Es un texto agradable a su lectura interesada a quienes Guste en concebir la historia, gestarla, nacerla, destetarla, bautizarla, compartir con ella su confirmación, educación, integración social, compartir la lucha social, asistir a su emigración, respetar su luto y evocar su crónica, como hacemos de la mano del profesor Noah Kramer.
Mapa de Mesopotamia antigua
Samuel Noah Kramer
La historia empieza en Sumer
INTRODUCCIÓN
El sumerólogo es uno de los especialistas más restringidos dentro de los ámbitos
académicos más altamente especializados; es casi un ejemplo perfecto del hombre que «más
sabe sobre menos cosas». El sumerólogo reduce su mundo a la pequeña parte conocida con el
nombre de «Oriente Medio», y limita su historia a lo que ocurrió allí antes de los días de
Alejandro Magno. El sumerólogo confina sus investigaciones a los documentos escritos
descubiertos en Mesopotamia, principalmente en forma de tabletas de arcilla inscritas con
caracteres cuneiformes, y restringe sus publicaciones a los textos escritos en lengua sumeria. El
sumerólogo escribe artículos y monografías, y los publica con títulos tan interesantes como
éstos: «Los prefijos be- y bi- en la época de los primitivos príncipes de Lagash», «Lamento
sobre la destrucción de Ur», «Gilgamesh y Agga de Kish», «Enmerkar y el señor de Aratta». Al
cabo de veinte o treinta años de estas y otras investigaciones tan resonantes como las referidas,
alcanza Su premio: ya es sumerólogo. Al menos, así fue como me sucedió a mí.
Y, sin embargo, por increíble que parezca, este historiador de minuciosas nimiedades,
este Toynbee al revés, tiene en reserva, como un triunfo que va a sacarse de la manga, un
precioso mensaje para el público. En mucho mayor grado que la mayoría de los otros sabios y
especialistas, el sumerólogo se halla en condiciones de satisfacer esa curiosidad universal que
tiene el hombre respecto a sus orígenes y a los primeros artesanos de la civilización.
¿Cuáles fueron, por ejemplo, las primeras ideas morales y los primeros conceptos
religiosos que el hombre haya fijado por medio de la escritura? ¿Cuáles fueron sus primeros
razonamientos políticos, sociales, incluso filosóficos? ¿Cómo se presentaron las primeras
crónicas, los primeros mitos, las primeras epopeyas y los primeros himnos? ¿Cómo fueron
formulados los primeros contratos jurídicos? ¿Quién fue el primer reformador social? ¿Cuándo
tuvo lugar la primera reducción de impuestos? ¿Quién fue el primer legislador? ¿Cuándo
tuvieron lugar las sesiones del primer parlamento bicameral y con qué objeto? ¿A qué se
parecían las primeras escuelas? ¿A quién y por parte de quién se daba la enseñanza? ¿Qué
programa había en las escuelas?
Todas estas «creaciones» y otras muchas más que iluminan los albores de la Historia
hacen la delicia del sumerólogo, quien, incidentalmente, puede responder correctamente a
muchísimas preguntas relativas a los orígenes de la civilización. No se trata, desde luego, de
que el sumerólogo sea un genio, de que esté dotado de segunda visión, ni de que sea una
persona excepcionalmente sutil o erudita. Casi diríamos que todo lo contrario; el sumerólogo es
un hombre de capacidad limitada, al que generalmente se coloca en los últimos peldaños, los
más bajos, de la escalera del saber, entre los sabios más humildes. La gloria que acompaña esas
múltiples «creaciones» realizadas en el orden cultural no pertenece al sumerólogo sino a los
súmenos, a esas gentes tan bien dotadas y prácticas que, hasta que no se tengan otras
informaciones, hemos de considerar como los primeros en constituir y elaborar un sistema de
escritura cómoda.
Es curioso comprobar que sólo hace cien años se ignoraba todo de esos lejanos sumerios, hasta
su misma existencia. Los arqueólogos y eruditos que, hace poco menos de un siglo,
emprendieron una serie de excavaciones en esa parte del Mediano Oriente llamada
Mesopotamia no buscaban allí los vestigios de los sumerios, sino los de los asirios y babilonios.
