Don
Miguel nos enseñó de dónde procede el valor
En su enfrentamiento con Millán Astray,
defendió el que procede de la inteligencia frente al que nace de la histeria
exterminadora
"No
son los fanáticos, los energúmenos, los dogmáticos, los que con más ardor y
constancia pelean”. Miguel de Unamuno, acusado él mismo de cierto energumenismo intelectual, tuvo que
demostrar el 12 de octubre de 1936, en el paraninfo de la Universidad de
Salamanca y ante un auditorio guardado por legionarios y escuadrones
falangistas, cuánta validez tenía ésta su propia reflexión. Su enfrentamiento a
voces destempladas con el general Millán Astray, fundador de la Legión, ha
pasado al acervo común de la resistencia intelectual frente a la necia sumisión
rebañega del patriotismo vocinglero y alucinatorio.
He aquí un resumen del enfrentamiento:
el anciano don Miguel, harto de discursos empapados en venganza vesánica
proferidos en la ceremonia contra la antiespaña
de marxistas, vascos y catalanes (concretamente por el profesor Francisco
Maldonado, pero también del servil Pemán), y con una carta de la esposa del
pastor protestante Atilano Coco —detenido sin razón por los escuadrones de la
muerte de los rebeldes y fusilado el 8 de diciembre—, se levantó trémulo de ira
para responder a tanta vileza, e inició sus palabras con el emocionante “A
veces quedarse callado es mentir”; al poco, fue interrumpido a gritos (como
solía) por Millán Astray (“¡Viva la muerte!”, “¡Mueran los intelectuales!”);
cruzó voces atropelladas y destempladas con el general mutilado, entre otras
una lúcida advertencia (“Me duele pensar que el general Millán Astray deba
dictar las normas de psicología de las masas”); y, avasallado por el alboroto
de falangistas y legionarios, concluyó con el conocido “vencer no es convencer
y no puede convencer el odio que no deja lugar a la compasión”.
Aquel 12 de octubre se enfrentaron en
Salamanca dos formas de valor: el histérico y vociferante, fundado en la
“muerte”, y en los “cojones”, que no solo destruyó el país en una guerra
colonial para exterminar a “marxistas”, “rojos” y “masones” sino que condenó al
Ejército español a vivir en una visión estratégica neolítica hasta la
Transición; y el valor de un intelectual cansado, agobiado por la culpa de
apoyar a los golpistas, afectado por no poder remediar la tragedia de Coco y
aterrado por la oleada de exterminio que se aproximaba desde la maquinaria
patriótica africanista. El gesto de Unamuno es emocionante por su hombría de
bien y porque procede de la región por él más querida, la del pensamiento.
No es
casual que alguien con tanto peso en el PP como Esperanza Aguirre, experta en
vender prejuicios como si fueran ideas e ideas como si fueran prejuicios, haya
salido a defender a Millán Astray. Contrita porque el Glorioso Mutilado
ha perdido una calle en Madrid, retorció la verdad cuando dijo que él no
participó en la sublevación. ¡Vaya que si participó, y muy activamente!
Concretamente desde el departamento de Prensa y Propaganda de Franco. La calle
que ya no tiene Millán Astray debería llevar el nombre de Unamuno. Madrid se lo
debe, por demostrar que el valor de un ciudadano no procede de los berridos
neurasténicos, sino de la inteligencia. No está de más recordarlo en tiempos de
tanta excitación.
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