Ayer vi en Barcelona con mis propios ojos muchos colegios abiertos y largas colas de votantes. Había urnas. Y papeletas.
O la política sirve para llevar esperanza a los ciudadanos, o sirve para muy poco. Se vota a quien puede hacer que las cosas mejoren, a quien resuelve problemas, a quien encuentra salidas en los laberintos. O, al menos, a quien merece la duda razonable de ser capaz de conseguirlo. Ayer, en Cataluña, se vio con claridad meridiana que el Gobierno de la nación no está a la altura de ese requisito.
Había contraído un solemne compromiso ante la sociedad española: no iba a haber otro 9-N. No habría colegios abiertos. Ni urnas. Ni papeletas. No habría más votación que la que pudiera producirse, de manera aislada y testimonial, en los pequeños pueblos de la Cataluña escarpada. La hemeroteca no me dejará mentir. Y la memoria de la gente honrada, tampoco.
Y, sin embargo, ayer vi en Barcelona con mis propios ojos muchos colegios abiertos y largas colas de votantes. Había urnas. Y papeletas. Y policías de mirada pastueña contemplando con arrobo el espectáculo, tan ilegal como pacífico, tan tolerado como sedicioso. No vi en directo ninguna carga. Anduve durante horas y no tuve ocasión de toparme con ninguna escena de tensión. Si no hubiera tenido acceso a la radio, a la televisión y a las alertas del teléfono móvil mi crónica -cargada de perplejidad, eso sí- hubiera sido la de una plácida mañana de domingo, cenicienta y húmeda, de otoño frente al mar, en una Barcelona perezosa, silenciosa y electoral. Solo había bullicio, y poco, en las puertas de los colegios. Una manzana más allá la astenia dominguera volvía a adueñarse del paisaje urbano.
Cerca de la Sagrada Familia, sucesivas oleadas de turistas japoneses le daban un soplo de vitalidad al bostezo cosmopolita de la ciudad adormilada. Quise entrar en el templo para ver si el cardenal Omeya lanzaba mensajes entreverados en la homilía de la misa de 12, pero un guarda jurado me dijo que el culto catedralicio era muy madrugador y que la siguiente misa sería a las nueve de la mañana del día siguiente. O me unía a las multitudes niponas, pasando por caja, o me quedaba sin ver por dentro la inventiva constructiva de Gaudí. Así que seguí paseando por las calles y elevé a definitiva mi conclusión particular: estaba pudiendo votar todo aquel que quería hacerlo.
¿Por qué, entonces, había querido regalarle Rajoy a los independentistas las imágenes de las cargas policiales que estaban ocupando los espacios preferentes de todos los medios de comunicación, nacionales y extranjeros? ¿Por qué permitía que Junqueras, Puigdemont, Colau, Forcadell y Ana Gabriel, los cinco magníficos de la rebelión, votaran ante la atenta mirada de la prensa, sin que ningún achuchón uniformado les incomodara, y en cambio mandaba acometer arbitrariamente a anónimos ciudadanos del común?
Si el plan era impedir por la fuerza la votación, lo congruente hubiera sido actuar del mismo modo en todos los colegios. Hacerlo solo en algunos, dando la falsa impresión de que la musculatura del Estado imponía su ley a chichón limpio mientras dos millones de catalanes se burlaban de ella paladinamente, es una asombrosa contribución a la estulticia política que bate todos los récords hasta ahora conocidos. No solo se ha votado -yo mismo lo he visto con estos ojos que ha de tragarse la tierra-, sino que además parece que se ha hecho con el heroísmo épico que exhibió David frente a Goliat.
La imagen es falsa, desde luego, pero el hecho es verdadero. Los independentistas querían votar y lo han conseguido. Que lo hayan hecho en una consulta sin garantías no debería consolarnos. Lo han hecho de la única forma que podían hacerlo. Nunca estuvo sobre la mesa un referéndum legal y riguroso. El reto de Puigdemont no era arrancar del Estado el permiso para hacer algo que la Constitución prohíbe, sino burlar su vigilancia para repetir la machada del 9-N, ahora frente a la oposición activa de jueces, fiscales y tricornios. Esos eran los términos exactos del desafío.
Anoche, el Rajoy más patético que yo recuerdo dijo en televisión que había logrado su objetivo de impedir que los independentistas se salieran con la suya. No fue solo un acto de negación de la realidad, sino la invención de una realidad distinta, imaginada a la medida de sus deseos. Rajoy actuó como un iluminado. Y lo peor de todo es que estamos en sus manos. Si ha fracasado en su intento de impedir que llegáramos hasta aquí, a la puerta misma de la declaración de independencia, ¿por qué hemos de creer que será capaz de arreglar el entuerto que nos aguarda a partir de ahora?
El Estado, con él en el puente de mando, no ha sabido encarar la rebelión sediciosa más Importante que ha tenido la nación española a lo largo de su historia. Lo de ayer era lo más parecido a una cuestión de confianza. De la eficacia de su respuesta dependía que el Gobierno conservara el poco crédito que le quedaba como gestor de este lío. Ahora ya no queda saldo alguno que gestionar. Estamos más solos que la una.
El plan de Sánchez -informo, no opino- era negociar con Junqueras, si los aurigas del procés se avenían a no forzar la declaración de independencia, generosidad judicial en los procesos abiertos, reforma constitucional y algún tipo de consulta pactada en tres o cuatro años a cambio de elecciones autonómicas y árnica temporal en las demandas independentistas. Esa es la opción de la alternativa: sacarnos de Guatemala para meternos en Guatepeor.
Así las cosas, por paradójico que parezca, lo menos malo que puede pasar es que el Gobierno catalán consume la amenaza con la que acabó anoche el mensaje institucional de Puigdemont de dar por instaurada la República catalana. Es la única forma de obligar al PSOE a prolongar la pantomima del apoyo al Gobierno de Rajoy. No resolveremos el problema, pero tal vez ganemos tiempo para poder despedirnos de la España que heredamos de nuestros padres con un poco de delicadeza.
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