Por fuentes de procedencia griega o hebraica disponían de un considerable cúmulo de
información sobre los asirios y los babilonios y sus respectivas civilizaciones, pero, en cuanto a
los sumerios y a Sumer, ni sospechaban su existencia siquiera. Entre toda la documentación
accesible a los eruditos de la época no había ni un solo indicio identificable de aquel país ni de
aquellas gentes. El mismo nombre de Sumer se había borrado de la memoria de los hombres
desde hacía más de dos milenios.
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Samuel Noah Kramer La historia empieza en Sumer
Actualmente, por el contrario, los sumerios se cuentan entre los pueblos mejor
conocidos del Próximo Oriente Antiguo. Conocemos cuál era su aspecto físico gracias a sus
propias estatuas y a sus propias estelas, diseminadas por los museos más importantes de Francia,
de Inglaterra, de Alemania, de los Estados Unidos y de otros países. Además se encuentra en
esos museos una abundante y excelente documentación sobre su cultura material; se pueden ver
allí las columnas y los ladrillos con los que edificaban sus templos y sus palacios; se ven allí sus
utensilios y sus armas, su cerámica y sus jarras, sus arpas y sus liras, sus alhajas y sus adornos.
Todavía hay más: en las colecciones de estos mismos museos se hallan reunidas las tabletas
sumerias, descubiertas en cantidades fabulosas, por decenas de millares, y en estas tabletas se
hallan consignadas las transacciones comerciales de los sumerios y sus actos jurídicos y
administrativos, lo cual proporciona una información abundantísima sobre su estructura social
y su organización urbana. Incluso (y a pesar de que en este terreno la arqueología, ciencia cuyos
objetos son mudos e inmóviles, no suele dar ninguna información provechosa) podemos
penetrar, hasta cierto punto, en sus corazones y en sus almas, porque, en efecto, disponemos de
un gran número de tabletas donde se hallan transcritas ciertas obras literarias que nos revelan su
religión, su moral y su «filosofía». Todas estas informaciones las debemos al genio de este
pueblo, que (cosa rara en la historia del mundo) no sólo inventó (lo cual es, al menos, muy
probable), sino que supo perfeccionar todo un sistema de escritura, hasta el punto de hacer de él
un instrumento de comunicación vivo y eficaz.
Probablemente fue hacia el final del cuarto milenio antes de J. C. (hará de esto unos
cinco mil años) que los sumerios, apremiados por las necesidades de su economía y de su
organización administrativa, imaginaron el procedimiento de escribir sobre arcilla. Sus
primeras tentativas, aún someras, no fueron más allá del diseño esquemático de los objetos, o
sea, eso que nosotros denominamos «pictografía». Este procedimiento no podía utilizarse más
que para registrar las piezas administrativas más elementales; pero, en el transcurso de los
siglos siguientes, los escribas y los letrados sumerios modificaron y perfeccionaron poco a poco
la técnica de su escritura, hasta tal punto que ésta perdió su carácter de pictografía y de
«jeroglífico» para transformarse en un sistema perfectamente capaz de traducir no ya únicamente las imágenes, sino los sonidos de la lengua. Desde la segunda mitad del tercer
milenio a. de J. C. el manejo de la escritura en Sumer ya era lo bastante flexible para poder
expresar sin dificultades sus obras históricas y literarias más complejas. Es casi seguro que
hacia el final de este tercer milenio los hombres de letras sumerios transcribieron efectivamente,
en tablillas, prismas y cilindros de arcilla, un gran número de sus creaciones literarias que hasta
entonces no se habían divulgado más que por tradición oral. Sin embargo (y la culpa está en los
azares de los descubrimientos arqueológicos), sólo un pequeño número de documentos
literarios de esta época primitiva ha podido ser desenterrado hasta la fecha, mientras que,
correspondientes a la misma época, se han hallado centenares de inscripciones y decenas de
millares de tabletas «económicas» y administrativas.
Fue solamente a partir de la primera mitad del segundo milenio antes de J. C. cuando se
descubrió un conjunto de varios millares de tabletas y fragmentos, inscritas con obras literarias.
