Relación
de
lo ocurrido en nuestra casa de Oviedo durante 1936
María
Dolores Montiel A.C.J.
Aunque
bastante turbada la paz de nuestra vida desde la proclamación de la
República, puede decirse que con las elecciones de febrero llegó a
hacerse verdaderamente intolerable. El comunismo venia a pasos
agigantados.
El
15 de febrero me puse de acuerdo con varias familias conocidas
para que con ellas pudiesen ir las Madres y Hermanas a votar sin ser
notadas. Efectivamente el 16 por la mañana las fui mandando a
las respectivas casas teniendo cuidado de que saliesen de dos en dos
y distanciadas, unas por la casa de D.
Isabel y otras por la nuestra. Se llevó a cabo sin dificultad y
a las diez estábamos ya todas de vuelta y satisfechas de como se
presentaba la cosa.
Aunque
fue tranquilo, la alarma de la gente era grande, y en previsión de
lo que pudiese ocurrir, el Coronel Aranda, que tenia el mando de la
plaza, algunos días antes, había mandado traer los camiones y
colocarlos en los puntos estratégicos de la población. A la
una y media llamó de Madrid Ramón
Bergé, hermano de nuestra M. Manuela, para preguntamos como
habíamos salido del paso, y nos dio buenas impresiones de la
votación en la capital. La tarde transcurrió optimista y llegaba a
decirse que en Mieres, pueblo de la zona minera de los más notados
por rojo, habían ganado las derechas. A las siete de la tarde empezó
a cambiar el aspecto, y varias familias amigas nos dijeron por
teléfono, que en Oviedo se habían perdido las elecciones. En vista
de esto, por nuestra parte, empezamos a indagar había de cierto, por
las de los que se presentaban Diputados, siempre mejor informadas, y
aunque nada seguro podían decirme todavía, me confirmó en que
íbamos al desastre.
A
las ocho y media durante el recreo se presentó una de estas señoras
suplicando a pesar de la hora, que sabia no era de visitas, poder
hablar conmigo. Venia preocupadísima y daba por seguro, aunque
faltaban algunas umas por hacer el recuento, que habíamos sido
derrotados, Todavía se creía, sin embargo, que en Madrid y otros
sitios importantes de España, se había ganado. Aquella noche por
las calles se notaba ya alboroto y, a la mañana
siguiente, la gente venia desolada recordando los espantosos días de
la revolución de octubre del 34, sospechando justamente que se
repetirían. A los pocos días fue la salida de los presos que, como
eran muchísimos, estaba todo el mundo intranquilo, pero aunque nos
aconsejaban que nos repartiésemos, prefería esperar a ver en que
quedaba la cosa.
Afortunadamente
solo les dió por divertirse y alborotar. Al día siguiente uno de
los cabecillas se subió encima de un taxi incitando a las quemas de
periódicos de derecha, como Región, etc.
Mientras
estábamos en refectorio, se armó un jaleo grande por nuestra calle
y me dijeron que querían quemar a
La Voz que estaba en frente de casa. De esto les convencieron que
desistieran, pero quedaron ya excitados y la gente asustada.
Empezaron a llamarnos para que saliéramos, pues nunca diremos
bastante del carifio e inter& que demostraron los buenos
ovetenses por el Instituto, y para cerciorarme de lo que ocurría,
envié a nuestro portero y maestro de obras, que
fueran por los grupos y se enterasen de lo que se proponían.
Volvieron a la hora y media y me dijeron que efectivamente creían
debíamos salir, pues estaba poniéndose la cosa muy fea.
Las
familias que ya estaban en el recibidor en espera de nuestra
determinación, fueron llevándose a las Madres y Hermanas según
dispuse, y yo me quedé en la casa con cuatro Madres y una Hermana.
Tres
días estuvieron fuera, pues la intranquilidad, y alarma era grande
por ser de llegada de los presos de aquella zona que estaban en
cárceles de otras provincias.
Durante
los primeros meses, casi todos los días había recibimientos
solemnes de señaladas personas de izquierda que, entre gritos y
alborotos, pasaban por la calle de Uría y Toreno, cerca de nuestra
casa. Los domingos mitines sucesivos de Peña, La Pasionaria, Largo
Caballero etc. a los que acudían los mineros y elementos
revolucionarios de la provincia, reuniéndose multitudes hasta de y
zo.ooo que naturalmente ponían a la población en sobresalto. Por
supuesto, no pudimos prescindir toda esta temporada, de hombres de
nuestra confianza que vigilasen nuestra casa por fuera.
Al
desfilar las manifestaciones después de los mitines, mostraban la
actitud en que estaban insultando a todos los que pareciese oponerse
a sus planes. Delante de la Comandancia, que está cerca de casa,
llamaban a los militares asesinos del pueblo y los abucheaban.
Solo
con gran violencia podían contenerse y no contestarles.
En
todo el mundo se notaba esta insubordinación. Hasta en el modo de
reprender a las niñas de la escuela. Había que andar con
cuidado,
para evitar las amenazas que en seguida nos hacían.
Notábamos
que al salir las esperaban y las reunían en un local de una
imprenta, y para evitarlo, pues comprendimos era para predicarles
insubordinación y perjudicarlas, teníamos que alegar otras razones
que consiguiesen fuesen derechas a casa, pues de lo contrario, la
emprenderían ellos contra nosotras. Sus padres no hacían caso
tampoco de nuestros avisos y nos vimos obligadas a cerrar la escuela
algo antes de lo que hubiéramos querido, por evitar peligros.
En
vista de como se ponían las cosas en Oviedo y con la experiencia de
lo ocurrido anteriormente, que con mucha razón era de temer se
repitiera, me consolaba el interés con que me llamaba Nuestra Madre
a conferencia y a h me di8 amplias facultades para, incluso salir con
toda la Comunidad, si lo creía conveniente. No olvidaré una frase
que me conmovió a M. Dolores, todas las casas del Instituto son de
V., así en cualquier dirección pueden encaminarse y serán
recibidas con cariño. Sin duda el Señor la iluminaba con luz
especial, como lo ha probado todo lo ocurrido. Ciertamente muy bien
vino sacar de Oviedo a la pobre Hermana Fulgencia que, paralítica de
varios años y sumamente delicada de salud, no hubiera podido
soportar todo lo que tuvimos que pasar, ni era fácil llevarla a las
casas. La R. M. Provincial también me facilitó y aliento mucho en
tan difíciles circunstancias. Ya mas adelante vimos convenía
reducir alguien el personal, y quedar solamente las indispensables
para continuar con nuestras obras. Las Madres y Hermanas más
delicadas se repartieron entre las casas de Santander y Azpeitia, que
parecían más seguras. En la nuestra solo quedamos dieciocho.
Era
continuo el oír que habían matado a gente conocida de derechas o no
revolucionarios, lo que causaba un malestar tremendo.
Una
de estas victimas fué nuestro médico, Alfredo Martínez, Diputado
en las anteriores Cortes, sumamente afecto a la Comunidad que
visitada desde hacia dos años. En materia religiosa,
desde que había entrado en el partido Reformista de
Melquiades Álvarez, se había enfriado, pero, conservaba su conducta
privada intachable, y su
corazón excelente. Con nosotras siempre fué amabilísimo, y
tan caritativo, que no solo nunca quiso cobrarnos sino que no
aceptaba mas que pequeñísimos obsequios.
Las
últimas Navidades supe se formaba de nuevo con mucha ilusión su
biblioteca por habérsele quemado en la revolución del 34, y
le mandé unos cuantos buenos libros, que me eligieron los Padres, de
los que ya tenía escogidos en la librería para comprarlos;
pero después de reprender al librero, se los devolvió, se quedó
solo con un bonito tomo de las obras de Santa Teresa, e hizo
que nos devolviese el dinero, en tal forma, que ni aún insistiendo
yo que quedase a cuenta nuestra pues también comprábamos allí,
pude conseguirlo. Siempre que visitaba a las enfermas, se veía lo
bien que le impresionaba el modo de sufrir de las Nuestras y la
tranquilidad y alegría con que morían.
