Los últimos años de Fernando el Católico: la lucha por el poder
A la muerte de Isabel la Católica, Fernando se vio forzado a ceder el poder en Castilla a su yerno, Felipe el Hermoso. Pero dos años más tarde regresó con mayor fuerza que nunca, dueño absoluto del reino de Nápoles y decidido a vengarse de quienes lo habían traicionado
En 1504, Fernando el Católico logró uno de los objetivos que había acariciado durante más tiempo. Por fin, tras décadas de intentos, el reino de Nápoles había pasado a poder español. Las tropas y el dinero de Castilla consiguieron expulsar a los franceses de aquella antigua posesión aragonesa y derrocar a la dinastía local gracias a una serie de sensacionales victorias del Gran Capitán, el genio de la guerra de aquel tiempo. Un éxito como pocos que habría coronado una gloriosa trayectoria vital. Sin embargo, ese año fue también el de la muerte de Isabel la Católica, la reina de Castilla, con la que Fernando se había casado treinta y cinco años atrás. El fallecimiento produjo sin duda en el monarca aragonés un profundo impacto emocional, pues, pese a los deslices de Fernando y puntuales desacuerdos, entre ambos había surgido un respeto y estima mutuos que completaban lo que fue una alianza política. Pero también lo dejó en una posición política muy débil, ya que sus derechos al trono castellano dependían únicamente de su condición de rey consorte. La heredera legítima era su hija, Juana, casada con el archiduque Felipe de Habsburgo, Felipe el Hermoso, hijo del emperador Maximiliano. Una hija aquejada de una evidente inestabilidad mental y que además estaba enamorada de forma obsesiva de su esposo, quien la manejaba a su antojo. Estaba claro que su joven yerno, aupado al trono castellano, no iba a permitir las injerencias de Fernando en el trono de Castilla.
La muerte de la reina Isabel, además, reabrió viejas heridas mal cerradas en el tejido social castellano. La gran nobleza, que odiaba con saña al «viejo aragonés», como lo llamaban, no desaprovechó la coyuntura y se pasó en bloque a Felipe. Los principales magnates, que habían sido sojuzgados en tiempos pasados, vieron la oportunidad de desprenderse del yugo de la monarquía y de volver a sus acostumbrados abusos, rapiñas y usurpaciones. Fue así como, nada más desembarcar Juana y Felipe en La Coruña, en abril de 1506, procedentes de los Países Bajos, se puso en evidencia el cambio de lealtades de la aristocracia. A medida que los nuevos reyes se iban internando en el territorio peninsular, se iban añadiendo a su séquito infinidad de tropas enviadas por la más alta nobleza. Finalmente, Fernando se vio obligado a entregar todo su poder y retirarse a Aragón, sus tierras patrimoniales.
El genio y la fortuna
En esta tesitura, el genio político de Fernando el Católico se puso de manifiesto una vez más. Todo parecía haberse puesto en su contra: abandonado por la nobleza castellana, acosado en Nápoles por los franceses, cuya potencia militar era muy superior, enfrentado al emperador Habsburgo, al rey de Aragón se le cerraban todas las salidas. Pero todo cambió gracias a una jugada maestra de la diplomacia. Fernando se alió con su más acérrimo enemigo, Luis XII de Francia, y se casó con la sobrina de éste, Germana de Foix, de apenas 17 años. El enlace entrañaba una colaboración política entre los dos monarcas, lo que suponía una amenaza directa para Felipe el Hermoso. También conllevaba la posibilidad de que la Corona de Aragón quedara separada de la de Castilla si la nueva pareja tenía descendencia masculina. Sólo el azar biológico evitó este desenlace, ya que el matrimonio tuvo un hijo que murió nada más nacer.
La suerte también jugó a favor de Fernando. ¿Quién iba a suponer que el joven y robusto Felipe caería gravemente enfermo y moriría de repente? Es lo que sucedió en 1506. Tan rápido se desarrolló todo, que más de uno habló de que alguien lo había envenenado, cosa nada rara en la época, aunque más bien parece que el impetuoso príncipe flamenco fue víctima de una epidemia de peste que asolaba la Península. Comoquiera que fuese, la desaparición de Felipe permitía a Fernando volver a ocupar el poder en Castilla, esta vez como regente, actuando en nombre de su hija Juana la Loca y de su nieto, el futuro emperador Carlos V, por entonces un niño de seis años.
La noticia de la muerte de su yerno le llegó a Fernando cuando se encontraba en Italia, en un pueblo de la bahía de Génova. El viaje respondía al interés del monarca aragonés por el reino de Nápoles, la joya de la corona en Italia, un extenso territorio que Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, había terminado de conquistar para la monarquía española en las batallas de Ceriñola y Garellano (1503). Pese a estas victorias, el dominio de Fernando era todavía frágil. Por un lado, un fuerte sector de los barones, la alta nobleza feudal napolitana, seguía inclinándose secretamente por el rey de Francia. Por otro, la reciente conquista del reino, dirigida por el castellano Fernández de Córdoba, se había realizado sobre todo con dinero y tropas también castellanas; ahora, como rey de Aragón, Fernando pretendía integrar el reino italiano en su corona, y justamente por ello temía que se le pudiesen discutir sus derechos. Además, estaba la incómoda figura del Gran Capitán, de quien algunos decían que estaba dilapidando el patrimonio regio napolitano repartiendo toda suerte de mercedes a sus subordinados. A oídos del rey Fernando llegaron incluso rumores de que el aclamado general tramaba dar un golpe de mano para convertirse él mismo en rey de Nápoles.
