La entrada en la CEE, hizo manifiestas estas agresiones, exigiendo que esta conducta del Estado con los ciudadanos y de sumisión de los ciudadanos, era una exigencia de pertenencia, aportando ayudas para revertir tales conductas y de procurar aquellos coherentes con la ética de la CEE.
No hay cambio alguno sino continuidad, miagando como miserables esclavos para que sigan dando las migajas que caen al suelo del epulón.
Solo cabe domesticar a los individuos y que las personas se eduquen. ¡Adios, pueblo mio!
Todo me resulta familiar: no he podido estudiar para que estudiara mi hermano. No me han "dado" un puesto de trabajo. He tenido que emigrar, ...
La aldea perdida (1), de Armando Palacio Valdés, de lectura deseada cuando sea leída, y la cual he citado muchas veces.
La FADE pide al Gobierno que "se tome en serio" las consecuencias de la descarbonización
"Empezamos a ver los efectos", señaló Belarmino Feito ante el ERE en Arcelor-Mittal
La FADE pide al Gobierno que "se tome en serio" las consecuencias de la descarbonización
El presidente de la patronal FADE, Belarmino Feito, pidió esta tarde al Gobierno que "se tome en serio" los efectos de las transición energética, entre los que incluyó el ERE anunciado ayer por Arcelor-Mittal y que afectará a más de 1.600 trabajadores durante 7 días.
"Yo no veo que se estén adoptando soluciones desde el Ministerio para la Transición Ecológica, sólo anuncios, unas veces en una dirección y otras veces en otras, y empezamos a ver las consecuencias", afirmó Feito, que señaló que se está abordando la transición ecológica "pero no la transición justa, que es adaptar ese proceso a las circunstancias de los territorios y el más damnificado es Asturias y sobre todo su industria". El presidente de la FADE afirmó que no ha escuchado "ni un sólo plan para la industria asturiana y es lo primero que habría que hacer, porque suena muy bien lo de transición justa pero hay que hacerla de verdad".
Feito destacó que hay "preocupación en las industrias electrointensivas" por "la incertidumbre que se está generando" y señaló que están en manos de multinacionales. "Cuando un centros de trabajo compite en inferioridad de condiciones con respecto a otros, la preocupación es lógica", señaló el presidente de la FADE, que apuntó que si "Arcelor prevé una disminución de pedidos lógicamente tiene que ajustar la plantilla y la disminución de pedidos puede tener mucho que ver con esa falta de competitividad que puede tener con respecto a otras plantas". Según Feito "Arcelor tendrá datos encima de la mesa para ver con que cuenta de cara a competir el año que viene en el mercado y todo esto no le favorece. Los riesgos están ahí y cuando hablamos de transición justa hay que evitar esos riesgos", señaló
(1)
Introducción
La primera edición de La aldea perdida (Madrid, 1903) aparece en un momento especialmente significativo, tanto desde la perspectiva de la evolución personal de su autor, como desde la óptica de una España abierta a las incertidumbres del nuevo siglo. Es innegable que al despuntar el siglo XX la situación española, a más de desconcierto, era de profunda crisis. Aunque lejos ya las tensiones inmediatas del siglo XIX —el constitucionalismo del 12, las desamortizaciones de mediados de siglo, los entusiasmos agostados de la revolución de 1868, incluso las preocupaciones carlistas—, sin embargo, las cuestiones cardinales —organización de la vida pública, transformación de las estructuras arcaicas— permanecían sin resolver, proyectando sobre este comienzo de siglo una madeja de problemas pendientes, tanto institucionales como estructurales, que, a modo de sustrato, acabarían agravándose con la pérdida de las colonias de 1898. A este respecto, ha escrito Manuel Tuñón de Lara: «Esta crisis era múltiple o polifacética: crisis del sistema, porque ya no había Imperio; crisis económica, porque se habían perdido esas fuentes de pingües negocios, esos mercados, amén de la inflación y de la quiebra específica del Tesoro, producidas por los gastos y deudas de la crisis colonial; crisis política, porque los partidos que se turnaban en el ejercicio del poder, el conservador y el liberal, asentados en el aparato caciquil, salían maltrechos y desprestigiados de la derrota; crisis social, porque el desarrollo de la industria, en algunas zonas, acrecentaba el peso de la clase obrera que, 12 Francisco Trinidad en proceso de toma de conciencia, se enfrentaba con unos patronos intransigentes…»1 Este amplio espectro de crisis instaura en España una etapa en la que el Estado establecido en 1875 —el llamado período