Durante
el periodo electoral, me refirió un día que la policía le había
avisado que de Madrid habían venido dos pistoleros decididos a
matarlo y por lo tanto se guardase. Sin duda la acusación detallada
que había hecho en el Congreso de la revolución de Asturias, era la
causa de esta sentencia; pero él, aunque lo temía, siguió su vida
ordinaria sin atender las instancias de su mujer de no salir de noche
a visitas, pues su casa, recién hecha por ellos, se encontraba un
poco retirada del centro. Después de las elecciones,
los
pistoleros quedaban dueños de hacer lo que querían, y acusados por
un suelto de un señalado personaje de izquierda a los pocos días,
al volver a su casa un domingo hacia las siete de la tarde, ya en su
misma puerta le dieron un tiro que le hizo caer al suelo, y acto
seguido otro con intención de acabarle, pero que gracias al Señor
aún le dejó con dos días de vida. A los gritos salió su mujer
encontrándose con que era su marido el moribundo, que enseguida le
dijo: Me han matado y quiero confesarme. Le llevaron a la
clínica, donde inmediatamente se presentó un P. Carmelita pedido
por él. Al proponerle que el Santo Viático podría
llevársele en forma privada para impresionarle menos, no quiso sino
que fuese solemne y público. Encargó que nos avisasen y pidiesen
oraciones, y con devoción se ponía las reliquias que le mandamos.
Su muerte fue edificantísima y las mismas religiosas
que le cuidaban estaban admiradas de la paciencia con que sufría sus
dolores, preguntándoles con frecuencia si serían desagradables al
Señor sus pequeños quejidos.
El
17 de marzo me dijeron que querían quemar nuestra casa y esto me lo
repitieron por varios conductos. No hice caso creyendo sería una de
las muchas amenazas que teníamos casi continuamente, pero cuando ya
la Comunidad se había recogido, a eso de las 10 de la noche, me
llamó al teléfono una conocida nuestra que vivía al
lado,
para decirme que al volver ella hacía un momento a su casa, había
encontrado una pareja de guardias de asalto, que preguntaban donde
estaban las Esclavas y respondí a sus preguntas, que por
confidencias sabían querían asaltar y quemar aquella noche el
convento.
Unido
esto a lo que durante el día me habían dicho, me confirmó en que
algo había de cierto. Para más complicación teníamos en
Ejercicios a nuestras dominicales, de las que había unas 25
internas que ya estaban durmiendo tranquilamente.
Efectivamente,
una pareja rondaba nuestra casa. Mandó a los porteros que indagasen
como cosa suya, el porqué de aquella vigilancia, y se cruzó entre
ellos y los guardias el siguiente diálogo:
¿Cómo
es que andan Vds. por aquí esta noche? Confidencialmente hemos
sabido que quieren asaltar y quemar este convento.
- Pero, ¿qué defensa podrían tener las Madres? porque les advierto a Vds. que no solo están las monjas, sino que tienen una porción de chicas del pueblo durmiendo en casa.
- Nosotros no tenemos mas orden que de tirar si nos tiran.
La
pareja estaba compuesta de uno de los catalanes que, castigados
habían venido a Asturias, y un gallego que parecía tener mejores
intenciones. Este, aparte, dijo a Hilario que me avisase para que
tomara mis medidas, porque él no quería cargar con la
responsabilidad de lo que pudiera ocurrir con nosotras.
En
vista de esto me decidí a llamar a la Comunidad y a las chicas. Las
primeras, según lo dispuesto aquella temporada, se presentaron en la
portería con sus respectivas maletitas que también tenía cada una
en su cuarto para el caso. Las chicas aun muy impresionadas,
llorando, se fueron a sus casas. Se oía por las calles lejanas algún
alboroto y mi mayor preocupación era el Santísimo, por lo que me
dirigí a la iglesia, recogí el copón, me lo llevé al oratorio,
reuní las formas con las que allí había, que como eran bastantes
no cabían en la cajita para ello preparada, y tuve que meterlas en
la del viril que me llevé a
mi cuarto. Cogí la lamparilla que siempre tenía puesta a la
Santísima Virgen, para alumbrarlo, y mientras me vestía de prisa de
seglar, lo tuve sobre unos corporales. En seguida envolví también
la caja en el corporal y debajo de mi abrigo, sujetándolo yo con las
dos manos sobre el pecho, bajé. Como en aquella hora y
circunstancias no era posible viniese ningún sacerdote, me decidí a
llevarlo a casa de uno, ancianito, muy santo, que vivía cerca.
Me
siguió la Madre María Odriozola y con uno de los porteros por guía,
nos pusimos en marcha. En cuanto me vio el pobre sacerdote,
comprendió de lo que se trataba, lo colocó sobre unos corporales y
encendió dos velas. Mi impresión al ver al Señor en mis manos y
llevarlo de acá para allá no es fácil expresarla. Yo no me había
atrevido a consumirlo entre aquel jaleo y prisas a las pocas horas de
haber cenado, y quise su parecer sobre si debería llevarlo a la
Parroquia, dejarlo allí o consumirlo. Opté por esto último y lo
hicimos entre las dos que habíamos ido. Volvimos a casa y ya
empezaba el desfile de las Madres y Hermanas acompañadas de las
mismas chicas ejercitantes y de los porteros. Me quedé con unas
cuantas y fuimos a terminar la noche a la casa de los porteros.
Continuamos con alguna intranquilidad, pues se oían tiros.
A eso de la una y media pudimos notar que venían
guardias armados, y ya
con órdenes terminantes de defendemos. A
las dos, aproximadamente, volvieron a oírse tiros y según me
dijo al poco rato el portero, mataron a uno de los revoltosos, con lo
que, sin duda, en vista de que se les castigaba se sosegaron.
Teníamos,
por fortuna, al mando de los guardias de asalto, al Comandante
Caballero, excelente persona que, informado de las órdenes que
tenían los guardias, quiso remediarlo, para lo que él mismo tuvo
que hablar con Madrid, y consiguió se le permitiera obrar de otro
modo. Por eso al ver en otra actitud a los guardias, se evitó el
siniestro por aquella vez. A
la mañana siguiente vino Caballero a hablar conmigo para decirme
que sentía mucho lo ocurrido la noche anterior y que estuviésemos
tranquilas que él cuidaría de que no pasara nada, etc. y me contó
las diligencias que había hecho para cambiar las órdenes. Quiso
enterarse de lo que habían dicho los guardias, pero no me pareció
discreto hacer acusaciones y procuré evadir la cuestión. Me dijo
que ya hacía días temíamos pudiese ocurrir algo y por sí mismo
había estado con guardias por nuestros tejados y los de alrededor e
interesado a Aranda para que nos vigilasen de la Comandancia pues
desde allá se ve muy bien nuestra casa. Con esta entrevista hicimos
buenas amistades con este excelente Comandante que nos fueron
utilísimas en los sucesos que siguieron. Pero esta demostrada
decisión de salvar conventos y evitar desmanes, hizo que, a los
pocos días le cambiasen de destino, como vino a comunicarme
añadiendo que lo sentía por lo indefensos que quedaban los
religiosos. Que estuviésemos prevenidas.
El
1º de mayo tuvimos también que salir de casa por la
manifestación que se preparaba que unido al estado de los ánimos,
hacía
temer pudiese ocurrir algo. Nuestra casa con situación estratégica,
sabíamos estaba fichada. Gracias a Dios al día siguiente volvimos a
reunirnos para la Misa. Desde la primera vez que salimos, como
preveía por desgracias, que necesitaríamos hacerlo varias veces,
dispuse que al regresar sin mas comentarios, se dirigiesen a sus
cuartos a vestir el hábito, y acto seguido a sus respectivos cargos
lo que se hacía puntualmente.
Pocos
días después, tuve que ir a Santander llamada por la R. M.
Provincial para estudiar el modo de continuar con las escuelas
abiertas, y decidimos seguir como estábamos, pues por las
circunstancias de aquella casa era lo que más convenía. El viaje
pudo costarnos la vida. El trayecto era corto y lo hicimos en el
automóvil de unos amigos que nos lo ofrecieron con gusto. Íbamos de
seglares. Al llegar a Llanes, encontramos el pueblo alborotado a
consecuencia de una falsa alarma que tuvo sus desgracias. Parece que
de Oviedo les habían telefoneado, pasaría un auto con un grupo de
fascistas y, aunque no lo eran e incluso iban en él alguno que
pertenecía a sus partidos, lo asaltaron y causaron heridos. Como
poco después pasaba el nuestro, tuvo que hacerlo por entre la
muchedumbre excitada, que a toda costa quería levantásemos el puño
(saludo comunista). Salí del paso haciéndome la sorda o tonta que
no entendía y lo mismo mi compañera, pero la portera que nos
acompañaba y el chófer les contestaron levantando bien alto los
puños, cosa que les cambió de actitud, y entre vivas y clamores,
salió nuestro auto de aquel infierno y logramos llegar al término
de nuestro viaje sin más incidentes.