De modo que, nada más abandonar Castilla, Fernando se dirigió a Barcelona y allí se embarcó con rumbo a Italia. En Génova se entrevistó con el Gran Capitán, al que colmó de muestras de afecto y de títulos. Pero cuando llegó a Nápoles, sabiendo ya la muerte de Felipe, no tuvo contemplaciones. El Parlamento del reino lo reconoció como rey, lo que significaba que automáticamente el Gran Capitán cesaba en sus funciones de virrey. Para compensarlo, el Rey Católico le concedió un nuevo título, el de duque de Sessa, así como el cargo de maestre de la Orden de Santiago. El veterano general –tenía 56 años– se vio obligado a abandonar Italia, el país que había conquistado para un rey que ahora se deshacía de él sin contemplaciones.
Las famosas cuentas
La leyenda añadió luego una famosa historia en torno a las relaciones entre Fernando el Católico y Gonzalo Fernández de Córdoba, la de las «Cuentas del Gran Capitán». En una ocasión, cuando supuestamente el rey le pidió que justificara los gastos realizados como virrey de Nápoles, Gonzalo, haciendo gala de su característica sorna, le mostró una lista con las cantidades desorbitadas que había gastado... en beneficio únicamente del rey: 200.000 ducados para pagar a frailes y monjas que rezaran por sus victorias; 740.000 para los espías que le habían permitido conquistar el reino... El monarca comprendió la pulla y cambió de tema. La historia, de cuya veracidad no hay pruebas, servía para poner de manifiesto el generoso desprendimiento del noble militar, en contraste con la mezquindad de Fernando, y reflejaba la imagen negativa que se llegó a crear en torno a un rey nada agradecido a sus vasallos, por mucho que a éstos les debiera.
En el verano de 1507, el Rey Católico emprendió el retorno a España decidido a recuperar el poder que dos años antes le habían arrebatado en Castilla. Tras desembarcar en Valencia, se adentró en tierras castellanas a través de Soria. En Tórtoles de Esgueva, un pequeño pueblo próximo a Burgos, se encontró con su hija, la princesa Juana, acompañada por un carro tirado por cuatro caballos en el que iba el ataúd de su esposo Felipe. Padre e hija tomaron el camino de Burgos, pero poco antes de llegar doña Juana se negó a seguir. Fernando no vaciló y, para evitar que en el futuro reclamara sus derechos al trono, hizo que la encerraran en el castillo de Tordesillas, fuertemente vigilada. Allí permaneció durante medio siglo, hasta su muerte en 1555.
Para Fernando, había llegado el momento de la venganza contra aquellos que lo habían traicionado apenas un año antes, cuando muchos de sus servidores se pasaron al bando de Felipe el Hermoso nada más llegar éste a Castilla. Para ello el Rey Católico no dudó en valerse de la Inquisición. Así, permitió que el inquisidor Lucero, el Tenebrario, instalado en Córdoba, asolara media Andalucía encarcelando a cientos de judeoconversos, muchos de ellos antiguos servidores de la Corona, de los que buena parte ardieron vivos en las hogueras encendidas por el tribunal de la fe. Conviene recordar que los conversos españoles vieron en la llegada de Felipe el Hermoso una oportunidad de oro para eliminar la Inquisición, o cuando menos para recortar parte de sus atribuciones.
Merecido escarmiento
La represión llegó a su extremo con el encarcelamiento del mismísimo arzobispo de Granada, fray Hernando de Talavera, antiguo confesor de Isabel la Católica, del cual se conocía su origen hebraico, tan cierto como indudable era su fe católica. De nada le sirvió su carácter de hombre santo, al decir de muchos, su pobreza evangélica y su intachable actuación. Sólo la muerte evitó que su procesamiento pudiera acabar en algo más terrible y que fuera condenado falsamente por hereje.
El monarca no pudo llevar a cabo la venganza contra la alta nobleza, por el enorme potencial militar de tan poderoso grupo. Pero cuando las circunstancias lo permitieron, Fernando se apresuró a dar un escarmiento a quienes lo hubieran desafiado. Por ejemplo, el atolondrado marqués de Priego, don Pedro Fernández de Córdoba, sobrino carnal del Gran Capitán, cometió el error de encarcelar a un ministro regio, por lo que en 1508 hubo de ver cómo un ejército real ocupaba su señorío y el castillo de Montilla, capital de sus estados, estuvo a punto de ser demolido. Salvó la vida por los pelos, pero el mensaje del soberano quedaba muy claro.
Vejez y muerte
La vejez de Fernando corrió en paralelo con el engrandecimiento de la figura de Cisneros. Hombre de Iglesia y de Estado, Jiménez de Cisneros fue inquisidor general, arzobispo de Toledo e incluso cardenal. Asumió la regencia de Castilla durante la estancia de Fernando en Nápoles, y volvería a desempeñar tal papel desde la muerte del rey hasta la llegada a España de Carlos V. Cisneros utilizó las inmensas rentas que le proporcionaba su extenso y rico arzobispado para una empresa que tuvo mucho de aventura personal: la conquista de la estratégica plaza norteafricana de Orán, un paso más en la expansión imperial española.
Esta nueva hazaña no frenó el declive físico de Fernando. El rey, el «viejo aragonés», se moría. Acosado por una esposa mucho más joven, que ansiaba tener descendencia a toda costa, se rumoreaba que incluso tomaba extraños brebajes para fortalecer su ya caduca virilidad. Falleció el 23 de enero de 1516, cuando se hallaba en una remota aldea extremeña, Madrigalejo. Como escribió el historiador Pedro Mártir de Anglería, «el señor de tantos reinos, el adornado de tantas palmas, el propagador de la religión católica y el vencedor de tantos enemigos, murió en una miserable casa rústica y, contra la opinión de las gentes, pobre».
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