Melly Barajas se convirtió en la primera maestra tequilera de un negocio dominado por hombres. Su factoría, que emplea sobre todo a mujeres, cumple 20 años gracias al liderazgo de esta mexicana inclasificable. Viajamos hasta los campos de agave que esconden los secretos de su elixir dorado.
ERA UNA MESA redonda, gigante, hermosa. Así la recuerda Melly Barajas, una mesa fuera de lo normal, y alrededor, una treintena de señores mayores, algunos con bigote, otros con sombrero. Ella acudía por primera vez a una reunión con los empresarios del tequila en Jalisco. Llegó acompañada de uno de ellos, amigo suyo, que la había invitado. Se sentó. Antes de empezar la junta, recuerda, uno de los tequileros se levantó, la señaló y dijo: “¿Qué hace esa mujer aquí?”.
Ella permaneció en silencio. “Me sentía chiquita”, dice hoy. Su amigo entonces la presentó a la concurrencia. Obvió las formas del señor, la misma impertinencia de la pregunta, su mal gusto. “Ella es Melly Barajas”, dijo, “es tequilera y tiene su fábrica en Los Altos”. Pero aquel individuo siguió erre que erre. Barajas recuerda su bigote, de punta ondulada. Sabe cómo se llama, pero prefiere no decir el nombre. “No, un momento”, dijo el señor. “Porque si no se sale ella, me salgo yo. Las mujeres, como las escopetas, en el rincón y cargadas”.
En su primera reunión con los empresarios del tequila, un tipo dijo: “¿Qué hace esa mujer aquí?”
“Casi me desmayo”, recuerda Barajas 20 años después de aquello, a bordo de una enorme camioneta blanca que vuela camino a su fábrica en la región de Los Altos, a hora y media de Guadalajara, la capital de Jalisco, en el centro de México. Aquel día, cuenta, el resto de tequileros acabaron pidiendo al señor que se fuera. Ella se quedó. “La verdad”, dice, “lo que sentí nadie me lo quitó”.
Melly Barajas nació en Guadalajara hace cosa de 50 años, quizá alguno más, quizá alguno menos: evita decir su edad. Esquiva, de hecho, concretar fechas pasadas, tomando el calendario por nebulosa: como 15 años, como 20, como 30. Hace tiempo. Tampoco habla de su familia, por seguridad. La ola de violencia que azota al país afecta a Guadalajara como a cualquier otra región. Asesinatos, extorsiones, secuestros. Preguntada al respecto, despacha la conversación con una simple frase: “Estamos bien, gracias al de arriba”.
Barajas es menuda. Viste pantalón vaquero y botas de tacón. Lleva el teléfono móvil colgando del cinturón, como si fuera un revólver. En algunas fotos aparece con sombrero, pero hoy no lo usa. Es amable y dicharachera. Notas de orgullo relucen en su voz cuando habla del tequila, las marcas que produce, sus alambiques y barricas, sus “niñas”, las empleadas de la fábrica, (casi) todas mujeres. “Cuando empezamos a buscar trabajadoras, solo llegaron niñas. Porque en esa parte de Los Altos hay mucha migración de hombres a EE UU. En nuestro pueblito, Valle de Guadalupe, igual es coincidencia, pero llegaron solo mujeres. Luego lo convertí en requisito, porque trabajan muy bien. Y porque al ser una fábrica de puras mujeres, sí las dejaban trabajar. Si no fuera así, no las hubieran dejado. Ya sabes cómo está el machismo en México. Ahora somos 19 mujeres”.
En cambio, hablar del machismo en la industria del tequila parece que la hace sentir incómoda. Como si fuera de mal gusto. “Hubo algunos que fueron gachos [desagradables] conmigo”, cuenta, “pero otros me ayudaron (…). Hoy día ya me gané el respeto de muchos, porque ya no se animan a decírmelo de frente. Ya no se animan a decirme: ‘Oye, ¿tú por qué estás aquí?”.