En
junio tuvimos un susto atroz a las dos de la madrugada por el
estallido de una bomba cerca de casa que produjo la rotura de los
cristales de las de al lado y ninguno de la nuestra por casualidad.
En pocos minutos la Comunidad estaba en mi cuarto. Se nos ocurría
pensar que era el principio del movimiento deseado, pero supimos al
preguntar por teléfono, lo que había sido. Dos horas más tarde
vinieron a casa de nuestros porteros a hacer un registro, pues el
pobre tenía enemigos que deseaban una ocasión de meterle en la
cárcel, por el delito de ser nuestro portero.
Por
lo dicho se deduce la intranquilidad con que en Oviedo se vivía, lo
que movió a la Madre una vez cerrada la escuela y paralizadas las
obras de celo, a determinar que saliéramos todas y dejásemos la
casa en condiciones de reanudar en ella nuestra vida en cuanto fuese
posible. Todas las Nuestras temían por nosotras, y me encarecían la
necesidad de ponernos a salvo, pues se esperaba lo que iba a estallar
y la situación difícil en que aquella zona estaba. Antes de ponerlo
en ejecución, naturalmente, lo traté con el Sr. Obispo, el cual,
aunque se hacía cargo del peligro que corríamos, sentía pena
dejásemos aquello, pero no se atrevía a aconsejarme nada. Me dijo:
“Para grandes males, Dios nos dará grandes remedios”. Esto tuvo
para mi la fuerza de la Voluntad de Dios y dije a las Madres que yo
me ofrecía para quedarme allí, pero si ellas sentían miedo, podían
salir para otras casas nuestras, y que las que no quisieran supieran
estábamos expuestas a lo que pudiese ocurrir. Ninguna desertó y se
ofrecieron a quedarse, a lo que contestó Nuestra Madre con una
hermosa carta que aprobaba nuestra determinación; y alegres y
confiando en Dios, nos quedamos preparadas para lo que el Señor
quisiera.
Aunque
no habíamos dicho nada de esto a la gente, no sabemos como se
enteraron de que habíamos preferido quedamos y el sábado de aquella
semana por la noche, nos pidieron la intención
de
la Misa y Exposición en acción de gracias para el día siguiente.
Al
entrar en Misa de Comunidad nos encontramos la iglesia completamente
llena. Luego supimos que se habían citado todas nuestras amistades,
dominicales, etc. para tener una Comunión general. Todo aquel día
llovieron los obsequios de comestibles en abundancia tal, que tuvimos
para una semana.
Y
llegó el mes de julio, y se acentuaba el deseo de salir de aquella
situación verdaderamente insoportable.
En
los primeros días se presentó un señor con una visita de parte de
Amparo Garin. Salí con otra Madre y me encontré con que era el
Coronel Ortega, de Estado Mayor, que había venido por asuntos unos
días a la Comandancia y se ponía a nuestras órdenes por si en algo
podía sernos útil. Yo me alegré porque efectivamente podía
sérnoslo en algún momento determinado, y porque me figuré se
trataba de algún movimiento militar. Su aspecto y lo que Amparo me
decía en la carta que él mismo me entregó, me hicieron verteníamos
en él verdaderamente, una persona de confianza, y hasta me
atreví a preguntarle para cuando pensaban levantarse. Todo el mundo
hablaba de ello y lo deseaba. Se echó a reír y me dio a entender
que se haría, pero desde luego había que contar seria largo y duro,
y me añadió que de eso no convenía hablar. Me dió el número del
teléfono de la Comandancia. Se enteró de la hora
de
nuestra Misa, que oía diariamente y comulgaba en ella. Pocos días
antes había vuelto el Comandante Caballero con pretexto de los
exámenes de sus hijos que quedaron en Oviedo. Todo me confirmaba en
mis sospechas.
El
día 18 ya en
nuestras vacaciones, subió la M. Manuela del recibidor y nos dijo
que se habían sublevado las tropas en Marruecos. A las ocho de la
noche nos dijeron que la cosa se presentaba mal porque Prieto había
llamado para que mandaran camiones de mineros con armas para defender
Madrid. La noche fue horrorosa. Alborotos por las calles, detenciones
de gente de orden robos de automóviles particulares, y no sabíamos
en que terminaría aquello que cada vez se ponía más feo.
El
19 por la mañana tuvimos la primera Comunión de una niña de la
familia de Botas. Se la dio el Sr. Doctoral. La poca gente que
asistió a ella, venía aterrada de la situación. Quise hablar con
Madrid pero ya estaban cortadas las comunicaciones en toda España.
En seguida me llamó Ortega de la Comandancia, para saber como
estábamos. Me dijo que se había acordado de nosotras aquella noche
por lo preocupadas que estaríamos, pero que las cosas iban bien y me
avisaría en momento oportuno. Esto me tranquilizó y, como a mi, a
los que estaban en casa. Durante la ceremonia los rojos se apoderaron
del auto de las de Botas, que no se ha vuelto a saber de él.
A
las cinco de la tarde, volvió a llamar Ortega y me comunicó que
ellos se cambiaban en aquel momento de domicilio por lo que comprendí
que se sublevaban. Me indicó que estuviéramos al cuidado, y que por
lo menos nos cambiásemos “el uniforme de diario”. Despedí a la
gente que estaba en el recibidor, respondiendo a su extrañeza, que
había jaleo y que me parecía conveniente se retirasen, y lo mismo
dije a las dominicales que, como domingo, estaban en la escuela.
Ellos creían por el contrario que estaba mejor la situación, pues
los mineros iban saliendo para Madrid. Después de cenar hice que la
Comunidad se vistiese de seglar, y desde nuestro recreo empezamos a
oir gritos de “Viva España” “Arriba
España” que nos emocionaron, ya que hasta entonces se hubiera
considerado un grito subversivo. El levantamiento estaba iniciado.
Iban llegando los guardias civiles de los pueblos comarcanos,
llamados por Aranda, que cruzaban los puestos rojos con los puños en
alto y al llegar a los nuestros se unían con el grito de “Viva
España”.
Todo
se habia hecho con gran secreto, tanto que estaba el ejército de
Aranda ya sublevado, cuando desfilaron los rojos por las calles dando
vivas al ejército leal, pues creían que los preparativos que se
hacían en la Comandancia, eran para ir sobre Madrid. Aranda dió 200
fusiles a los 850 rojos más valientes de los 15.000 que había en
Oviedo, los mandó a León y Zamora para deshacerse de ellos, y avisó
a Ponferrada donde destruyeron esta columna mientras 850 guardias
civiles se unían al ejército.
A
la hora en que Ortega me Ilamó, estaban citados todos los oficiales
en el cuartel de Pelayo, pues observaron, que los mineros:
habían
colocado ametralladoras enfocadas a la Comandancia por lo que pudiera
ocurrir, ya que no las tenían todas consigo, aunque creían contar
con Aranda. Al Comandante Caballero fueron a buscarle a su casa dos
guardias civiles y entró con ellos en un auto a escondidas. Se
dirigieron al cuartel de los guardias de asalto, que, aunque eran en
general buenos, capitaneados por jefes malos, recién nombrados,
encerrados en sus cuarteles no se habían unido al movimiento. Por la
tapia seguido de los guardias civiles, entró Caballero en el cuartel
les dijo “0 conmigo o con estos”. Todos le siguieron,
a excepción de los jefes y algún que otro guardia, que al verse
perdidos se encerraron en el cuarto de bombas, de donde al querer
escaparse a los dos días, los mataron.
La
Comunidad, a las nueve, en lugar de ir a sus cuartos, dispuse fuesen
a los de la casa de ejercicios, que eran más seguros, y vestidas de
seglares estuviesen allí hasta que yo les dijese. Me fui
a
la portería a averiguar que pasaba en el Gobierno. Seguían oyéndose
los gritos de Viva España, y sin más tiros, a las 12 me
avisaron que ya estaba
tomado el Gobiemo y todo. Reunidas rezamos el Te-Deum en el oratorio,
y fuimos a descansar creyendo que todo estaba hecho. A
la mañana siguiente Oviedo era otro. ¡Qué alegría en la
población!; todo el mundo optimista, desechado el temor del dominio
rojo. Los aviones de León venían a echar proclamas y felicitaciones
animándonos con que todo iba muy bien y la alegría cundía.
