En la noche tardía y tranquila Agave, la joven noble puhria abandona el palacio a resguardo de su sonbra al encuentro de su amado. Con la linterna de su amor alcanza el lugar de la cita, allá por Mundín, cerca ya de la fuente que dará nombre a la estancia que acogerá el encuentro de los enamorados.
Adormecidos por la prístina presencia de ambos, el enamorado primero seguido de la enamorada, se encuentran con el sueño que a la luz de la luna vigilante les contempla.
Pasa el tiempo, el sol ya deslumbra y calienta cuando el sueño ve que los dedos pálidos de los enamorados no se sueltan. Al acercarse, los enamorados se desvanecen como vertido de José Arias y, como este, el sueño les cubre esparciendo el rocío que aún se resiste a abandonar tan bella imagen. Sabe que solo tres veces al año aparece.
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