E. M. CIORAN
LA TENTACION DE EXISTIR
(La tentation d'exister - 1972)
Pensar contra sí mismo
Debemos la casi totalidad de nuestros conocimientos a nuestras violencias, a la
exacerbación de nuestro desequilibrio. Incluso Dios, por mucho que nos intrigue, no es en
lo más íntimo de nosotros donde le discernimos, sino justo en el límite exterior de
nuestra fiebre, en el punto preciso en el que, al afrontar nuestro furor al suyo, resulta un
choque, un encuentro tan ruinoso para El como para nosotros. Alcanzado por la maldición
que los actos conllevan, el violento no fuerza su naturaleza, no va más allá de si mismo, más que para volver de nuevo a sÌ enfurecido, como agresor, seguido de sus empresas, que vienen a castigarle por haberlas suscitado. No hay obra que no se vuelva contra su
autor: el poema aplastar· al poeta, el sistema al filósofo, el acontecimiento al hombre de
acción. Se destruye cualquiera que, respondiendo a su vocación y cumpliéndola, se agita
en el interior de la historia; sÛlo se salva quien sacrifica dones y talentos para que,
liberado de su condición de hombre, pueda reposarse en el ser. Si aspiro a una carrera
metafísica, no puedo a ningún precio guardar mi identidad; debo liquidar hasta el menor
residuo que me quede de ella; mas si, por el contrario, me aventuro en un papel
histórico, la tarea que me incumbe es exasperar mis facultades hasta que estalle con
ellas. Siempre se perece por el yo que se asume; llevar un nombre es reivindicar un
modo exacto de hundimiento. Fiel a sus apariencias, el violento no se desanima, vuelve a empezar y se obstina, ya que
no puede dispensarse de sufrir. Que se encarniza en la perdición de los otros? Es el
rodeo que toma para llegar a su propia perdición. Bajo su aire seguro de sí, bajo sus
fanfarronadas, se esconde un apasionado de la desdicha. De este modo, es también entre
los violentos donde se encuentran los enemigos de sÌ mismos. Y todos nosotros somos
violentos, rabiosos que, por haber perdido la llave de la quietud, no tienen ya acceso mas
que a los secretos del desgarramiento. En lugar de dejar al tiempo triturarnos lentamente, hemos creído oportuno sobreabundar
en Èl, añadir a sus instantes los nuestros. Ese tiempo reciente, injertado en el antiguo, ese tiempo elaborado y proyectado debÌa pronto revelar su virulencia; objetivándose, iba
a convertirse en historia, monstruo urdido por nosotros contra nosotros mismos, fatalidad
a la que no podríamos escapar, ni aun recurriendo a las fórmulas de la pasividad, a las
recetas de la sabiduría. Intentar una cura de ineficacia; meditar sobre los padres taoístas, su doctrina del
abandono, del dejarse llevar, de la soberanía de la ausencia; seguir, según su ejemplo, el
recorrido de la conciencia cuando deja de tenérselas con el mundo y se moldea sobre
todas las cosas, como el agua, elemento al que son afectos, eso ya podemos esforzarnos
en lograrlo, que no lo conseguiremos jamás. Ellos condenan juntamente nuestra
curiosidad y nuestra sed de dolores; y en esto se diferencian de los místicos, y
singularmente de los de la edad media, hábiles en recomendarnos las virtudes de la
camisa de cerdas, de la piel de erizo, del insomnio, de la inanición y del gemido.
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