domingo, 29 de julio de 2018

1984, pocos meses del hecho que cambió mi vida.

El señor Carles, pequeño, con gafas para ocultarse de las cámaras, sin saber que estas tenían reconocimiento facial de todos los psicópatas. Repetía ser el presidente de una ínsula que el Gran Hermano identificaba como Baratalia.

ORWELL
1984
PRIMERA PARTE
CAPITULO I

Era un día luminoso y frío de abril y los relojes daban las trece. Winston Smith, con la barbilla clavada en el pecho en su esfuerzo por burlar el molestísimo viento, se deslizó rápidamente por entre las puertas de cristal de las Casas de la Victoria, aunque no con la suficiente rapidez para evitar que una ráfaga polvorienta se colara con él. El vestíbulo olía a legumbres cocidas y a esteras viejas. Al fondo, un cartel de colores, demasiado grande para hallarse en un interior, estaba pegado a la pared. Representaba sólo un enorme rostro de más de un metro de anchura: la cara de un hombre de unos cuarenta y cinco años con un gran bigote negro y facciones hennosas y endurecidas. Winston se dirigió hacia las escaleras. Era inútil intentar subir en el ascensor. No funcionaba con frecuencia y en esta época la corriente se cortaba durante las horas de día. Esto era parte de las restricciones con que se preparaba la Semana del Odio. Winston tenía que subir a un séptimo piso. Con sus treinta y nueve años y una úlcera de varices por encima del tobillo derecho, subió lentamente, descansando varias veces. En cada descansillo, frente a la puerta del ascensor, el cartelón del enorme rostro miraba desde el muro. Era uno de esos dibujos realizados de tal manera que los ojos le siguen a uno adondequiera que esté. EL GRAN HERMANO TE VIGILA, decían las palabras al pie. Dentro del piso una voz llena leía una lista de números que tenían algo que ver con la producción de lingotes de hierro. La voz salía de una placa oblonga de metal, una especie de espejo empeñado, que formaba parte de la superficie de la pared situada a la derecha. 

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