La mayor parte fue excavada entre 1889 y 1900, en Nippur, estación arqueológica unos
doscientos kilómetros al sur de la Bagdad moderna. Las «tabletas de Nippur» están actualmente
depositadas, en su mayor parte, en el Museo de la Universidad de Filadelfia y en el Museo de
Antigüedades Orientales, de Estambul. La mayor parte de las otras tablillas y otros fragmentos
han sido adquiridos por intermedio de traficantes y de excavadores clandestinos más que por
medio de excavaciones regulares, y actualmente se encuentran casi todos en las colecciones del
Museo Británico, en el Louvre, en el Museo de Berlín y en el de la Universidad de Yale. Estos
documentos tienen una categoría y una importancia muy variable, ya que entre ellos se cuentan
desde las grandes tablillas de doce columnas, cubiertas por centenares de líneas de texto en
escritura apretada, hasta los fragmentos minúsculos que no contienen más allá de algunas líneas
interrumpidas o maltrechas.
Las obras literarias transcritas en estas tabletas y en estos fragmentos pasan de un
centenar. Su extensión varía desde menos de cincuenta líneas en ciertos «himnos» a casi un
millar en ciertos «mitos». En Sumer, un buen millar de años antes de que los hebreos
escribiesen su Biblia y los griegos su Ilíada y su Odisea, nos encontramos ya con una literatura
floreciente, que contiene mitos y epopeyas, himnos y lamentaciones, y numerosas colecciones
de proverbios, fábulas y ensayos. No es ninguna exageración decir que la recuperación y la
restauración de esta antiquísima literatura, caída en el olvido, se nos revelará como una de las
contribuciones mayores de nuestro siglo al conocimiento del hombre.
Sin embargo, la realización de esta tarea no es cosa fácil, ya que exige y seguirá
exigiendo durante largos años los esfuerzos conjugados de numerosos sumerólogos, sobre todo
si se tiene en cuenta que la mayor parte de las tabletas de arcilla cocida o secada al sol están
rotas, melladas o desgastadas, de modo que en cada fragmento sólo ha subsistido una exigua
parte de su contenido original. Este inconveniente queda, sin embargo, compensado por el
hecho de que los antiguos «profesores» sumerios y sus discípulos ejecutaron numerosas copias
de cada una de las obras. Así, pues, las tabletas con lagunas o con desperfectos pueden
restaurarse a menudo a partir de otros ejemplares, los cuales, por su parte, también pueden
hallarse en estado incompleto. Pero para poder manejar cómodamente estos «duplicados»
complementarios y poder sacar de ellos todo el provecho, es indispensable volver a copiar sobre
papel todos los signos marcados en el documento original, cosa que obliga a transcribir a mano
centenares y más centenares de tabletas y de fragmentos recubiertos de caracteres minúsculos,
trabajo cansado y fastidioso que devora un tiempo considerable.
Tenemos, no obstante, el caso más sencillo, es decir, el caso raro de veras en que no
existe este obstáculo por haber quedado anteriormente restaurado el texto completo de la obra
sumeria de manera satisfactoria. Entonces no queda más que traducir el antiguo documento
para percatarse de su significado esencial. Ahora bien; esto es mucho más fácil de decir que de
hacer. No hay duda de que la gramática sumeria, gramática de una lengua muerta desde hace
tanto tiempo, es actualmente bastante bien conocida, gracias a los estudios que, desde hace
medio siglo, le han consagrado los eruditos. Pero el vocabulario plantea otros problemas, tan
intrincados a veces que el desdichado sumerólogo, después de arduos trabajos, hipótesis pesquisas, se encuentra de nuevo en el punto de partida, sin haber sacado nada en claro. En
efecto, muy a menudo sucede que no llega a adivinar el significado de una palabra sino
cotejándolo con el sentido del contexto, el cual, a su vez, puede depender de la palabra en
cuestión, lo que crea, en definitiva, una situación algo deprimente. Sin embargo, a pesar de las
dificultades del texto y de las perplejidades del léxico, han aparecido durante estos últimos años
un buen número de traducciones dignas de todo crédito. Basándose en los trabajos de diversos
eruditos, vivos o muertos, estas traducciones ilustran brillantemente el carácter acumulativo e
internacional de la erudición eficaz. En realidad, lo que ha ocurrido es que, durante las décadas
consecutivas al descubrimiento de las tabletas sumerias literarias de Nippur, más de un erudito,
