Funciones del Parlamento
La incapacidad de legislar está suscitando numerosos problemas
La incapacidad para legislar del Parlamento surgido de las últimas elecciones generales está suscitando problemas tan dispares como la huelga de taxistas en Madrid y Barcelona, o la denuncia de la Comisión Europea contra España por la pasividad ante la existencia de pozos ilegales que están alterando el ecosistema protegido de Doñana. Los intentos de explotar los acuíferos al margen de la regulación han provocado, además, el trágico episodio de Totalán, donde un niño pereció al caer accidentalmente en una prospección ilegal. Las Administraciones y los Parlamentos, incluido el central, son conscientes la mayor parte de las veces de que estímulos tan diversos como la generalización de situaciones irregulares o los avances tecnológicos exigen adaptar la normativa existente para garantizar su estricto cumplimiento, cuando no aprobar una nueva que regule ámbitos de actividad que hasta ahora no existían. Pero en lugar de anticiparse a lo previsible, permiten que los plazos se agoten, las prácticas de hecho se consoliden y los conflictos estallen obligando a reparar y a improvisar.
La fragmentación política y la sucesión de dos Gobiernos en minoría durante una misma legislatura explican, sin duda, las dificultades para alcanzar los acuerdos parlamentarios que requiere una actividad legislativa coherente y predecible, hasta ahora sustituida por una atropellada sucesión de decretos leyes, muchas veces de intención estrictamente electoralista. Pero explicar no es lo mismo que justificar, como parecen haber asumido los grupos parlamentarios y cada uno de los miembros de las Cámaras, que confunden la disciplina de partido con la renuncia a la responsabilidad institucional que les corresponde. De las dos tareas fundamentales que tiene constitucionalmente asignadas el Parlamento, la función legislativa ha estado en abierto retroceso frente a la de control del Ejecutivo durante la totalidad de la actual legislatura. Con el agravante de que, en los últimos tiempos, el control se ha convertido en la excusa para que la oposición normalice como estrategia parlamentaria la aberración de impedir por cualquier medio que el Gobierno impulse la tarea legislativa, sin ofrecer tampoco alternativas.
Las consecuencias de provocar deliberadamente este desequilibrio entre las dos funciones del Parlamento es el empobrecimiento simultáneo de ambas, puesto que el principal criterio para controlar a un Ejecutivo en un sistema democrático es comprobar en qué medida y con qué grado de eficiencia lleva a la práctica las normas aprobadas por el Legislativo. Nada tiene de extraño, entonces, que un Parlamento del que apenas salen leyes se condene a hacer del control al Ejecutivo un espectáculo, en el que sesión tras sesión las Cámaras se extravían en la discusión de asuntos irrelevantes, pero de alto rendimiento propagandístico. Los malos usos del sistema siempre pueden ser corregidos, también los que se están instalando durante esta legislatura. La experiencia demuestra, sin embargo, que cada desviación institucional perpetrada por un partido en el poder es invocada como coartada por el partido que le sucede, incorporándola al sistema como una práctica habitual. A estos efectos, la tramitación de los presupuestos son simultáneamente un ejemplo y un límite. Un ejemplo, porque por razones electorales Rajoy no dudó en adelantar su tramitación fuera del plazo que marca la Constitución, pero tampoco Pedro Sánchez en retrasarla. Un límite, porque los ciudadanos que más han padecido las consecuencias de la crisis tienen derecho a conocer de una vez por todas qué está dispuesto a hacer por ellos un Estado definido como social y de derecho.
La arquitectura institucional establecida por la Constitución del 78 ha demostrado ser sólida, tanto que los múltiples problemas a los que hoy se enfrenta el país son más el resultado de malos usos persistentes, que de su concepción originaria.
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