Los
militares tomaron posiciones alrededor de la ciudad e hicieron un
llamamiento a la población civil que reaccionó mal, debido a la
poca gente de derechas que había entonces en ella. Fueron pocos los
que se presentaron por el veneno sembrado con la, propaganda
comunista, pero ocuparon los nuestros los puntos principales:
Correos, telégrafos, teléfonos, etc. Aranda dispuso de poca gente;
si hubiese podido reunir unos miles de hombres más, no pasa nada en
Asturias. Total del número de defensores 2.700; de ellos 450
soldados de infantería más los guardias civiles, el grupo de los de
asalto y el resto de voluntarios. Se disponía de ocho piezas de
cañón de las cuaIes reventó una. Enseguida avisaron a Gijón para
que se sublevase, pero perdieron 12
horas entre dudas y fue fatal. Desertó una de las compañías y
los rindieron. Pidieron auxilio a León, Vigo y Ia Coruña pero se
encuentran en que no estaban sublevados todavía. Con una columna de
600 hombres los defensores se daban paseos fuera de la ciudad hacia
Gijón, con el fin de tener una zona libre al Norte. No llegaron a
Gijón porque no les convenía dada la escasez de fuerzas. En Coruña
no se daban cuenta de la situación de Oviedo, y el 29 de julio les
enviaron solo 560 hombres que no llegaron por no poder vencer la
resistencia. Tuvieron que organizar otra columna más fuerte que
tardó tres meses en llegar. En el frente de Oviedo se reunieron
30.000 rojos que se fueron armando cada vez mas. Ponían imágenes de
santos en los parapetos a las que se veían obligados a tirar los
azules. Asimismo se refugiaban en ]as iglesias por su solidaridad y
los nuestros se veían en la necesidad de destruir las casas de
Dios para defender a Dios.
El
resto de los habitantes trabajábamos para los militares. A
nosotras como a los otros conventos, nos pidieron los pucheros
pues eran de tamaño mayores que los de las familias, y señoras y
señoritas se encargaron de guisar por si mismas para los frentes.
El
Comandante Caballero entonces Gobernador de la plaza vino a decirme
que pusiera un taller donde trabajaran las chicas, a lo que
me
ofrecí gustosa, y acudieron varias de todas las clases sociales.
Unas
diez máquinas de coser reunimos, traídas por ellas
mismas. Por la mañana un soldado entregaba los monos cortados con
todos los utensilios de botones etc. y por la tarde venía a recoger
los hechos, que solían ser unos 30. Uno de los grupos se dedicaba a
hacer detentes que desde el primer momento eran deseados por todos
los que iban al frente, tanto soldados como falangistas. Como no
dábamos abasto a los que nos pedían, aún en los recibidores con
las visitas, continuábamos haciéndolos y por supuesto cada mono
llevaba siempre el suyo. Mientras se cosía se hacía lectura
espiritual y se rezaba el rosario, arma que se ha manejado mucho más
que los cañones y ametralladoras.
El
Coronel Ortega me llamó uno de estos días al teléfono. Mi sorpresa
fue grande pues no funcionaban desde que empezó el movimiento.
Quería tranquilizarme, pero por el momento me llevé un susto, pues
era la una y media de la noche, y como ellos se las pasaban en vela
creía que todos hacíamos lo mismo. Me dijo que las cosas iban muy
bien y me dio detalles de una batalla que habían tenido aquel día.
Me pidió oraciones, detentes y escapularios para el día siguiente
que vendría a comulgar para lo que quiso saber si teníamos
sacerdote.
Preparamos
una caja con lo que deseaba y en la tapa se nos ocurrió poner una
estampa del Sagrado Corazón. Muy grande fue mi alegría cuando, a
los pocos días, vino el mismo Ortega a estudiar el sitio conveniente
para que se defendiera la Comunidad durante los cañoneos, que cada
vez eran más frecuentes, y me dijo que el Corazón de Jesús de la
caja de nuestros detentes estaba sobre la mesa de Aranda y presidía
todos los planes de batalla. Al saber esto me apresuré a mandarle
dos cuadros, uno del Sagrado Corazón y otro de la Virgen, y al darme
las gracias, supe que se había quedado con el de la Virgen
que llevaba consigo a todas partes, y a la que atribuye el éxito
maravilloso y verdaderamente milagroso de la dificilsima campaña, y
Aranda, con el del Sagrado Corazón.
Al
estallar el movimiento tuvimos que suprimir la exposición del
Santísimo, pero hacíamos las adoraciones delante del sagrario hasta
las nueve y media de la noche, por supuesto, con amplios permisos
para visitar al Señor y
rezar rosarios siempre que pudiesen. La capilla estaba
continuamente con varias Madres y Hermanas para pedir al Señor nos
ayudase a salir adelante victoriosos y con una España renovada en su
cristianismo.
Los
sacerdotes escapaban y como también nuestros capellanes se
ausentaron,
mi mayor preocupación era encontrar quien los supliese. Se prestó a
venir uno, anciano, que a los pocos días puso inconvenientes, pues
nadie se atrevía a salir de casa por el pánico y las desgracias que
causaban las bombas. Entonces, temiendo que nos faltase la Sta. Misa
y Comunión, acudí con gran confianza al Señor. “Mira Señor que
solo te tengo a Ti, ¡no nos prives de este consuelo! y esto lo
repetía con frecuencia. Fue tan eficaz mi corta súplica, que aquel
mismo día se solucionó el conflicto, pues vinieron a refugiarse en
nuestra casa las Hermanas de la Caridad del Colegio de la Milagrosa,
con las huérfanas, y coma tenían a un P. Paúl de
Capellán, se ofreció para celebrar todos los días en nuestra
iglesia. Para evitar el peligro de andar por la calle, se le
proporcionó habitación en una casa al lado de la nuestra, y aún
así un domingo fue tan pertinaz la lluvia de metralla, que no pudo
venir, pero solo ese día nos faltó la Sta. Misa y Comunión. En
nuestra casa estaban también refugiadas las Siervas y algunas
familias que se quedaron sin albergue. Todos participaban con gran
consuelo de nuestros cultos y se agregaban algunas Religiosas del
Servicio Doméstico y varios fieles que se atrevían a desafiar el
peligro. Un día, al empezar la Misa, oímos encima el avión. El
sacerdote se volvió al público para preguntamos si queríamos que
suspendiese, pues no había pasado aún el Ofertorio, pero todos
mostraron deseos de que continuase hasta terminar, lo que se hizo con
acompañamiento de las bombas.
Confortadas
así espiritualmente seguimos, en lo posible, nuestras distribuciones
instaladas en la parte baja de la casa; los otros pisos eran más
peligrosos, y blanco de balas y bombas.
La
situación cada vez se bacía más grave, y a los cañones se
añadieron bombardeos aéreos, mucho más espantosos, que nos tenían
día y noche en inminente peligro, obligadas a vivir en los sótanos,
mejord dicho, cuchitriles de nuestra casa.
Oviedo
era otro Alcázar, especialmente la calle Uria y las de nuestro
alrededor acometidas de los tiros de 30.000 rojos.
Cinco
aviones eran los que venían e descargar sobre nosotros centenares de
bombas. Hubo días que nos echaron 800 de avión y 1.800 de cañón,
cifras dadas por los mismos militares.
De
los cuchitriles no salíamos más que para la Misa que nos decía el
P. Paul, antes mencionado.
Nuestra
casa sufrió los efectos de la metralla, pues las bombas no solo nos
dieron grandes sustos, sino que nos hicieron muchos destrozos, sobre
todo una que explotó delante de nuestro portal en el momento que dos
Madres abrían la puerta a un pobre viejecito que pedía refugio. Las
Madres vieron el peligro de su vida y, a pesar de él, se apresuraron
a abrirle; los tres quedaron envueltos en Ilamas, casi sin
respiración por el olor de los gases.
Con
esta y otras bombas sucesivas, de la una a las cinco de la tarde, los
cristales, del primer piso hasta el tercero, se rompieron; las
contraventanas se arrancaron de cuajo, la fachada quedó acribillada
de metralla. Se destrozaron las puertas de los recibidores de
las escuelas atravesando un cuadro de la Stma. Virgen que allí
estaba.
