1.380 mujeres con licencia para conducir camiones de carga en México, el 0,3% de los transportistas. EL PAÍS la acompaña en uno de sus recorridos, en los que a diario se cruza con prejuicios y riesgos por ser mujer
Hay pocas cosas que den más miedo que el hambre de tu familia. Clara Fragoso lo piensa en cada curva. Nunca se había subido a un tráiler cuando a sus 32 años decidió hacerlo por primera vez. La necesidad de alimentar a sus cuatro hijos hizo que aprendiera rápido a mover esta bestia de 53 pies (más de 16 metros), 400 caballos, 10 velocidades y 28 toneladas. Un nalgasfrías, lo llaman, pues arrastra una cámara frigorífica llena de manzanas a cero grados. Dos veces a la semana cruza uno de los Estados más rudos de México, el desierto de Chihuahua y pisa fuerte los lugares de descanso donde muchos la confunden con una prostituta, con la esposa perdida de algún camionero, un espécimen exótico demasiado tentador entre quienes se pasan la vida con la única compañía de la carretera. Por eso viaja más sola que todos ellos. Y cuando susurran a sus espaldas, levanta la cabeza. Madre coraje, abuela ausente. Conductora de tráiler.
No hay muchas mujeres como ella en México. Solo un 0,3% de los transportistas de carga del país son mujeres: alrededor de 1.380 cuentan con una licencia de este tipo, según las cifras del Instituto Nacional de Estadística. Pero el documento no les garantiza un trabajo. En un mundo de hombres, la mayoría con permiso no consigue un empleo, según denuncian algunas asociaciones. Y estiman que de ellas, apenas un 10% ha logrado dedicarse a esta profesión.
Por eso cuando desciende del enorme camión aferrada a una cartera de flores y un grupo de hombres la observa incrédulo de madrugada, ella sonríe. Nadie espera que de aquel camión, con más de 1.500 kilómetros rodados, baje una mujer. Y antes de hacerlo, se suelta el moño, estira su pelo que conserva los relieves de estar casi siempre recogido, peina sus mechas rubias, riza sus pestañas y cubre con maquillaje las cicatrices de un accidente que casi le cuesta la vida hace tres años. Con media cara quemada y el cuerpo cosido de cicatrices, atraviesa caminando la carretera.
—Buenas noches, compañeros.
A su alrededor, se han amontonado decenas de camiones en las orillas de una carretera polvorienta, apenas hay luz, y Fragoso sube los escalones de su cabina de cojines rosas y aroma dulzón. Su ruta acaba de comenzar.
En Ciudad Cuauhtémoc, Chihuahua (norte de México) empieza este viaje. Atravesará el desierto con dirección al centro del país y cruzará por los Estados más despoblados de México y más amenazados por el crimen organizado. Unas zonas donde las mujeres evitan caminar solas cuando cae la noche. Su destino está en Ciudad de México, en la Central de Abasto, el mercado mayorista más grande de Latinoamérica. Unos 1.600 kilómetros de ida, más de 36 horas, dos noches, siete paradas, cuatro horas de sueño. Un viaje redondo a la semana, una vida a bordo de un tráiler por un sueldo de 6.500 pesos, un total de 1.360 dólares al mes (unos 1.186 euros).
Por el desierto de Chihuahua avanza la bestia. El 18 morenas sobre el piso —otro de sus apodos— enfrenta con dificultad las pendientes, relincha como un animal viejo y se envalentona cuando baja alguna cuesta. Desde el morro, blanco y grande, se observa el cerebro de este imponente aparato. Lleva unos lentes de sol torcidos, a los que el uso les ha quebrado una patilla, un chaleco fucsia y unos ojos achinados que miran al frente pero casi no ven. Sus párpados pesan más que la carga que arrastra y han desarrollado una manera de mirar a medias, sostenida a base de café barato y anfetaminas. Cuando en mitad de la noche las líneas blancas de la carretera empiezan a bailar, el horizonte se une con el cielo negro y la vista solo es capaz de detectar el vacío, llega el momento de detenerse. Hace falta más café; hay que comprar más pastillas.
0.00 horas. Carretera 49, tramo Camargo-Delicias. Kilómetro 23.