“Antes, la imagen del tequila era la de hombres agarrados a la botella en la acera”
Aunque solo produce tequila, la empresa de Melly Barajas, su fábrica, se llama Vinos y Licores Azteca. Elabora tequila blanco, reposado, añejo y extra añejo. Lo hace para sus marcas y para otras, que les contratan. Una de sus marcas, El Conde Azul (unos 50 euros la botella), alcanzó cierta celebridad hace unos años porque Barajas decidió meter oro comestible en las botellas. “En un restorán en Londres, donde van los reyes a comer, un lugar divino, ahí tenían un salero con trocitos de oro comestible. Yo veía que la gente se ponía en el plato y nada. No huele, no sabe, pero es glamour. ¿Por qué no meter glamour a una botella?”. Y lo metió ella misma con una cucharita, botella por botella, durante una larga sucesión de noches y madrugadas. Pero todo eso sucedió después.
“La verdad”, dice Melly Barajas, “es que en Guadalajara somos muy conservadores, ¡muy! Bueno, los que quedamos”. Camino a la fábrica, la conversación fluye por los sinuosos meandros de la libertad y la expresión sexual. Todo ha empezado por hablar de política, porque en México, desde hace meses, todo el mundo habla de política, cosa de la larguísima campaña electoral que ha culminado con la rotunda victoria de la izquierda representada por Andrés Manuel López Obrador. De ahí a cómo es ella, cómo se define. Y de ahí a las marchas multitudinarias que el Frente Nacional por la Familia organizó en la ciudad hace año y medio, a las que acudió con Víctor, su esposo, que hoy conduce la camioneta y que interviene de cuando en cuando en la conversación.
Fue un momento socialmente interesante. El Gobierno de México forzó que el Congreso discutiera la aprobación del matrimonio gay en todo el país. Pero la Iglesia católica y grupos evangélicos, con fuerte presencia en el centro político, lo pararon. Entremedias, marchas multitudinarias a favor y en contra del matrimonio gay en Guadalajara y la capital. El México antiguo contra el nuevo. Fuera de la camioneta, los campos de agave, la tierra roja, arcillosa, la luz lechosa. Al rato, Víctor, un hombre igualmente amable, el móvil colgado también de la cintura, dice: “Ya hemos llegado”.
Los Altos de Jalisco es una región cristera y agavera. Cristera porque fue aquí, hace ya 90 años, donde dos Méxicos antagónicos se enfrentaron, el católico tradicionalista con el revolucionario anticlerical. Aquí, dicen los lugareños, empezó la llamada guerra cristera, que se extendió por buena parte del norte y el centro del país y duró algo más de tres años. Agavera porque Los Altos es junto al valle de Tequila, también en Jalisco, la región productora de agave azul más importante del país. El agave azul, el único que se usa para destilar tequila. De aquí salen buena parte de los 270 millones de litros de tequila que México produce cada año.
Melly Barajas se enamoró del destilado poco a poco. A finales de la década de 1990 —no recuerda exactamente cuándo— quiso regalarle a su papá un lote de 500 botellas. Un lote personal, con su propia imagen y etiqueta “para las reuniones con sus amigos”, cuenta entre risas. No tenía idea de cómo hacerlo. Por entonces se dedicaba a la moda, diseñaba ropa vaquera y la vendía a tiendas de Guadalajara. Educadora de formación, compaginaba el diseño de prendas de vestir con clases en escuelas de comunidades desfavorecidas. “El Gobierno instaló autobuses viejos en barrios populares para que los niños pudieran ir a clase”, explica. “Hay tanta necesidad en el mundo… Claro que regresas a tu zona de confort y muchos ni siquiera me creían de cómo estaba. Lo que yo hacía es que juntaba a mis amigas o a las amigas de mi mamá y me las llevaba.
—¿Cómo son las amigas de su mamá?
—Pues muy sangronas [altaneras], ja ja ja… No te creas. Es que gente de dinero… Creen que van a tomar el cafecito. Y yo me las llevaba a que peinaran a los niños y jugaran con ellos.
Costó un tiempo que un fabricante accediera a trabajar con ella. No tenía “abolengo”, nadie en su familia se había dedicado al tequila y además era mujer. Gabriela Carreño, que ha representado los intereses de la Cámara de la Industria del Tequila durante casi 10 años, explica: “Los tequileros son celosos, no te comparten muchas cosas. Y ella, muy joven y mujer… Tenía todas las limitaciones”. Carreño es otra excepción de la industria. Es una de las tres mujeres que han alcanzado el grado de conocedora del tequila, algo así como maestra jedi del universo del destilado de agave azul. “Antes el tequila era para machos, pa’l que sepa tomar y quiera una bebida que te destape hasta las orejas. De hecho, el sabor era mucho más ríspido, más fuerte. Por eso lo del limón y la sal. Primero la sal para ensalivar; luego el trago, el efecto caliente, y luego el limón para neutralizar. Pero ya con estos tequilas que hacen hoy no lo necesitas”.
