Muere Juan Cueto, uno de los grandes comunicadores del siglo XX
El periodista y escritor fallece en Madrid a los 76 años tras una larga enfermedad
Juan Cueto, uno de los más importantes comunicadores y escritores de la comunicación del siglo XX en España, ha muerto esta mañana en Madrid a los 76 años, después de una larga enfermedad que lo tuvo fuera de ocupaciones en las que siempre fue líder del conocimiento y de la imaginación. Escribió para este periódico, creó Cuadernos del Norte, dirigió Canal + en España y trabajó para esa compañía de origen francés tanto en Italia como en Francia. Escribió libros, como Pasión catódica, en los que recogió sus agudas observaciones sobre el mundo de la televisión cuando, en España, esta no tenía teóricos de su ingenio.
En la casa de Cueto en Gijón había parabólicas y enciclopedias. Era la consecuencia de una inteligencia criada para inventar el futuro. Por así decirlo, Villa Ketty, aquella mansión rara que dejó un nazi y que él convirtió en el templo libertario en el que nacieron y se hicieron sus proyectos, era el Google de entonces. No le bastaban el Corominas o su acendrado conocimiento de la filosofía; quería más, y ese plus de la vida estaba fuera. El extranjero eran las antenas de su casa; por él venían, al tiempo que lo recibía Umberto Eco en Italia, por ejemplo, los aires contemporáneos que abrían Europa a fronteras que solo podían ser concebidas por los atrevimientos de la ciencia ficción.
Su mentalidad era audaz y moderna, ultramoderna incluso. Aun así, de la combinación de sus saberes y de sus actitudes nació una revista, Cuadernos del Norte, capaz de mezclar a jóvenes y maduros, a intelectuales de corbata y a intelectuales pordioseros, de todas las regiones del mundo, desde la Argentina de Borges al México de Octavio Paz o a la Francia de Jorge Semprún. Lo suyo fue combinar, combinarlo todo, y lo hizo desde esa geografía extraña que él convirtió en central en la vida de todos los que acudíamos en su ayuda para entender qué iba a pasar.
Villa Ketty fue la capital de nuestras búsquedas, y para él fue el centro de su regocijo de aprender y de enseñar a la vez. Allí nació Cuadernos del Norte (ahora saldrá en facsímil y estará disponible en versión digital) y allí nació, para el periódico asturiano que ayudó a fundar, Asturias Semanal, su columna más celebrada, La cueva del dinosaurio, que luego se trasladó a EL PAÍS. Esa última creación de su pluma sin tropiezos enseñó a toda España a leer la televisión. Sin tabúes, sin que su abrazo a la modernidad lo hiciera ininteligible, pedante o barroco, se sirvió de la famosa caja para esparcir opinión y sabiduría por todos los temas de actualidad. La consecuencia de esa sagacidad para ver más allá de lo que se ve (como aconsejaba Octavio Paz) fueron también sus columnas variables, que se publicaron en varias zonas del periódico. La solidez de su escritura venía de su cultura, de los libros que leyó con avidez sedienta, pero se basaba en la ligereza. En la profunda ligereza, en el conocimiento de todas las artes, desde la música al arte del humor, a las que se enfrentó sin prejuicios.
Era también un conversador veloz, instruido para no tomarse en serio nada más que lo más desconocido o temido, así que estar con él, escucharle, era una lección de alegría, a la que acudíamos muchos en tiempos en que la solemnidad sudorosa de este mundo necesitaba a Mafalda y a Juan Cueto. De esa multitud de conocimientos y de actitudes con las que acudió a la vida fuera de Villa Ketty nació su pasión por crear instrumentos que dieran de sí un espejo de la inquietud práctica en la que convirtió su vida.
Entre esos instrumentos, Canal +. El Grupo PRISA le encargó la dirección de ese proyecto de televisión encerrada, que causó en un momento determinado los celos desquiciados del Gobierno de Aznar, que pudo llevar a la cárcel a Jesús Polanco, a Juan Luis Cebrián y a otros directivos de entonces. Cueto se manifestó como un creador que había sido un teórico; no perdió sus maneras libertarias de hacer y de decir y de presentarse, pero conjuntó alrededor a un equipo racionalista que lo ayudó a hacer de tierra, de madera, de piedra, de nubes, sus sueños. Introdujo cine insólito, fútbol con vistas, incluso fue el que trajo a las pantallas el sexo explícito, por lo cual no solo perdió la bula de los curas sino de los que se santiguaban escupiendo. Luego se expandió él mismo a invenciones parecidas, en Italia, en Francia, en Alemania. Abarcó Europa, la quiso. Un día concibió con Jorge Semprún un documental que iba a ser titulado Las luces de Brindisi. Él había escuchado a un muchacho albanés que quería entrar a Europa por ese puerto italiano. Rechazado como hubiera sido rechazado hoy, dijo ante las cámaras: “No importa, ya he visto las luces de Brindisi”. De esa materia hacía Cueto sus proyectos y sus sueños; siempre estaba recibiendo noticias que a la vez eran ideas, la tierra nublada de sus sueños.
Su contribución al periodismo es diversa, llena de sabiduría; y la vida de los que le rodeamos le debe muchísimo. Él nos enseñó a dividir por dos la solemnidad, a creer que todo era posible si sabías hacerlo o decirlo; escribió algunos libros, casi todos recopilaciones de sus contribuciones insólitas a la inteligencia impresa. Había que arrancarle los libros con fuego, con fuego amigo, porque no nació para la vanidad ni para las mayúsculas. El último de sus libros, Yo nací con la infamia,lo publicó Anagrama, su editorial más habitual, después de muchos esfuerzos de Jordi Herralde para convencerlo de que se dejara editar. Para llegar a ese convencimiento al que se resistía hubo un almuerzo que él quiso que fuera en el mismo sitio, La Pondala, donde habían cenado los Rolling Stones cuando fueron a actuar a Gijón. Ya Juan no vivía en Villa Ketty.
Su hija Ana prosigue su pasión por la televisión, el ojo inteligente y variable de nuestra época. A él le emocionaba hablar de su nieto, que tiene quince años y la altura de un baloncestista. Fue un maestro, y en ese sentido el padre o el hermano de muchos que hemos sabido siempre que lo que aprendimos de lo que iba a ser el mundo se lo debemos a su inteligencia alegre y severa a la vez, la de un contemporáneo que no se dejó sobornar por la pereza intelectual ni por las oscuridades de la maldad humana. Fue, en fin, un hombre bueno en un país desquiciado que él, concretamente, hizo mucho más habitable.
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