de la Restauración, que se alarga hasta 1902, con la mayoría de edad de Alfonso XIII— va perdiendo progresivamente su hegemonía y eficacia; un tiempo en el que asistimos, por un lado, al acrecentamiento del poder del capital y la industria y, por otro, al despertar de la clase obrera que comienza a adquirir conciencia de clase y organizarse (en 1879 se funda el PSOE y en 1885, la UGT, en permanente antagonismo con las organizaciones anarquistas, que durante toda la década de 1870-90 se debatían en su propio dilema de identidad). Esta crisis, de caracteres casi endémicos, supone a su vez la toma de postura de la burguesía progresista y de la intelectualidad de perfiles pequeñoburgueses que, a través de una visión pesimista del devenir español, acaban constituyendo alianzas de fuerzas que posteriormente tendrán su cristalización en la efímera, pero significativa, Segunda República, de 1931. Aparecía, pues, España, en estos primeros albores del siglo XX, como un país en el que predominaba la actividad agraria sobre la industrial, fuertemente tutelada en este segundo caso por un Estado que suplantaba la iniciativa privada con un afán proteccionista que entrega la explotación minera a empresas extranjeras2 y se dejaba anular políticamente por el caciquismo emanado de una mal digerida Constitución de 1876.
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Introducción
La primera edición de La aldea perdida (Madrid, 1903) aparece en un momento especialmente significativo, tanto desde la perspectiva de la evolución personal de su autor, como desde la óptica de una España abierta a las incertidumbres del nuevo siglo. Es innegable que al despuntar el siglo XX la situación española, a más de desconcierto, era de profunda crisis. Aunque lejos ya las tensiones inmediatas del siglo XIX —el constitucionalismo del 12, las desamortizaciones de mediados de siglo, los entusiasmos agostados de la revolución de 1868, incluso las preocupaciones carlistas—, sin embargo, las cuestiones cardinales —organización de la vida pública, transformación de las estructuras arcaicas— permanecían sin resolver, proyectando sobre este comienzo de siglo una madeja de problemas pendientes, tanto institucionales como estructurales, que, a modo de sustrato, acabarían agravándose con la pérdida de las colonias de 1898. A este respecto, ha escrito Manuel Tuñón de Lara: «Esta crisis era múltiple o polifacética: crisis del sistema, porque ya no había Imperio; crisis económica, porque se habían perdido esas fuentes de pingües negocios, esos mercados, amén de la inflación y de la quiebra específica del Tesoro, producidas por los gastos y deudas de la crisis colonial; crisis política, porque los partidos que se turnaban en el ejercicio del poder, el conservador y el liberal, asentados en el aparato caciquil, salían maltrechos y desprestigiados de la derrota; crisis social, porque el desarrollo de la industria, en algunas zonas, acrecentaba el peso de la clase obrera que, 12 Francisco Trinidad en proceso de toma de conciencia, se enfrentaba con unos patronos intransigentes…»1 Este amplio espectro de crisis instaura en España una etapa en la que el Estado establecido en 1875 —el llamado período de la Restauración, que se alarga hasta 1902, con la mayoría de edad de Alfonso XIII— va perdiendo progresivamente su hegemonía y eficacia; un tiempo en el que asistimos, por un lado, al acrecentamiento del poder del capital y la industria y, por otro, al despertar de la clase obrera que comienza a adquirir conciencia de clase y organizarse (en 1879 se funda el PSOE y en 1885, la UGT, en permanente antagonismo con las organizaciones anarquistas, que durante toda la década de 1870-90 se debatían en su propio dilema de identidad). Esta crisis, de caracteres casi endémicos, supone a su vez la toma de postura de la burguesía progresista y de la intelectualidad de perfiles pequeñoburgueses que, a través de una visión pesimista del devenir español, acaban constituyendo alianzas de fuerzas que posteriormente tendrán su cristalización en la efímera, pero significativa, Segunda República, de 1931. Aparecía, pues, España, en estos primeros albores del siglo XX, como un país en el que predominaba la actividad agraria sobre la industrial, fuertemente tutelada en este segundo caso por un Estado que suplantaba la iniciativa privada con un afán proteccionista que entrega la explotación minera a empresas extranjeras2 y se dejaba anular políticamente por el caciquismo emanado de una mal digerida Constitución de 1876.
INTR
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