El gatopardo Giuseppe Tomasi di Lampedusa
... ellos hablaban de política y esperaban obtener noticias del padre Pirrone que llegaba de Palermo y que debía de saber mucho puesto que vivía entre los «señores». El deseo de noticias se había calmado ya, pero el del consuelo se vio desilusionado porque su amigo jesuita, un poco por sinceridad y un poco también por táctica, les mostraba negrísimo el porvenir. Sobre Gaeta revoleaba todavía la bandera tricolor borbónica, pero el bloqueo era férreo y los polvorines de la plaza fuerte saltaban por los aires uno tras otro, y allí ya no se salvaba nada fuera del honor, es decir no mucho. Rusia era amiga, pero lejana, Napoleón III traidor y cercano, y de los sublevados de Basilicata y de Terra di Lavoro el jesuita hablaba poco porque íntimamente le avergonzaba. Decía que era necesario sufrir la realidad de este Estado italiano que se formaba, ateo y rapaz, de estas leyes de expropiación y reclutamiento que desde el Piamonte hasta allí lo inundarían todo, como el cólera.
—Ya veréis — fue su nada original conclusión —, ya veréis que ni siquiera nos dejarán los ojos para llorar.
A estas palabras se mezcló el coro tradicional de las jeremiadas rústicas. Los hermanos Schiro y el herbolario sentían ya el mordisco de las fiscalizaciones. Para los primeros hubo contribuciones extraordinarias y el uno por ciento sobre los impuestos; para el otro una perturbadora sorpresa: había sido llamado por el Municipio donde le dijeron que, si no pagaba veinte liras cada ajo, no le permitirían vender sus hierbas medicinales.
—Y este sen, este estramonio, estas hierbas santas hechas por el Señor voy a recogerlas con mis propias manos a la montaña, llueva o no llueva, en los días y noches prescritos. Yo las seco al sol, que es de todos, y las pulverizo con un almirez que era ya de mi abuelo. ¿Qué tiene que ver con esto el Municipio? ¿Por qué tengo que pagar veinte liras? ¿Así, por vuestra cara bonita?
Las palabras le salieron a trompicones de su boca sin dientes, pero sus ojos se ensombrecieron de auténtico furor. —¿Tengo o no razón, padre? Dímelo tú.
El jesuita lo apreciaba mucho: lo recordaba ya un hombre maduro, más bien encorvado por su tarea de recoger hierbas cuando él era todavía un chico que cazaba pájaros a pedradas, y le estaba agradecido también porque cuando vendía un cocimiento a las mujerucas decía siempre que sin tantos o cuantos avemarías o gloriapatris, aquello no tendría efecto. Además su prudente cerebro quería ignorar qué hacían realmente con aquellos mejunjes y para qué cosa habían sido pedidos.
—Tiene razón, don Pietrino, cien veces razón. ¿Por qué no había de tenerla? Pero si no le quitan a usted el dinero y a los otros pobrecillos como usted, ¿dónde lo encontrarán para hacerle la guerra al Papa y robarle lo que le pertenece?
La conversación se dilataba bajo la suave luz vacilante por el viento que conseguía atravesar las macizas ventanas. El padre Pirrone se extendía en las futuras confiscaciones eclesiásticas: adiós entonces la agradable propiedad de Abbazia allí mismo; adiós a las sopas de pan distribuidas durante los duros inviernos. Y cuando el más joven de los Schiro cometió la imprudencia de decir que acaso así algunos campesinos pobres tendrían alguna finquita, su voz se hizo dura con el más decidido desprecio.
—Ya lo verá, don Antonio, ya lo verá. El alcalde lo comprará todo, pagará la primera cuota y si te he visto no me acuerdo. Ya ha ocurrido así en el Piamonte.
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