voto a los 16 años o la batería de medidas sociales contenida en la llamada ley 25. Con estos intentos se han entretenido unos grupos parlamentarios refractarios a cumplir la primera de sus obligaciones, que era la de preparar la elección de un presidente del Gobierno, una tarea constitucionalmente tan decisiva para el Congreso que su incumplimiento aboca a la inminente disolución de las Cortes.


El Congreso pierde la ocasión de demostrar lo que se puede hacer sin mayoría absoluta

Si hay que votar de nuevo, se habrá perdido más de un año sin querer saber nada de la prolongación de los altos niveles de desempleo y de empleo precario, ni de las reformas paradas por falta de impulso político, ni de la irrelevancia exterior, ni del deterioro de la confianza en Europa. Vivimos simplemente de las rentas de una salida de la crisis económica que, apenas iniciada, ya deja entrever el peligro de la contracción del crecimiento. Cómo no alarmarse ante la falta de pulso y de nervio que supone la imposibilidad de identificar un proyecto capaz de sacar a este país de sus crisis.
Las fuerzas políticas que intenten polarizar y crispar, en busca de los votos que no tuvieron el 20 de diciembre pasado, se merecerán una tajante descalificación en las urnas. Lo mínimo que cabe esperar de los partidos principales es que guarden las suficientes reservas de responsabilidad como para resolver de inmediato la formación de un Gobierno tras las elecciones del 26 de junio —si son irremediables—, y pongan en marcha una legislatura digna de este nombre.


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