En
posteriores bombardeos, una bomba derribó una casa que estaba al
lado, hizo destrozos en la puerta y fachada de la iglesia. Un cañón
que enfocaron a nuestra casa, con sus balas de 35, levantó parte del
tejado causando desperfectos en las terrazas y escaleras:
Las
puertas y tabiques tienen cantidad de agujeros. Otro cañón estropeó
dos cuartos de la casa de ejercicios con todos los muebles. Una de
las balas apareció sobre un colchón, otra en los estantes de
un armario, como si la hubieran colocado unas manos cuidadosas al
lado de un frasquito que quedó intacto habiendo destrozado todo lo
que encontró a su paso. Estos proyectiles pesan, tanto, que ninguna
de nosotras podría sostenerlos, y fue un milagro no hiciesen
desgracias personales. Uno de avión cayó en nuestra terraza y
afortunadamente estalló hacia fuera, pues si se hubiera hundido
perforando los pisos, justamente debajo estábamos refugiadas
nosotras. El golpe repercutió en nuestras cabezas, y por algunos
segundos dudamos si nos las habría abierto; tal era la sensación
experimentada. En fin, por los pisos altos cruzaban las balas de
ametralladora y mauser. Vivíamos día y noche en linea de fuego.
Todo el edificio necesita reparaciones que ahora no pueden hacerse, y
además, como continúa el bombardeo, es perder tiempo, pues están
cayendo continuamente edificios. Otras bombas causaban incendios con
líquidos inflamables que, como los rojos habían cortado el agua, se
hacía imposible apagar.
No
es fácil hacerse idea del efecto desgarrador y aterrador que era, al
tcrminar los ataques ver a nuestro alrededor siempre alguna casa
derribada o poco menos, y en contínua espera de que sucediese otro
tanto con la nuestra. Por las noches admiradas y agradecidas de
vernos con ella en pie y todas ilesas, al rezar la Salve añadíamos
el Te-Deum.
Después
de una de estas explosiones, que dejaban la casa llena de polvo, cal
desprendida de las paredes, cristales etc. una de las Hermanas barría
el recibidor y se sorprendía al encontrar entre esa basura varias
monedas de plata de una y de cinco pesetas ¡Nueva y maravillosa
metralla! A pesar de lo trágico de las circunstancias, mucha gracia
nos hizo el suceso. Pero como no podía dudarse que
los
rojos no harían tales regalos se lo atribuimos, y acertamos, a una
señora que se encontraba en casa durante aquel bombardeo y, como
solían hacer todos en esos momentos, se había tirado al suelo
dejando caer su portamonedas del que salieron los extraordinarios
proyectiles.
En
los primeros días del movimiento se me presentó un Ayudante de
Aranda a decirme de parte de este, que deseaba encarcelar en nuestra
casa las presas rojas y que nosotras cuidásemos de ellas.¡Figúrense
mi pasmo y horror! Alegó la poderosa razón de que problamente si
nos confiaba ese oficio, al día siguiente se encontrarían todas
paseándose por las calles, pues no teníamos espiritu de carceleras,
pero contestó que de esto no me preocupase; ya que nos mandarían
soldados para que hiciesen guardia; mas sin duda pensado, mejor
decidieron libramos de tan enojosa labor, lo que añadí a los
innumerables favores que cada dia tenía que agradecer al Señor.
No
se descuidó tampoco la divina Providencia en atender a nuestro
sostenimiento
corporal. Desde los primeros dias del asedio faltaron
el
pescado, carne, leche, huevos, patatas etc. Hubo que racionar el agua
de los pozos y cisternas; los comestibles que había en
la población se consumieron pronto, y ya los últimos meses no
quedaba mas que arroz y algunas latas de tomate. Yo logré conmover a
las autoridades militares por mi numerosa familia, y no pudieron
portarse mejor. Me proporcionaron pases para coger agua y algunas
provisiones de intendencia. Claro que la necesidad de alimento era
objeto de nuestras oraciones a la Stma. Virgen de la Providencia y
a S. Cayetano que mostraron su poderosa intercesión agudizando
nuestro ingenio y, cuando parecía que todo se acababa, se me ocurrió
requisar la despensa de los Padres, pués suponía que al marcharse
habrían dejado algo. Mandé al portero con un carro y volvió con
todas las provisiones que había, que recibimos como llovidas del
cielo. Estas nos duraron para unos dias y, en vista del buen
resultado, asaltó después otras dos despensas de una señora y unos
parientes míos que me habían dejado sus llaves por si nos eran
necesarias sus casas. En ellas había entre otras cosas una gran lata
de miel que sirvió para endulzar en parte nuestras amarguras. Solo
me pesa haber dejado todavía en una de ellas algunas cosas para más
adelante, pues antes de poderlo llevar a cabo, una bomba inflamable
consumía la casa. Mucho celebraron los requisados mi osadía
renunciando a toda compensación. El P. Superior de Oviedo me
escribe, que si por un vaso de agua promete el Señor el cielo, por
toda una despensa es
para colocarse junto a S. Pedro.
Otro
socorro nos proporcionó el Coronel Ortega a quien acudía en mis
apuros, y nos mandó polvos de leche de los que echaban los aviones,
y latas de chorizos. Con tan buenos proveedores pudimos ahuyentar el
hambre que amenazaba seriamente.
Por
otro lado mis buenísimas hijas, cuando veían que la comida era
escasa, precisamente todas decían tener poco apetito; si había poca
agua, la sed se les había quitado, y en cambio, si se presentaba
tener que hacer algún esfuerzo o cosa de más trabajo o peligro,
cada una se sentía la más fuerte.
Y
ya que de ellas hablo, no puedo menos de decir que su docilidad
y
buen espíritu me fue un gran alivio. Ni un solo momento pusieron la
menor dificultad a lo que que yo indicase, prefiriendo
espontáneamente morir todas juntas que ponerse en salvo, como en
aquellos momentos podía desearse. La caridad y sacrificio
resplandecía y la
vida de Comunidad, dentro de lo que permitían las circunstancias, se
observaba con esmero.
El
perímetro de defensa de la ciudad era al principio de 18 km. pero
cada vez disminuía y llegamos a quedar matemáticamente encerrados
en la población.
Hasta
octubre tuvieron los nuestros siempre las iniciativas con continuas
salidas y operaciones estratégicas que resultaron muy bien.
La
vida en el sitio para los militares, decian les resultaba
bastanteagradable. Aranda es tenido por hombre maravilloso como
administrador
y previsor, pues de 18.000
litros de gasolina de que disponían al comenzar, les quedaban
6.000 al acabar y era elemento indispensable por el imprescindible
uso de los camiones; hasta había que traer agua en ellos de pozos
lejanos. Para ahorrarla utilizaron mil medios como la acetona y aún
alpargatas viejas.
Los
soldados eran los que mejor comían. En las posiciones avanzadas
carne y patatas, cosa que no tomaba el mismo Aranda. Hacían
frecuentes robos al enemigo atacando sus posiciones con sacos debajo
del brazo para llenarlos de hortalizas y otros comestibles. Uno de
los Capitanes contaba que él mismo había hecho una salida
con cuatro falangistas arrastrándose hacia un gallinero con los
cuchillos preparados para matar los pollos y que no gritasen. Aquella
noche pudieron servir huevos a Aranda. ¡Los primeros que
comía durante el asedio! También nos contaron que para animar a los
sitiados tenían alguna sesión de cine y enviaban invitaciones a los
rojos por medio de una especie de catapulta, lo que les enfurecía
por ver que podían tener diversiones, naciendo de estas ocasiones
insultos acompañados de dinamita. Se hicieron los nuestros, según
dijeron, unos perfectos dinamiteros y llegaron a emplear 22
toneladas de dinamita más que ellos y mejor que ellos. Esto
lo proclamaban a gritos los mismos rojos. Cuatro dinamiteros de los
sindicatos católicos de Orujo, fueron los que les enseñaron a
usarla. Los rojos se la tiraban par medio de tiradores como los que
usan los niños, y los nuestros inventaron el procedimiento de
echarla llenando bidones de ella y de clavos que tiraban a rodar por
los montes.