dándose cuenta del valor e importancia de su contenido para el conocimiento del Oriente, y del
hombre en general, ha examinado y copiado buen número de ellas. Aquí podríamos citar a
George Barton, Léon Legrain, Henry Lutz y David Myhrman. Hugo Radau, que fue el primero
en consagrar casi todo su tiempo y sus energías a los documentos sumerios de carácter literario,
preparó con sumo cuidado copias fieles de más de cuarenta piezas pertenecientes al Museo de la
Universidad de Filadelfia. Aunque fue empresa prematura, Radau trabajó con grandes ánimos
en la traducción e interpretación de algunos textos e hizo algunos progresos en este sentido. El
conocido orientalista angloamericano Stephen Langdon reanudó, hasta cierto punto, la obra de
Radau, a partir del momento en que éste la había interrumpido. A tal efecto, Langdon copió
cerca de un centenar de piezas de las colecciones de Nippur, en el Museo de Antigüedades
Orientales, de Estambul, y en el de la Universidad de Pensilvania. Langdon tenía cierta
tendencia a copiar con demasiada rapidez, y en sus trabajos se han deslizado, por este motivo,
bastantes errores. Además, sus intentos de traducción y de interpretación no han podido resistir
la prueba del tiempo. En cambio, a él se debe la restitución, bajo una u otra forma, de cierto
número de textos sumerios de carácter literario de verdadera importancia, los cuales, sin su
acertada intervención, hubieran podido quedar amontonados e ignotos en los armarios y
vitrinas de los museos. Por su celo y su entusiasmo, Langdon ha contribuido a que sus colegas
asiriólogos pudiesen evaluar la importancia del contenido de estos textos. En la misma época,
los museos europeos editaban, y poco a poco ponían a disposición de todos los especialistas, las
tabletas sumerias de índole literaria contenidas en sus colecciones. Desde 1902, cuando la
sumerología estaba todavía en pañales, el historiador y asiriólogo británico L. W. King publicó
dieciséis tabletas del Museo Británico, perfectamente conservadas. Diez años más tarde,
Heinrich Zimmern, de Leipzig, imprimía cerca de doscientas copias de piezas del Museo de
Berlín, En 1921, Cyril Gadd, en aquel entonces conservador del Museo Británico, publicaba, a
su vez, la «autografía» (como la llamamos entre especialistas) de diez piezas excepcionales,
mientras que el llorado Henri de Genouillac, gran sabio francés, ponía a disposición, de todos,
en el año 1930, noventa y ocho «autografías» de tabletas, en muy buen estado de conservación,
que el Louvre había adquirido.
Uno de los que más han contribuido a esclarecer la literatura sumeria en particular y los
estudios sumerológicos en general es Arno Poebel. Este verdadero sabio dio a la sumerología
sus bases científicas para la publicación, en 1923, de una gramática sumeria detallada. Entre las
soberbias copias de más de 150 tabletas y fragmentos de que consta su obra monumental
Historical and Grammatical Texis, una cuarentena de piezas, procedentes como las otras de la
colección de Nippur del Museo de la Universidad de Filadelfia, contienen pasajes de obras
literarias. Pero, en realidad, es el nombre de Edward Chiera, catedrático durante muchos años
de la Universidad de Pensilvania, el que domina el campo de investigación de la literatura
sumeria. En mayor grado que ninguno de sus predecesores, Edward Chiera poseía clarísimas
nociones sobre la amplitud y el carácter de las obras literarias sumerias. Consciente de la
necesidad fundamental de copiar y publicar los documentos esenciales de Nippur que se
hallaban en Filadelfia y en Estambul, Edward Chiera partió para esta última ciudad en 1924 y
copió allí unas cincuenta piezas. Buena parte de ellas eran grandes tablillas bien conservadas, y
su contenido dio a los eruditos una perspectiva novísima de la literatura sumeria. En el
transcurso de los años siguientes, Chiera copió más de otras doscientas tablillas o fragmentos de
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Samuel Noah Kramer La historia empieza en Sumer
la misma colección en el Museo de la Universidad de Pensilvania, y, en consecuencia, puso a
disposición de sus colegas mayor cantidad de textos literarios él solo que todos sus
predecesores reunidos. Gracias, en gran parte, a su trabajo de desbrozamiento, pacientísimo y
clarividente, se ha podido empezar a percibir la verdadera naturaleza de las bellas letras
sumerias.
