domingo, 22 de abril de 2018

“Los infinitivos de la vida se reducen a dos: amar y pensar”

“Los infinitivos de la vida se reducen a dos: amar y pensar”

El filósofo Josep María Esquirol completa el “discurso de proximidad” iniciado con 'La resistencia íntima'

Retrato de Josep Maria Esquirol.
Retrato de Josep Maria Esquirol. JUAN BARBOSA
El nuevo ensayo de Josep María Esquirol (1963), profesor de filosofía en la Universidad de Barcelona, completa el “discurso de proximidad” iniciado con La resistencia íntima, que fue distinguido con el Premio Nacional de Ensayo en 2016, y donde postula, con un lenguaje y estilo transparentes, el cuidado de uno mismo, la cotidianidad y el “gesto de la casa”, para procurar orientación y amparo contra “la ubicua monocromía” y el nihilismo propio del mundo tecnificado.
Pregunta. ¿Qué relación tiene La penúltima bondad con La resistencia íntima?

Respuesta. Los dos libros forman un binomio. Lo que en Kant sería preguntarse qué es el hombre, yo he intentado traducirlo a dos preguntas, que van articuladas: la primera, cuál es la condición humana; la segunda, qué es la vida humana.
P. Usted postula una filosofía “de la proximidad” , pero eso no significa un pensamiento anticonflictivo, escapista. ¿Es así?
R. En la vida está la dificultad, el esfuerzo, la confrontación, todo eso forma parte de su viveza. Nunca hablo de “la vida” en abstracto, sino de “la vida de la gente”; cuando prestas atención a la vida de las personas puedes subrayar acontecimientos que forman parte de la actualidad, pero puedes también apuntar a rasgos que siempre han sido fundamentales y que revelan cuál es nuestra condición y la esencia de nuestra vida. Eso tiene que ver con lo que yo llamo la experiencia, y con el lenguaje coloquial, que es el mejor para traducir esas experiencias básicas. Dirijo la mirada hacia la base: a eso lo llamo “mirada ingenua”, en el sentido de génesis, de básico, del origen, de lo que es fundamental. A lo mejor así no haces un discurso novedoso, innovador, ni repites lo que ya se repite en el ambiente, y sin embargo conectas con las personas. Porque las experiencias fundamentales son comunes. Si aciertas al hablar de la condición humana las personas tienen que reconocerse.
P. Pensar, dice usted, es “aproximarse”, es “amar”. Cita a Hölderlin, “quien piensa lo más profundo, ama lo más vivo”. Y a Arendt: “El pensamiento es la quintaesencia desmaterializada del ser vivo”. ¿Se trata de romper con la tradicional separación entre pensamiento y vida?
“Las personas son capaces de una bondad más honda que el mal intenso”
R. Efectivamente. En el ensayo hay una tesis filosófica de fondo, y es esta. Los infinitivos de la vida, vivir, amar y pensar, en realidad, se reducen a dos: amar y pensar. Y este es el motivo de que cite esta frase de Arendt. Y otras, claro.
P. “Aquí en las afueras…” es un latiguillo que repite. ¿Son las afueras de un paraíso inexistente?
R. Exacto. Sin centro. Se trata de responder a la pregunta “¿cuál es la condición humana?”. Y esa condición desde luego no está en el “estado de naturaleza” de Rousseau. La expresión tiene un equivalente: “situación humana”. Para describir o referirse a esta situación humana fundamental, es oportuno recurrir a alguna imagen. En La resistencia íntima la imagen a la que recurrí era “la intemperie” y “el desierto”. Aquí son “las afueras”: son imágenes en cierto modo equivalentes. Estar en las afueras significa no disponer de centro, o dicho de otro modo: que no debemos pensarnos a partir de la categoría de plenitud o de completud, porque esas categorías nos llevan a un callejón sin salida. Sean el “estado de naturaleza” de Rousseau o equivalentes, como el paraíso edénico o como la Edad de Oro. En contra de esas formulaciones, sostengo esa idea de afueras sin centro.
P. “El mal es muy profundo pero la bondad todavía lo es más”. ¿Esta frase suya glosa el verso de Nietzsche “el placer es más profundo aún que el sufrimiento”?
“Si aciertas al hablar de la condición humana la gente se reconoce”
R. Hay una cierta equivalencia con ese poema, yo hago también un elogio de lo concreto. Aludo a la experiencia de la bondad. En estas afueras en las que estamos y que compartimos, el mal, en todas sus expresiones, la violencia, la indiferencia, la injusticia…, es muy extenso e intenso. Pero si te fijas bien te das cuenta de que las personas son capaces de una generosidad, de una bondad, que todavía es más honda que ese mal. Es más intensa. Y al final resulta que este mundo, que estas “afueras” que son las nuestras, se sostienen gracias a la bondad de la gente. Y no lo digo en un sentido moralizante ni dulzón. Sin esa generosidad, estas afueras —este mundo humano— desaparecerían.
P. ¿Si la bondad es lo más profundo, este es el mejor de los mundos posibles?
R. Esa imagen leibniziana es una afirmación metafísica tan difícil de sostener, y en todo caso de asumir hoy, que no me muevo en esta esfera. Mi perspectiva es más modesta. Yo diría, como la mayoría de la gente, que hay mucho sufrimiento, y oscuridad, y dolor extremos, hay una situación conflictiva… pero también hay luz o una claridad intermedia que me gusta describir como muy habitable. Hay calidez, hay abrazos, hay fraternidad. Esto no es solo discurso, es pura realidad. O sea, son “afueras” paradójicas. De los tres ideales de la Revolución Francesa, el de la fraternidad hay que trabajarlo, ver las posibilidades de extenderlo entre las personas. No hablo de un optimismo leibniziano. Hablo de algo real, algo vivo. Además, fíjese en este aspecto importante: cuando la fraternidad se extiende, se vive más. En situaciones de agradecimiento, de amistad, la vida se intensifica; no digo que se alargue, pero eso es lo que literalmente da sentido a la vida, porque la intensifica.

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