Como
las trincheras de unos y de otros estaban muy próximas solo les
separaban 100 m., se fueron haciendo amigos y con frecuencia
se
daban armisticios durante unas horas, en las cuales se hablaban los
soldados de un campo con los del otro. La hora de comer era sagrada;
entonces no se disparaba un tiro. Los nuestros daban el toque de
silencio y de diana, y ambos campos obedecían puntualmente. Por
haber disparado sobre un guardia civil que cogía patatas durante un
armisticio, ellos les dieron toda clase de explicaciones echando la
culpa al agresor que no era de aquella compañía. También tenían
discusiones delante de sus respectivas trincheras y fue célebre la
entablada en una pomarada (campo de manzanas.) Un jefe de ellos al
ver que la disputa iba mas para la parte roja, la cortó regalando
sin embargo a nuestro argumentante, una buena cantidad de manzanas y
unos zapatos.
Eran
tan inocentes que decían todo lo que pensaban hacer al día
siguiente; por ejemplo. Ya veréis lo que os va a pasar mañana, pues
hoy llegará un barco a Gijón cargado de armas etc. Los nuestros
radiaban esto a León y los aviones salían a bombardear al
barco.
A esto lo llamaban (“la radio parapeto”.
Los
bombardeos mis fuertes fueron en la primera quincena de setiembre. En
estos ataques tenían ellos mas bajas que nosotros; sin embargo las
heridas de los nuestros por ser casi siempre en la
cabeza
solían causar la muerte.
Decían
que habían llegado a torear los bombardeos aéreos. En moto y a toda
velocidad sorteaban granadas hasta de tres aparatos.
En
el campo tenían aún menos peligros; echados en una zanja boca
arriba y fumando, veían caer las granadas en la tierra y hundirse.
Hubo
casos notables coma el de un hórreo trasladado por una bomba de un
sitio a otro sin deshacerse.
Para
la población civil era muy distinto. Muchas personas pasaronlos tres
meses sin salir de los sótanos o de la catedral y otras iglesias que
se consideraban resistentes. Allí se hacia una vida tremenda.
Todo
en común; unos lloraban, otros rezaban, otros cantaban etc. El
ambiente no podía ser más deprimente. Era talmente horrible la vida
de privación de los sótanos, que los mismos oficiales huían de
visitarlos, por la pésima impresión que Ies causaba, y el
desaliento que les invadía. Decían que los días que resultaban
peor, estaban en proporción de las casas que visitaban. Nosotras lo
pasamos también muy mal. Los aviones y cañones no nos dejaban casi
respirar.
Los
cristales se pulverizaban en tal forma que nos parecía absorberlos y
que nuestra piel se impregnaba de su polvo. Se habían propuesto
tomar la ciudad y en la población se hacían aún más bajas que en
los frentes. Así se lo pedíamos nosotras al Señor, ofreciéndonos
a morir, aún con el terror
natural, par los militares, pues peleaban por España y su vida era
para ella más necesaria que la nuestra.
El
día 10 de setiembre
después de uno de esos bombardeos,
echaron
unas proclamas desde los aviones rojos en que decían, que si no se
rendían para las 10 de la mañana siguiente, no quedaría nadie vivo
en Oviedo, pues disponían de toda clase de medios para destruir la
ciudad.
El
pánico fue horroroso, y coma nuestra casa es nueva y bastante
sólida, aunque deteriorada ya, en mejor estado, y parecía más
segura que las inmediatas, la gente aprovechó de aquellas horas
disponibles para poner en salvo lo que mis estimaban, y nuestra
escuela se llen6. Muchas personas iban a refugiarse a los túneles y
a ellos nos invitaban a nosotras, pero me negué. Fueron unas horas
de terror indescriptible.
A
las Siervas y Hermanas de la Caridad con sus huérfanas, se añadieron
familias que se les habían quemado sus casas y algunas que por el
pánico del momento venían a refugiarse donde podían. También los
gatos despavoridos por las explosiones, parecía querían invadir
nuestra casa.
Para
poder lograr entre este desorden alguna independencia, se cedió a
nuestros huéspedes los cuartos de la casa de Ejercicios, aunque
después ellos mismos se agrupaban en los ángulos de paredes
maestras, sitio que ofrecía mayor seguridad. Nosotras en la planta
baja nos redujimos al de la sacristía y, colocadas como Dios nos dio
a entender, pasamos días y noches. Allí comíamos, allí dormíamos,
allí rezábamos y alli nos disponíamos a morir a cada momento. Los
rincones vinieron a ser santuarios: se oían los rezos de unos y de
otros, a diferentes santos y en diferentes tonos. Sin cesar de pedir
llegasen las deseadas columnas gallegas; pero allí quedaba el
periodo mas agudo.
Descargó
en Gijón un barco mexicano, 15.000 fusiles y enorme cantidad de
ametralladoras y fusiles ametralladoras. Del 4 al 2
de octubre se dio el gran ataque. En él solían tener los
nuestros 150 bajas diarias. El día 6 fue horrible ; el volumen del
fuego que nos hicieron, imponente. En un Área de 100 m. de longitud,
recibimos de 15
a 16.000 tiros de cañón del 35. La acometida más fuerte
fue contra la posición del Canto en la falda del Naranco. Los
asaltantes
se
rehicieron cuatro veces mandándonos otras tantas olas de asalto.
Delante
de alguna de nuestras ametralladoras, había ya hasta 80 cadáveres y
seguían atacando con el mismo empuje. No tomaron la posición. Ni
una sola tomaron durante el sitio, pero se acababan los hombres y no
podían ya contraatacar. La posición del Canto era ya un lio de
armas rotas, piernas, y nuestras tropas mezcladas con las rojas. El
fuego que nos hacían era tal que llegaron a encontrar al día
siguiente, las ametralladoras de ellos, fundidas por el incesante
funcionamiento. El Alto Mando se reunió y decidieron retirar las
posiciones del Canto y
otras.
Al
día siguiente otro ataque al depósito de armas, da cinco carros de
asalto. Contra ellos se Ianzó nuestra “Harca”
compuesta de
80
voluntarios dirigidos por un Capitán de Intendencia.
Los
rojos le tenían verdadero pánico, y tales proezas hicieron, que de
los 80 no quedan más que 74 intactos y 26
heridos. En esta defensa murió gloriosamente el hermano
de nuestras Madres Onaindía. Los nuestros se echaron sobre los
carros, con bombas de mano. A pecho descubierto y los vencieron a
patadas, les quitaron las ametralladoras con las manos arrancándolas
del carro, y por los agujeros les metían a presión bombas de
dinamita. Uno de los carros explotó. Los rojos sin embargo, llegaron
a apoderarse de un tercio del casco de la población, que, cuando
salimos, aún quedaba en su poder.
Con
esto la población civil estaba alborotada, pero como el Alto Mando
no daba noticias por evitar la excesiva alarma, aunque continuamente
me insistían para que nos fuésemos a otro sitio, me
negué
en absoluto a hacerlo en aquel momento, pues me parecía
aún
mas peligroso salir ya de noche, sin luz, sin saber si ya estábamos
realmente copadas por completo, y con ametralladoras y cañones sin
cesar de tirar. Las Superioras de las Siervas y Hermanas de la
Caridad me preguntaron qué hacíamos nosotras, y al ver mi decisión
opinaron lo mismo. Sin embargo, las familias particulares prefirieron
irse, pero antes de salir, el P. Paul en el oratorio, impuso a todas
la Medalla Milagrosa, que recibieron con gran devoción.
A
nosotras también nos la impuso en uno de los recibidores.
Procuré
orientarme de fuentes más serenas y seguras, sobre la verdadera
situación, y me confirmó que el momento era critico. Aranda no
podía hacer más; ya casi no tenia hombres ni municiones.
A
eso de ]as cinco de la mañana el P. Paul nos dijo la Misa a la que
asistieron, como todos los días, las otras dos pequeñas
Comunidades. Terminada esta, nos confesamos, y el Padre, sin
atenuante de ninguna clase, pues el peligro era clarísimo, nos
preparó para morir con palabras que alentaban y disponían a ofrecer
el sacrificio de nuestra vida con generosidad y hasta con alegría.
Aunque
nos costó salir de casa, tuvimos el consuelo de poder estar reunidas
en la de las señoritas del Castillo, situada en la calle de la
Magdalena, donde nos recibieron con mucho cariño.
Grandes
fueron los peligros de la salida. Las calles estaban enfocadas con
ametralladoras, que durante nuestro camino nos disparaban. Añádese
a esto que íbamos cargadas con mantas, un saco de arroz, agua para
beber, y algunas otras provisiones que nos quedaban que, aunque poco
para comer, era mucho para cargar con ello en aquellos momentos en
que se hubiera querido volar para verse libre de los tiros.