La afición que yo mismo tengo a este tipo estudios tan particulares me proviene
directamente de los trabajos de Edward Chiera, aunque, por otra parte, yo debo mi formación
como sumerólogo a Arno Poebel, con quien tuve el privilegio de trabajar en estrecha
colaboración hacia 1930 y años siguientes. Cuando Chiera fue llamado por el Instituto Oriental
de la Universidad de Chicago para que dirigiera la publicación del gran Diccionario Asirio, se
llevó consigo las copias de las tabletas literarias de Nippur, que el mismo Instituto Oriental se
encargó de publicar en dos tomos. A la muerte de Chiera, sobrevenida en 1933, el departamento
de publicaciones del mismo Instituto me encargó la preparación de estos dos tomos, en vistas a
publicar una edición póstuma bajo el nombre de Chiera. Fue precisamente durante este trabajo
que me percaté de la importancia tanto de los documentos literarios como de los esfuerzos que
aún tendría que desplegar yo para traducirlos e interpretarlos satisfactoriamente. No se habría
logrado nada definitivo mientras una cantidad aún más importante de las tabletas y fragmentos
de Nippur, todavía por copiar, no se hubiera puesto a disposición de los especialistas.
En el transcurso de las dos décadas siguientes he consagrado la mayor parte de mis
esfuerzos científicos a «autografiar», a juntar cuando eran incompletas, a traducir y a interpretar
las obras literarias sumerias. En 1937 partí para Estambul, provisto de una bolsa de estudios del
fondo Guggenheim, y, con la cooperación total del Departamento Turco de Antigüedades y del
personal competente de su museo, copié más de 170 tabletas y fragmentos de la colección de
Nippur. Actualmente estas copias se han publicado con una introducción detallada en turco y en
inglés. Pasé la mayor parte de los años siguientes en el Museo de la Universidad de Filadelfia.
Allí, gracias a los múltiples y generosos donativos de la American Phihsophical Society, estudié
y catalogué centenares de documentos literarios sumerios, aún inéditos, e identifiqué el
contenido de la mayoría de ellos, de modo que pudieran ser atribuidos a tal o cual de las
abundantes obras sumerias, y copié buen número de los mismos. En 1946 emprendí un nuevo
viaje a Estambul para poder copiar allí un centenar de nuevas piezas que representaban, en su
casi totalidad, fragmentos de mitos y de «cuentos épicos», textos todos ellos cuya publicación
es inminente. Pero quedaban todavía en el Museo de Estambul, como yo muy bien sabía,
centenares de piezas no copiadas y, por consiguiente, inutilizables. A fin de poder proseguir en
esta tarea, me concedieron una bolsa de estudios en Turquía, y en el transcurso de este curso
universitario 1951-1952, emprendí junto con las señoras Hatice Kizilyay y Muazzez Cig
(archiveras de las tablillas cuneiformes en el Museo de Estambul) la copia de cerca de 300
tabletas y fragmentos nuevos.
En el transcurso de estos últimos años se ha descubierto un nuevo conjunto de obras
literarias sumerias. En 1948, el Instituto Oriental, de la Universidad de Chicago, y el Museo de
la Universidad de Filadelfia aunaron sus recursos económicos y enviaron una delegación a
reanudar las excavaciones de Nippur, después de 50 años de interrupción. Como ya podía
preverse, esta nueva expedición ha desenterrado centenares de nuevos fragmentos y de nuevas
tabletas, los cuales son, actualmente, cuidadosamente estudiados por Thorkild Jacobsen, del
Instituto Oriental, uno de los asiriólogos más eminentes del mundo, y por el autor de estas
líneas. Parece ser que los materiales nuevamente descubiertos llenarán numerosas lagunas
existentes en las bellas letras sumerias. Tenemos buenas razones para esperar que en la próxima
década quedarán descifradas buen número de obras literarias, las cuales nos revelarán aún más
creaciones entre los fastos de la Historia del hombre.
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