martes, 31 de julio de 2018

De cajoncitos

Al leer acerca del cajoncito hallado conteniendo el sorpresivo curriculum de don Pablo Casado, recordé al de Cumbres Borrascosas, cuyo centenera edad se cumplió ayer 31 de agosto. Novela recomendable leer. Mientras lo hacen, les traigo un trocito.


-Podía escribirle una nota explicándole por qué no voy y mandarle unos libros que le he prometido prestarle. ¿Por qué no hacerlo, Elena? -No -respondí-, porque él entonces le contestarla a usted y sería el cuento de nunca acabar. Hay que cortar las cosas de raíz, como lo ha mandado su papá. -Pero una notita... -dijo suplicante. -Nada de notitas tajé-. Acuéstese. Me dirigió una mirada tal, que me abstuve de besarla después de desearle buenas noches. La tapé y salí muy disgustada. Pero, arrepintiéndome de mi dureza, volví para rectificar, y la encontré sentada a la mesa escribiendo con un lápiz una nota que escondió al verme entrar. -Voy a apagar la bujía -dije-. Y si le escribe usted, no encontrará quién le lleve la carta. Y apagué, recibiendo, al hacerlo, un golpe en la mano y varias violentas recriminaciones después de las cuales Cati se encerró con cerrojo en su cuarto. La carta, con todo, fue terminada y enviada por un lechero que iba al pueblo. Pero yo no me enteré hasta más adelante. Transcurrieron varias semanas, y Catalina abandonó su actitud violenta. Tomó entonces la costumbre de ocultarse por los rincones. Si, cuando estaba leyendo, me acercaba a ella, se sobresaltaba y procuraba esconder el libro, pero no lo suficiente para que yo dejase de ver que tenía papeles sueltos entre las hojas. Solía bajar temprano de mañana a la cocina y andaba por allí como en espera de algo. Adquirió la costumbre de echar la llave a un cajoncito que tenía en la biblioteca para su uso. Un día noté que en el cajoncito, que en aquel momento estaba ella ordenando, en lugar de las chucherías y los juguetes que eran su contenido habitual, había numerosos pliegos de papel. La curiosidad y la sospecha me decidieron a echar una ojeada a sus misteriosos tesoros. Aprovechando una noche en que ella y el señor se habían acostado pronto, busqué entre mis llaves hasta hallar una que valía para abrir aquel cajón, saqué cuanto había en él y me lo llevé a mi cuarto. Como había supuesto, era una correspondencia procedente de Linton Heathcliff. Las cartas de fecha más antigua eran tímidas y breves, pero las sucesivas contenían encendidas frases de amor, que por su exaltada insensatez -parecían propias de un colegial, pero que mostraban ciertos rasgos que me parecieron de mano mas experta. Algunas principiaban expresando enérgicos sentimientos, y luego concluían de un modo afectado, tal como el que emplearía un estudiante para dirigirse a una figura amorosa inexistente. No sé lo que aquello le parecería a Cati, pero a mí me dio la impresión de una cosa ridícula. Finalmente, las até juntas y volví a cerrar el cajón. Según tenía por costumbre, la señorita bajó a la cocina muy temprano. Al llegar el muchacho que traía la leche, mientras la criada la vertía en el jarrón, la señorita salió y deslizó un papel en el bolsillo del jubón del rapaz, a la vez que recogía algo de él. Dando un rodeo, atajé al chico, quien defendió esforzadamente la integridad de su misiva. Pero al fin logré arrebatársela, y le hice irse amenazándole con fieros males en caso contrario. Leí la carta de amor de Cati. Era mucho más sencilla y más expresiva que las de su primo. Moví la cabeza y me volví pensativa a casa. Como llovía, Catalina no bajó aquel día al parque. Al terminar de estudiar, acudió a su cajón. Su padre estaba sentado a la mesa, leyendo. Yo estaba arreglando unos flecos descosidos de la cortina de la ventana. Un pajaro que hubiese hallado su nido vacío no hubiera, con sus trinos y su agitación, manifestado más angustia que la de Cati al exclamar: -¡Oh! Y su cara, que un momento antes expresaba una perfecta felicidad, se alteró completamente. El señor Linton levantó los ojos. -¿Qué te pasa, hijita? ¿Te has lastimado? Ella comprendió que su padre no era el descubridor del tesoro escondido. -No -repuso-. Elena, ven arriba conmigo. Me encuentro indispuesta. La acompañé. -Tú las has cogido, Elena -me dijo, cayendo arrodillada delante de mí-. Devuélvemelas y no lo digas a papá, y no volveré a hacerlo. ¿Se lo has dicho a papá, Elena? -Ha ido usted muy lejos, señorita Cati -dije severamente-. ¡Debía darle vergüenza! ¡Y vaya una hojarasca que lee usted en sus ratos de ocio! ¡Si parecen cuartillas destinadas a los periódicos! ¡Qué dirá el señor cuando se lo enseñe! No lo he hecho aún, pero no se figure que guardaré el secreto. Y el colmo es que ha debido usted ser la que empezó, porque a él creo que no se le hubiera ocurrido nunca. -No es verdad -respondió Cati sollozando con desconsuelo-. No había pensado en amarle hasta que... -¡Amarle! -exclamé, subrayando la palabra con tanto desdén como me fue posible-. Es como si yo amase al molinero que una vez al año viene a comprar el trigo. 

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