Antes
de llegar a nuestro refugio, nos vimos precisadas a dejar, por falta
de fuerzas, parte de nuestra carga en un portal, de donde la pobre
Adela, nuestra portera, poco a poco lo fue recogiendo.
Una
vez allí nos surgió de nuevo la dificultad de la falta de
Sacerdote, ya que el P. Paul se fue con las Hermanitas al hospicio.
Como
pobre porfiado renové mi súplica. A Nuestro Señor que solo te
tengo a Ti, y añadí, espero que no nos faltarás ahora. Es fácil
comprender mi emoción cuando me entero de que un caballero que
estaba
allí también refugiado, era un sacerdote de León, que por unos
días le cogió el movimiento en Oviedo. En seguida entabló
conversación exponiéndole mi deseo, y como no podíamos pensar en
salir, le propuse celebrar en casa la Sta. Misa, aprovechando las
concesiones del Sto. Padre para el tiempo de guerra. Conforme con
esto, convertimos una habitación en oratorio. Por otra gran
providencia teníamos en aquella casa un baúl con nuestros mejores
ornamentos, así que el sacerdote celebraba revestido como los días
de fiesta; y grande lo era para nosotras poder ir a Misa y Comulgar
en aquellas circunstancias en que muy pocos gozaban este privilegio.
Muchos vecinos se aprovechaban también.
Pero
no había terminado nuestro calvario. Los tres días que aquí
estuvimos fueron de incesante bombardeo los rojos minaron las calles
inmediatas y el Alto Mando dio orden de desalojar. Me propusieron ir
a la Catedral, que refugiaba a medio Oviedo, pero me negué y,
confiada en que a grandes males grandes providencias, como me dijo el
Sr. Obispo, convencida de que el peligro existía en todas partes,
decidí volver a casa con mis diecisiete hijas.
Me
adelanté con otras dos, y la portera volvería a ir acompañando a
las demás por pequeños grupos menos visibles de los rojos que
acechaban y tiraban a todas las personas.
Para
evitar en lo posible el paso por las calles, peligrosísimo en tales
condiciones, los militares habían abierto una especie de agujeros
para comunicar una casa con otra, y de esto me valí yo para llegar a
la de Olivares contigua a la nuestra.
Hilario,
porque no ocurriese como a la ida, pues la carga no había disminuido
sino aumentado todavía con algo de carbón de la casa de los Padres,
trajo un carro de Intendencia donde él hacía el servicio.
En
cuanto entré en casa dispuse que Adela volviese a buscar el grupo
siguiente, y mi sorpresa fue grande cuando me encontré con que todas
juntas estaban entrando ya en nuestra portería.
Según
me dijeron; a los pocos minutos de salir yo, se había alborotado la
gente en tal forma, que creyeron necesario irse de allí, y aunque
con grandes dificultades, pues el “Harca”
ya no dejaba pasar a nadie por el peligro inminente que corrían,
reforzadas con el empeño de Hilario, lograron escapar. Fue un
verdadero milagro que todas llegaran ilesas, pues más de un tiro las
alcanzó rozando el abrigo de la M. Asistente.
En
nuestra casa había nuevos huéspedes, porque los incendios de
aquellos días inutilizaron infinidad de casas. El único recurso era
ya estarse en los cuchitriles, con el crucifijo en la mano, y renovar
nuestros actos de contrición, dispuestas a morir.
Una
lamparita eléctrica me servía para comprobar que todas estaban
ilesas entre cañonazo y cañonazo. Había prohibición de encender
ni una vela por el peligro de los gases.
Ni
aún estos días nos faltó la Misa, pues al ver la aglomeración y
desorden de la Catedral, las señoritas del Castillo y el sacerdote,
que pensaban alojarse allí, decidieron venirse a nuestra casa, y
este Señor se consideró como nuestro Capellán hasta nuestra
llegada a Mondoñedo. ¡Que delicadeza del Señor con nosotras!
Los
militares habían tenido que refugiarse en el cuartel de Pelayo,
convertido en Comandancia militar. Sus sótanos estaban llenos de
mujeres, niños y enfermos, algunos con tifus, caso en que se
encontraban los demás refugiados de la capital.
Aranda,
me dijeron, puso un telegrama a Franco en el que le decía, ya no nos
queda más que morir como valientes. Dios había de poner su parte, y
la puso.
A
las 11 de la mañana del día
6 de octubre, los
aviones de León llamaron par radio, comunicando que un tabor de
regulares había tomado el Naranco.
Esta
noticia corrió instantáneamente por todos los rincones de Oviedo.
Aquella noche entraron las fuerzas gallegas recibidas con loco
entusiasmo. En días sucesivos lograron hacer un pasillo que coge
desde Oviedo hasta Grado, donde está ahora el Cuartel General.
Es
verdad que la ciudad está ya libre del cerco, mas la puerta abierta
para comunicarse y salir es relativamente de pocos kilómetros.
La
entrada de la columna gallega causó en la población la alegría
natural de quien, estando sentenciado a muerte con toda clase de
atropellos, es indultado.
Fue
de noche par la urgente necesidad en que ya se encontraba la defensa,
pero, según me refirió uno de los regulares, pudo haberles ocurrido
alguna desgracia, porque los defensores, en la oscuridad sin ver a
los soldados, con razón querían cerciorarse de que los gritos
patriotas que oían de Viva España procedían de legítimos
españoles, temerosos de los engaños de los rojos. Los
inconfundibles sonidos de los africanos que añadían a Viva Franca
(como ellos dicen) acabó de asegurarles y la animación con que se
abrazaron repercutió en la ciudad.
De
los sótanos salía la gente con velas sin acabar de creer que eran
las deseadas columnas. El eco de todas estas alegrías llegaba hasta
nuestra casa y llenas de gratitud al Señor fuimos a rezar el
Te-Deum.
Al
día siguiente oímos a los Jefes de los regulares que, gozosos de su
hazaña, se apresuraban a levantar los ánimos de los habitantes de
Oviedo anunciándoles su salvación. Tuvimos que abrirles también
nuestra puerta y al ver la imagen de la Santísima. Virgen que
teníamos en el recibidor central, nos conmovió la devoción con que
besaban sus manos y sus pies y repetían Esta nos ha salvado.
Uno
de ellos me dijo Madre, vamos a rezar algo juntos y rezamos el Ave
María.
Es
consolador el espíritu de fe que animaba a todos en este movimiento.
Decía
uno de los militares de Oviedo. Se ha palpado la cooperación de la
gente que ora. Hemos tocado la Providencia de Dios. Estábamos
preparados para un sitio de 15 días
y pudimos resistirlo tres meses. Dios ha dado unidad a todo el
movimiento en España. Si no se levanta Galicia, no hubiera sido
posible la defensa de Oviedo.
Si
Oviedo no se suma al movimiento, estos miles de mineros hubieran
invadido León y Castilla. Hemos presenciado toneladas de casos de
Providencia de Dios. Por ejemplo, la explosión prematura de uno de
nuestros cañones que podía haber hecho unos cuarenta muertos
(personas que se encontraban a su alrededor y no causó ni un
rasguño.
Fue
constante la nota de piedad entre nosotros. En el puesto de mando,
había un Sagrado Corazón (el cuadrito que nosotras mandamos). Se
veía a los oficiales de Estado Mayor, rezando su rosario y si alguno
trataba de hablarles entonces, decían no, espera un poco que
estoy en el segundo misterio. Asimismo leían los Evangelios de Gomi.
ñe sabido que uno de los ayudantes de Aranda, al tratar con una
Superiora de uno de los conventos de clausura, piadosa y
humorísticamente la reprendió, porque salió acompañada de dos
religiosas. Basta con una, le dijo, las demás a orar. Así como
nosotros llevamos tres meses sin relevo, así deben Vds. pelear con
las armas espirituales sin relevarse. Realmente de la oración
esperaban el triunfo y el Señor no quiso faltar a su promesa de
oírla.
Aunque
nos sentíamos más seguras, la tranquilidad completa no se
disfrutaba.
Pocos días tardaron los mineros en insistir con sus tiroteos y sus
deseos de cortar de nuevo la comunicación con Galicia.
En
uno de estos días fue cuando nos alcanzó uno de los cañonazos del
35 que he dicho antes.
