La sonrisa etrusca
José Luis Sampedro
En el museo romano de Villa Giulia el guardián de la Sección Quinta continúa su ronda. Acabado ya el verano y, con él, las manadas de turistas, la vigilancia vuelve a ser aburrida; pero hoy anda intrigado por cierto visitante y torna hacia la saleta de Los Esposos con creciente curiosidad. «Estará todavía?», se pregunta, acelerando el paso hasta asomarse a la puerta.
Está. Sigue ahí, en el banco frente al gran sarcófago etrusco de terracota, centrado bajo la bóveda: esa joya del museo exhibida, como en un estuche, en la saleta entelada en ocre para imitar la cripta originaria.
Sí, ahí está. Sin moverse desde hace media hora, como si él también fuese una figura resecada por el fuego de los siglos. El sombrero marrón y el curtido rostro componen un busto de arcilla, emergiendo de la camisa blanca sin corbata, al uso de los viejos de allá abajo, en las montañas del Sur: Apulia o, más bien, Calabria.
«¿Qué verá en esa estatua?», se pregunta el guardián. Y, como no comprende, no se atreve a retirarse por si de repente ocurre algo, ahí, esta mañana que comenzó como todas y ha resultado tan distinta. Pero tampoco se atreve a entrar, retenido por inexplicable respeto. Y continúa en la puerta mirando al viejo que, ajeno a su presencia, concentra su mirada en el sepulcro, sobre cuya tapa se reclina la pareja humana.
La mujer, apoyada en su codo izquierdo, el cabello en dos trenzas cayendo sobre sus pechos, curva exquisitamente la mano derecha acercándola a sus labios pulposos. A su espalda el hombre, igualmente recostado, barba en punta bajo la boca faunesca, abarca el talle femenino con su brazo derecho. En ambos cuerpos el rojizo tono de la arcilla quiere delatar un trasfondo sanguíneo invulnerable al paso de los siglos. Y bajo los ojos alargados, orientalmente oblicuos, florece en los rostros una misma sonrisa indescriptible: sabia y enigmática, serena y voluptuosa.
Focos ocultos iluminan con dinámico arte las figuras, dándoles un claroscuro palpitante de vida. Por contraste, el viejo inmóvil en la penumbra resulta estatua a los ojos del guardián. «Como cosa de magia», piensa éste sin querer. Para tranquilizarse, decide persuadirse de que todo es natural: «El viejo está cansado y, como pagó la entrada, se ha sentado ahí para aprovecharla. Así es la gente del campo». Al rato, como no ocurre nada, el guardián se aleja.
Su ausencia adensa el aire de la cripta en torno a sus tres habitantes: el viejo y la pareja.
El tiempo se desliza...
Quiebra ese aire un hombre joven, acercándose al viejo:
-¡Por fin, padre! Vámonos. Siento haberle tenido esperando, pero ese director...
El viejo le mira: «¡Pobre chico! Siempre con prisa, siempre disculpándose... ¡Y pensar que es hijo mío!».
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