Se baja con los labios pintados del camión que ha estacionado en una orilla de la carretera y se dirige hacia una casa que emite una tenue luz en medio de la oscuridad. Las Rufianas, está escrito artesanalmente en la entrada. La fachada roja y blanca da la bienvenida a los únicos conocedores de este rincón: los traileros. Dentro, cuatro hombres en silencio remueven con una cuchara de metal unas tazas de café. Un hombre con gorra roja en mitad de la noche, de unos sesenta años, ha pedido además un burrito, la especialidad de la casa. Este local gris es a la vez un restaurante, una tienda —con patatas de bolsa, fruta y accesorios para el coche— y lo más parecido a un bar que este grupo de camioneros frecuenta en su vida. Desde una mesa con un mantel de hule rojo, otro le guiña un ojo a la encargada y, como si estuvieran en una discoteca y ella se dejara conquistar, le devuelve cariñosamente la sonrisa. "Luego van presumiendo en el radio de que se ligó a la de la cachimba", comenta entre risas.
A las cachimbas —así es como se les conoce en el gremio a estos locales de carretera— se va principalmente a "darse un arreglón". Despejarse y conseguir el combustible que mueve al principal sistema de transporte de mercancías del país: las anfetaminas. El perico, como lo llaman ellos —que no tiene nada que ver con la cocaína—, les hace olvidar el sueño, el hambre y la tristeza que sentiría cualquiera con más de 30 horas de viaje a sus espaldas. Los hace inmortales durante un período de tiempo, antes de que llegue el bajón, la ansiedad, la depresión más oscura. Y, entonces, otro arreglón.
Sobre los manteles se disponen tazas de agua hirviendo a las que se agrega Nescafé, unas cucharadas de azúcar refinado y un comprimido de Asenlix. Ilegal sin receta, prohibido en muchos países, pero tan necesario para ellos como lo es para su tráiler la gasolina. Unos 300 pesos (13,6 euros) por 12 anfetaminas, disponibles en el mostrador de cualquier cachimba.
En mitad de la madrugada, abandona el local, enciende una linterna y se acerca a la bestia blanca. Al cruzar la puerta, ese espacio minúsculo, originalmente gris y austero, se convierte en su casa. Al fondo, una cama pequeña cubierta por una cobija color café y unos cojines; en medio, un taburete acolchado donde guarda unas camisas limpias; sobre unas estanterías guarda papel higiénico y un neceser con maquillaje; y debajo de las baldas, unos cajoncitos de donde saca cuando tiene hambre unas latas de atún y un racimo de uvas. Frente al volante, una foto de ella con sus hijos y sus nietos, pues aunque tiene 47 años, es abuela.
Esta noche una luz roja de la cabina ilumina la mitad de su cara cuando habla. Y ahí en su soledad, se siente tranquila. Se mira constantemente en el retrovisor y se recuerda a sí misma que es una mujer, además de trailera. Retoca su rostro con maquillaje, perfila sus labios, delinea sus ojos. "Es muy importante no perderse en el camino", dice mientras se aplica máscara de pestañas. Enciende la radio e introduce un disco pirata con un centenar de temas de pop en español y escoge uno de Selena, Tú, solo tú. Y, como si se tratara de una adolescente en la intimidad de su cuarto y el cristal delantero fuera un enorme espejo, comienza a cantar. Le quedan por delante más de 1.300 kilómetros.
Tres horas más tarde, está nerviosa. Uno de los efectos secundarios de la pastilla es que produce ansiedad. No le gusta e intenta tomar solo las necesarias. Ha visto cómo muchos de sus colegas cada vez necesitan más comprimidos para el viaje y les cambia la personalidad, "ya son adictos". Como si luchara contra sí misma, agita su pelo, se remueve en el asiento y cambia bruscamente las marchas del tráiler que avanza a unos 80 kilómetros por hora por una autopista solitaria.
4.00 horas. Carretera 49, tramo Jiménez-Chihuahua. En la caseta.
La cámara frigorífica del camión se ha apagado. Las manzanas que transporta deben llegar frescas a la capital —cero grados— y esta falla le puede costar el empleo. El tráiler arrastra una gigantesca mole que tiene un motor propio con su combustible conectado a un sistema informático, no lo puede controlar desde la cabina.