Por
estas razones se comprendía que la lucha sería aún larga y nuestra
permanencia allí ofrecía serios peligros. Me pareció la mejor
solución salir con toda la Comunidad, y como esto no era fácil,
seguí importunando al Señor con mi súplica, y resultó eficaz.
Las
autoridades militares en su deseo de complacernos, concedieron el
permiso, pero no me ocultaron los peligros de la salida y me
proponían hacerla en varios
grupos, a lo que yo no me resignaba. Así
pasamos unos días hasta que apareció un gallego que hacía el
servicio entre Oviedo y Mondoñedo, y se prestó a llevarnos.
No
le faltaron dificultades al buen gallego para cumplir su compromiso,
pero se arregló todo con la intervención del Sr. Obispo de
Mondoñedo, hermano de la M. Bernarda Arribas que formaba parte de
nuestra Comunidad.
Al
fin salimos todas juntas el día 1
de noviembre acompañadas del sacerdote antes referido y de
nuestro portero.
Una
agradable y utilísima sorpresa nos tenía el Señor reservada para
entonces, pues se presentó a nosotras un joven, sobrino de K.
M. R. Madre General que dirigía el convoy militar y se ofreció,
atentísimo, para todo lo que necesitásemos.
Aun
cuando yo decidí el viaje para evitar los tremendos peligros en que
aun estábamos en Oviedo, veía que corríamos al cruzar la línea de
fuego, en que ya algún convoy había sido copado, y después del
nuestro, otro tendría que sufrir los tiros resultando heridos
algunos viajeros. A la
Comunidad no se lo decía, sin embargo, así que figúrense
mi emoción, cuando además de tener un Director de convoy tan
afecto, un poco antes de arrancar, se presenta un militar de unos 50
años que preguntaba por la M. Montiel. Me di a conocer y me dijo
estas palabras. Vaya V. tranquila M. Montiel, que no les
pasará nada. Admirada, quise saber quien era él, pero amablemente
me contestó que eso no me preocupara y se retiró de allí. A veces
se me ocurre si sería algún santo de los muchos a quienes
invocamos, pues ciertamente el modo sentencioso y seguro con que me
dijo sus palabras, me infundieron una gran tranquilidad.
Nos
pusimos en marcha y empezamos a meternos en línea de fuego, en las
avanzadillas de los nuestros a través del Naranco, por
el
camino recién abierto. De vez en cuando había que pasar sobre
tablas, a modo de puentes, para salvar los desniveles del camino.
Rompía
filas una camioneta de militares, y a continuación, a ciertos
metros
de distancia, nuestro auto a la misma distancia detrás de nosotras,
otra camioneta de militares y luego otro auto de viajeros etc. etc.,
los coches iban separados unos de otros para disimular el
blanco
a los tiros de los rojos. Nuestros militares iban desde luego tirando
para ahuyentar al enemigo y defender el convoy. Por supuesto
llevábamos colchones y almohadas con las que nos cubríamos para
libramos de las balas. Nuestros defensores de vez en cuando nos
gritaban ct arriba los colchones a y nos acurrucábamos debajo
de ellos. Todo el tiempo fuimos rezando el rosario y la jaculatoria
bendita a Sagrado Corazón de Jesús se nos confió. Unas dos
horas tardamos en llegar a Grado que es lo que se considera línea de
fuego.
Para
que no faltase una nota cómica, nuestro autobús, que era de los
requisados por el ejército, llevaba un letrero que decía Ferias
y Fiestas que bien parecía
algo de esa clase por la enorme cantidad de cosas que encima habíamos
cargado, pues además de los baúles con ropa, llevábamos fardos con
unas 60 mantas.
A
las 2
aproximadamente salimos de 0viedo y a las siete y
media llegamos a Navia cambiando la decoración completamente
para nosotras, pues a la tragedia pasada sucedía la paz y alegría
que se veía en todas las partes dominadas por el ejército, y éramos
objeto de agasajos y muestras de caridad hermosas. Por todas partes
oíamos llamarnos las mártires de Oviedo.
En
Navia pasamos una noche hospedadas en el convento de las Dominicas,
alojamiento que ya nos encontramos preparado por un pariente de una
de nuestras Madres que, providencialmente como todo lo de esta
temporada, habíamos saludado en uno de los pueblos del trayecto, y
que en su auto particular llegó antes que nosotras.
La
cena fue todo lo mejor que aquellas caritativas religiosas pudieron,
y tan espléndida y abundante, que se traslucía el deseo de saciar
el hambre que hubiéramos podido pasar.
Al
salir, la gente del pueblo nos colmó de obsequios y entre ellos una
lata de miel que al subirla a la baca del coche se volcó y aún
después de recoger en su chaqueta la mayor parte el pobre hombre,
continuó goteando todo el camino.
A
la mañana siguiente después de oír la Misa de nuestro
improvisado Capellán
salimos de nuevo y a las once y media estábamos en Mondoñedo. Nos
dirigimos al Palacio Episcopal en cuya puerta nos esperaba el Sr.
Provisor que nos dijo, el Prelado había tenido que ir a Ferrol con
urgencia. Subí yo a la casa con la M. Bernarda, a quién
con grande emoción, abrazó su anciana madre.
Allí
teníamos sitio para tres y la dejó a ella con otra. Las demás
acompañadas por el Sr. Provisor, fuimos al colegio de las Hermanas
de la Caridad, vacío por estar las religiosas asistiendo a
los
heridos de Asturias instalados en el Seminario. Solo había una
Hermana delicada y una criadita. Pusieron a nuestra disposición toda
la casa y quien nos hiciera los recados y compras necesarias.
Por
supuesto, enseguida nos dejaron el Santísimo Expuesto con la
bendición diaria, para lo que se prestó un Sacerdote del pueblo
pues nuestro compañero de viaje continuó a León. El Sr.
Obispo nos concedió esta gracia, pero advirtiéndonos que
estuviéramos poco de rodillas por lo demacradas que nos encontraba.
Nunca agradeceremos bastante a S. llma., a su buenísima madre el
cariño y esplendidez con
que nos agasajó. En cuanto me fue posible puse un telegrama a
Nuestra Madre comunicándole nuestra momentánea residencia. Con la
R. M. Provincial hablé por teléfono y me dijo vendría en seguida a
recogernos y abrazarnos, lo que le agradecimos en el alma. Seis días
estuvimos allí obsequiadas por todos.
J.
Con las R. M. Provincial y M. Pilar Epalza continuamos nuestra
peregrinación. Pasamos una noche en Villafranca del Bierzo, donde
tan pronto como se dieron cuenta de que éramos religiosas, todos se
desvivían por atendemos compadeciendo a las sitiadas de Oviedo. Nos
hospedamos en el Hospital de religiosas Pastoras. Allí
fue
a visitamos el Párroco y nos mandó una bandeja de dulces.
Muchas
familias querían tenernos en sus casas pero como no conocíamos a
nadie preferimos quedamos todas juntas, aunque las camas, mejor
dicho, cunas, eran en menor número que las huéspedas. Desde allí
continuamos a Salamanca donde se distribuyó mi rebaño entre
Valladolid, Palencia y Burgos. Yo seguí a Coimbra y el día 13
de diciembre me embarqué para Roma a donde me llamaba a
descansar con gran cariño Nuestra Madre.
Tuve
el consuelo de recoger al pasar por Argel a la M. María Arribas y
juntas vinimos. Mucho gusto tuve también al ver la Comunidad de
Palermo en las pocas horas que allí se detuvo el barco, que nos
recibieron con grandes muestras de amor, y no se diga nada del
recibimiento que nos hizo Nuestra Madre General y
demás
Comunidad de la Curia.
Aquí
estoy ahora agradecidísima al Señor por la milagrosa y amorosísima
providencia que he palpado en las difíciles circunstancias y grandes
peligros en que nos hemos visto y también a tantas muestras de
cariño de todas nuestras hermanas y muchos buenos amigos, esperando
que el Señor de pronto el triunfo a nuestro heroico ejército, para
volver a reunirme con mi Comunidad en Oviedo.
Las
muchas delicadezas que he palpado del Señor me hacen confiar en que
no le faltarían a nuestras hermanas que allí estén en peligro.
María
Dolores Montiel A. C. J.
Roma.
Festividad de S. José y de Nuestra Señora de los Dolores -
19 marzo 1937.
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