viernes, 28 de septiembre de 2018

Augusto temblaba y sentíase como en un potro de suplicio en su asiento

Miguel de Unamuno
Niebla


 Augusto temblaba y sentíase como en un potro de suplicio en su asiento; entrábanle furiosas ganas de levantarse de él, pasearse por la sala aquella, dar manotadas al aire, gritar, hacer locuras de circo, olvidarse de que existía. Ni doña Ermelinda, la tía de Eugenia, ni don Fermín, su marido, el anarquista teórico y místico, lograban traerle a la realidad. ––Pues sí, yo creo ––decía doña Ermelinda––, don Augusto, que esto es lo mejor, que usted se espere, pues ella no puede ya tardar en venir; la llamo, ustedes se ven y se conocen y este es el primer paso. Todas las relaciones de este género tienen que empezar por conocerse, ¿no es así? 

––En efecto, señora ––dijo, como quien habla desde otro mundo, Augusto––, el primer paso es verse y conocerse... 

––Y yo creo que así que ella le conozca a usted, pues... ¡la cosa es clara! 

––No tan clara ––arguyó don Fermín––. Los caminos de la Providencia son misteriosos siempre... Y en cuanto a eso de que para casarse sea preciso o siquiera conveniente conocerse antes, discrepo... discrepo... El único conocimiento eficaz es el conocimiento post nuptias. Ya me has oído, esposa mía, lo que en lenguaje bíblico significa conocer. Y, creamelo, no hay más conocimiento sustancial y esencial que ese, el conocimiento penetrante...

––Cállate, hombre, cállate, no desbarres. 

––El conocimiento, Ermelinda... Sonó el timbre de la puerta. 

––¡Ella! ––exclamó con misteriosa voz el tío. Augusto sintió una oleada de fuego subirle del suelo hasta perderse, pasando por su cabeza, en lo alto, encima de él. Y empezó el corazón a martillearle el pecho. Se oyó abrir la puerta, y ruido de unos pasos rápidos e iguales, rítmicos. Y Augusto, sin saber cómo, sintió que la calma volvía a reinar en él. 


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