En ese momento de tensión —el primero y no el último del viaje— llega su novio, que también es trailero. Víctor, un hombre fornido, vestido con ropa de deporte y con un cigarro en la boca intenta explicarle cómo debe evitar que eso vuelva a suceder. Pero ella, con sus 15 años de experiencia, se resiste a recibir una lección. Y cerca del amanecer, en el arcén de aquella carretera solitaria, bajo una intensa lluvia que martillea los cristales, duermen abrazados una hora y media en su camarote. Él no tiene cobija ni cojines rosas, su única aportación a ese habitáculo gris es un cenicero junto a la palanca de marchas.
Es la primera, de las únicas dos veces, que se acostará en todo el viaje. Apenas come, porque le da sueño. Pero cuando el hambre aprieta, saca de un cajón una lata de atún y la devora a cucharadas. Y ha descubierto que las uvas le mantienen el estómago entretenido. No bebe agua, para evitar ir baño —no siempre es seguro parar—. Y casi no duerme, porque no tiene tiempo. A un lado del volante tiene previsto un cubo rosa para colocar entre sus piernas para cuando no pueda esperar más.
"Si las manzanas son valiosas, imagínese el diesel", reflexiona. A esta conclusión llegó hace tres años. Cuando su jefe de entonces decidió sellar los tanques de combustible para evitar que sus empleados vendieran el sobrante en el mercado negro, en el huachicol. Fragoso transportaba entonces sin saberlo un camión de doble remolque que era una bomba de relojería.
La acumulación de gases había convertido aquel vehículo gigante en un material sumamente peligroso. Solo el roce brusco con otro vehículo podría hacerlo estallar. Y estaba amaneciendo, y no veía nada; y un conductor, igual de cansado que ella, se había estacionado en la orilla de la carretera dejando medio cuerpo del tráiler en mitad de la autopista; y solo tuvo tiempo de dar un volantazo. El lateral derecho de su camión rozó con la esquina del vehículo estacionado. Y toda aquella mole explotó. Incluida la cabina donde ella viajaba. Su cuerpo se quemó, las cicatrices de aquel accidente las lleva marcadas en el lado derecho de su cara, en una mano, en la cadera. "Qué cara es la gasolina que vale más que mi vida", recuerda que pensó.
11.40 horas. Carretera 49, tramo Gómez Palacio-Bermejillo. Kilómetro 40.
El termo de la caja donde viajan las manzanas sigue dando problemas. Y todavía quedan 1.000 kilómetros. Esta mañana empieza a sospechar que quizá no llegue a tiempo a la descarga. ¿Y esto qué significa? Que perderá el único día que puede pasar con su familia en toda la semana y dormir más de dos horas seguidas en una cama.
Esta mañana no se ha pintado los labios y sus ojos parecen escondidos en dos hoyos negros. El maquillaje se ha resbalado de su rostro y ha dejado al descubierto las cicatrices de su lado derecho. "¿Por qué me metí en esto?", se pregunta.
Todo comenzó el día en que su marido le puso un cuchillo en el cuello. Después de 15 años aguantando golpes, humillaciones y amenazas, decidió que había llegado a su límite. Sus cuatro hijos, el más pequeño de tres años y la mayor de 13, lo habían visto todo. Agarró los papeles necesarios, cobijas, maletas y se fue de su tierra natal (Durango) hacia Nuevo Laredo (Tamaulipas), donde vivía su hermana. Allí trabajó en el comedor de una agencia aduanera y harta de no ganar lo suficiente para mantener a su familia, observaba con envidia el dinero que gastaban aquellos camioneros. Hizo un curso, consiguió la licencia que le permitía operar un tráiler. Pero ninguna empresa de transportes se fiaba de la capacidad de una mujer.
Casi un año después, y tras cobrar sueldos "que eran una miseria", lo consiguió. Y por primera vez desde que se divorció, pudo llevar a sus hijos a la escuela y rentar una casa.
13.30 horas. Carretera 49, tramo Gómez Palacio - Cuencamé (Durango), en el paradero de Cuencamé.
Después de 15 horas de viaje, ha estacionado el tráiler en el único paradero del trayecto habilitado para ellos. Aquí descansa unas dos horas. La última vez en lo que le queda de viaje. El termo sigue fallando. O aprieta el paso o no llegará a tiempo.