Ramón González, presidente del Consejo Regulador del Tequila, constata el cambio de la industria desde la fundación del propio Consejo, en 1993. Y no solo en el proceso de producción o el perfil del consumidor, sino en la actitud de los encargados de hacerlo. Impulsado por los principales productores, el Consejo nació ante la necesidad de estandarizar precios y procedimientos. Para que nadie hiciera trampas, recuerda González. En los primeros años, algunos se resistían con fiereza a acatar las normas. “A veces nos llegaban muy violentos al Consejo. Casi a golpes. Piensa en la época del cine de oro mexicano, Pedro Infante y demás. En las películas, los hombres agarraban la botella y se salían a la banqueta [acera] a beber. Esa era la imagen”.
Pese a las dificultades, Melly Barajas registró la marca para las botellas de su papá, Raza Azteca. Encargó las botellas, que al final fueron 1.000; convenció a unos productores de un pueblo cercano a Tequila y empezó un camino que dura ya 20 años. Dejó de dar clases, vendió sus “maquinitas de hacer ropa” y compró otras de hacer tequila, estudió la técnica y compró la hacienda para construir la fábrica. Otras mujeres heredaron la factoría de sus maridos, papás o hermanos; o bien son dueñas simplemente de una marca, pero no de una fábrica. Es el caso de Casa Dragones y Bertha González. O también del tequila Honor, de Kate del Castillo, y de Carmen Villarreal, que heredó la empresa de su esposo, Casa San Matías, cuando este murió en 1997 y la dirigió durante unos años. Pero Barajas es la única maestra tequilera, dueña de su destilería, creada de la nada.
¿Y ahora? “Ahora, a seguir trabajando”.
La fábrica funciona en una casona levantada junto al lecho de una presa que surte de agua a la región de Los Altos. Barajas y su marido alzaron una terraza con vistas a la presa. Su terreno es un arco de tierra desde la terraza hasta el agua. Algunos árboles, un pequeño campo de agaves. Esto es solo la parte de la fábrica. A unos kilómetros de aquí, ella tiene los verdaderos campos de agave, su plantación, donde crecen decenas de miles esperando la próxima cosecha. Produce 120.000 litros de tequila al año, el 70% para marcas ajenas y el 30% para las propias, como Conde Azul. El último año facturó algo más de un millón de euros, la gran mayoría en ventas a Estados Unidos. Parece poca cosa comparado con los 10 millones de litros que produce anualmente Don Julio, gigante de la industria. Pero teniendo en cuenta que Melly Barajas lleva apenas 20 años en el negocio, no está nada mal. La casa Don Julio lleva 78 años en esto.
Víctor, su marido, la acompaña a la fábrica y vive pendiente del tequila, pero su negocio es otro. Está asociado con un japonés y fabrica filtros de acero para la industria alimentaria. Le va, dice, extraordinariamente bien. Marido y mujer dicen que son unos apasionados de la cultura japonesa. “Lo pulcro, lo ordenado, esas cosas”.
Aunque Barajas se disculpe por el desorden, la fábrica parece un reflejo de su pasión por Japón, todo en su sitio. Concluida la temporada de producción, es tiempo de preparar los pedidos, los alambiques están limpios, igual que los filtros. En los hornos no hay pencas de agave cociéndose. Las trabajadoras, todas mujeres menos un ingeniero, se aprestan a dejar listo un lote de tequila La Gritona, una prestigiosa marca de California que trabaja con la reina del tequila desde hace años.
Fuera, en la terraza, nueve perros saludan efusivamente a todo el mundo. En una esquina hay una enorme jaula blanca, y dentro, un loro con las patas dañadas. Sobre la mesa, una legión de tortas ahogadas, bocadillos de carne de cerdo, frijol y col, bañados en salsa de tomate picante. Una delicia local. Melly Barajas prepara la suya mientras se sirve un tequila en copa de rebujito, la nueva moda. El nuevo glamour. Luego agarra la torta con la mano. Y dice sonriente: “Si te la tomas con la cucharita, como que no sabe igual”.
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