El cementerio marino
Paul Valery
Si el yo tiende a lo cerrado, entonces la poesía no es la descarga ni la renovación del yo; más bien, implica una puesta de atención al nivel de la connotación, que no es mero predicado de un sujeto, de un manipulador del sentido. No es sino por afán de lucidez que se desconfía de la identidad detentadora, y entonces la poesía, que traza ese puente entre dos abismos, es una otra visión de la experiencia, una nueva experiencia en sí que ilumina sin definir. Si por humildad bien podría entenderse la capacidad de seguir abriendo la percepción para que el sentido mismo no se vea clausurado, ¿la experiencia poética no consistiría en ampliar cada vez más el campo de lo posible, en agotarlo dentro de los límites humanos, como quiere el acápite de Píndaro al inicio de El cementerio marino? La poesía nada refleja del saber, del poseer en algún sentido, sino que ella misma es emanación, sentido que traspasa lo significado, silencio en la palabra. Y, por lo tanto, quien aprendiese sería quien de continuo ampliase el campo de su ignorancia, así como quien alcanza, aun por ráfagas, libertad, es quien vuelve su desaprender aprendizaje. Así, el lector no sería otro que el oyente del sentido, quien al interrogar los significados en el texto se afinara él mismo en tanto resonador del sentido.
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