De regreso a la carretera, se observan unas casetas de madera a un lado de la cuneta. En las puertas, unos señores ataviados con botas de vaquero y camisas descosidas reciben a los camioneros armados con mangueras y enormes cubos de plástico. "Míralos cómo le hacen. Es el huachicol", explica. Los huachicoleros, vinculados al crimen organizado por las enormes ganancias que da la compra y venta ilegal de gasolina, esperan a sus clientes para hacer el intercambio rápido. Para que ella no vendiera aquí sus litros de combustible, le sellaron hace tres años los tanques de diesel y eso le provocó el accidente casi mortal. Ahora, se observan otros tráilers que descargan unos litros de combustible por unos 400 pesos con los que pagarse sus comidas—pues pocas empresas les pagan las dietas—.
15.30 horas. Carretera 49, tramo Cuencamé - Fresnillo, a la altura de Juan Aldama (Zacatecas).
Fragoso come por primera vez en un día y medio un plato caliente, un consomé de pollo. Se ha cambiado la camisa, lleva una nueva de rayas de cebra, jeans ajustados, el pelo suelto y carmín morado. Ha dejado su cartera de flores sobre la mesa y le echa un ojo, mientras come, a unas gafas de sol que venden en ese local. Desde fuera del restaurante, unos hombres apuestan unos 20 pesos a que esa atractiva mujer no puede manejar un tráiler. Un valiente se acerca a ella: "¿Señora, a que es verdad que usted lo trae?". Después de un año y medio de recorrer la misma ruta, no comprende por qué se sorprenden. "Me queda claro que los que están mal son ellos", señala. Una vez, un policía le gritó que si no era capaz de mover el camión, se fuera mejor a cuidar a sus hijos y a su marido. Ahora lo recuerda y le hace gracia.
Los atardeceres en esta carretera que atraviesa la sierra de Zacatecas son sus favoritos. Unas nubes a lo lejos parecen querer comerse el monte y vacían sobre él toda su carga. La tormenta queda lejos y la sigue con sus nuevas gafas de sol desde el espejo retrovisor. Sobre el tráiler, el cielo es rosa y naranja, el campo es de un verde amarillento. "Mira nomás, qué maravilla de oficina tengo", aprecia.
A media noche, está agotada y tiene prisa. "Si necesitan orinar, aquí está el cubo", recuerda. Regresa la ansiedad, el picor en la cabeza, la tensión en los músculos de sus piernas. Suena No, versionada por Edith Márquez, y sube el volumen. Empieza a cantar por encima del exceso de decibelios. No está disfrutando la música, no afina, está gritando. Grita para olvidar su cansancio, su hambre, su sueño, su soledad. Todavía le quedan más de 800 kilómetros.
Carretera 57, tramo México - Querétaro. Kilómetro 178.
Clara toma un café rápido y compra un Vive100, una bebida energética con cantidades potentes de cafeína. Sabor mora. No le gusta nada: "No hay de otra".
—¿Cómo gestionas tantas horas de soledad?
—Aprendí a quererme. A estar en paz conmigo misma. La mente es maravillosa, tú la acostumbras. El proceso fue difícil al principio, me costó mucho, yo lloraba, no quería estar aquí, lejos de mi casa, de mis hijos... Me sentía encerrada. Pero esto me pasó hace mucho, mucho...
Hace siete años, cuando todavía no se había acostumbrado a la dura vida del asfalto, perdió a cinco familiares en apenas dos años. Primero secuestraron y desapareció su hermano en Durango; unos meses después, secuestraron a su padre en la misma entidad; a su primo lo asesinaron en el Estado de México al intentar robarle su coche; su madre murió en el hospital y unos seis meses más tarde, secuestraron y asesinaron a una de sus hermanas. Lloró desconsolada sobre el volante y solo lo abandonó para ir a revisar cuerpos a la morgue.
Carretera 57, tramo México - Querétaro, en una gasolinera a la altura de Tepeji del Río (Hidalgo)
Clara llama al cliente, un empresario mayorista que se dedica a vender las cajas de manzanas que ella transporta en la Central de Abasto de la capital. No va a llegar a tiempo. Para entrar al monstruoso mercado y evitar el caos del tráfico es necesario llegar antes de que salga el sol. Está a unos 80 kilómetros. Su cuerpo cae rendido sobre la cama de su cabina y deja ver su enorme cicatriz de la cadera.
Un día más encerrada en el camión, pues no puede abandonar la carga. Una noche más sin su familia. Unos 1.560 kilómetros, más de 36 horas, dos noches, siete paradas, cuatro horas de sueño. Veinticuatro toneladas de manzanas que pesan menos que su alma.
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