miércoles, 27 de abril de 2022
¿Cómo sabemos la edad de una estrella?
ASTROFÍSICA
¿Cómo sabemos la edad de una estrella?
La medida del tiempo, necesaria para representar todos los sucesos físicos en el universo, es problemática en las estrellas
EVA VILLAVER
27 ABR 2022 - 10:39 CEST
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Estrellas nacientes, en el interior de nubes rojizas, en Orión, a 1.300 años luz de la Tierra. / NASA/JPL-Caltech/D. Barrado (CAB-INTA/CSIC)
Estrellas nacientes, en el interior de nubes rojizas, en Orión, a 1.300 años luz de la Tierra. / NASA/JPL-Caltech/D. Barrado (CAB-INTA/CSIC)
Cuando nos movemos por el universo, debido a las grandes distancias que manejamos y al límite de velocidad que tiene la propagación de la luz, a menudo afirmamos que mirar lejos es mirar atrás en el tiempo. El descubrimiento reciente de la estrella más alejada, Earendel, nos pudiera llevar a pensar con estas cosas que tiene el espacio-tiempo en astrofísica, que Earendel es también la más vetusta. Nada más lejos de la realidad. Earendel está lejos y su luz tarda en llegarnos, pero no es una estrella vieja.
Si queremos estrellas antiguas podríamos hablar, por ejemplo, de una de las estrellas más arcaicas que conocemos con una edad bien determinada: HD 140283 (apodada como no podría ser de otro modo Matusalén). HD 140283 está muy cerca de nosotros, a unos 190 años luz de distancia, y tiene casi la edad del Universo, unos 13.700 millones de años. Matusalén es bien conocida desde hace más de 100 años porque tiene un movimiento propio, o cambio de su posición en el cielo con el tiempo, muy grande. Lo que se traduce en que está en nuestro vecindario, pero de visita. Viene de la zona de estrellas en nuestra galaxia que llamamos halo y se mueve a una velocidad de más de un millón de kilómetros por hora. Trazando su movimiento en el pasado, hemos podido averiguar que nació en una galaxia enana primitiva que fue hecha pedazos por el campo gravitatorio de nuestra galaxia hace al menos 12,000 millones de años. Midiendo su composición química sabemos que no pertenece a nuestro entorno porque tiene una deficiencia de elementos pesados. Esto quiere decir que se formó en un ambiente con material antiguo donde los elementos químicos no habían sido todavía procesados por diferentes generaciones de estrellas.
Y esto nos lleva al problema que planteamos al principio de la determinación de la edad en los objetos celestes. En astrofísica hay cosas que podemos y cosas que no podemos medir de manera relativamente sencilla, teniendo en cuenta, claro, que estamos hablando del cosmos y de objetos que en el mejor de los casos se encuentran tan alejados que tenemos que usar unidades de medida especiales. La masa de un objeto astronómico, por ejemplo, se encontraría dentro de la primera categoría, es fácil de determinar; saber de qué está hecho, su composición química, también. Tampoco nos cuesta demasiado esfuerzo, si obviamos las horas de sueño que perdemos en el telescopio, calcular la velocidad a la que está rotando una estrella, la presencia de compañeras o de campos magnéticos. Sin embargo, para echarle los años a un astro tenemos problemas, no es sencillo, es más, es muy complicado.
Quizás nos sorprenda aprender que, en realidad, la única estrella de la que conocemos su edad con precisión es el Sol. A nuestro astro sí podemos calcularle los años de manera bastante exacta, pero solo porque tenemos acceso a material del que está hecho. Para ello se toma una muestra lo más prístina posible de material del Sistema Solar, normalmente en forma de algún meteorito y se mide la cantidad de isótopos radiactivos de vida larga que contiene. El problema es que no tenemos material de otra estrella que llevar al laboratorio. Entonces, ¿cómo podemos saber la edad de las demás?
Pues, depende, cuando la estrella es de una población antigua tiene pocos metales porque nace sin ellos. Al universo no le ha dado tiempo a forjarlos en las estrellas y dispersarlos al medio en forma de vientos. Descomponiendo la luz que nos llega en forma de espectros, si conseguimos medir las huellas químicas del uranio, y especialmente de otro elemento de la tabla periódica llamado torio, podemos determinar su edad. Pero esta medida es muy difícil de hacer porque nos llega poca luz del torio y además aparece mezclada con las marcas de otros elementos químicos.
Otras veces determinamos edades estudiando cómo las estrellas se mueven e infiriendo sus órbitas en el pasado, algo posible cuando pertenecen a grupos de estrellas jóvenes que se mueven juntas. Podemos además estudiar cómo la velocidad con la que giran va disminuyendo, ya que son como peonzas que se van frenando a medida que pasa el tiempo. Y también, a veces, determinamos su contenido en litio que nos da información de edad. Otra técnica que, personalmente, siempre me ha parecido fascinante, es la astrosismología que mide los modos de oscilación de las estrellas y que es similar a lo que se hace a partir de las medidas de terremotos cuando se infiere la estructura del interior de la Tierra. La sismología estelar es muy útil para estrellas viejas porque sus modos de vibración, que llamamos de orden bajo, pasan por el mismo centro de la estrella y nos dan una idea de la densidad que se traduce de manera bastante directa en una medida de su edad.
Pero, en general, no podemos conocer con precisión la edad de las estrellas cuando están solas, aisladas. Tenemos técnicas que nos permiten trabajar, pero la edad tal cual no podemos medirla, podemos estimarla, inferirla, pero no podemos determinarla de manera absoluta en una estrella aislada, salvo para el Sol. Si lo pensamos un poco es lo mismo con los humanos. A ojo nos resultaría difícil saber la edad de un niño, si no tenemos a unos cuantos alrededor de diferentes edades como referencia. Por eso, uno de los métodos más utilizados consiste en observar cómo envejecen juntas en cúmulos de estrellas porque nacen en grupo y el tiempo no pasa del mismo modo para todas.
La edad de una estrella es incierta, además, entre otras razones, porque el momento en el que nace está mal definido. Así como para un mamífero está claro, si extrapolamos nuestra experiencia cotidiana al mundo de los cielos entramos en vicisitudes difíciles de solucionar desde el punto de vista operativo. Desde lo teórico el problema es sencillo: una estrella nace en el instante en que la estructura está en un equilibrio que llamamos hidrostático; esto es cuando las tensiones se igualan y la estructura ni crece ni se contrae porque la presión que ejerce la energía generada en el interior es contrarrestada por la presión hacia adentro que hace la fuerza de la gravedad. El caso es que este momento en particular nos está vetado, no lo vemos, solo tenemos acceso a ver la estructura en equilibrio miles de años después, cuando la estrella se ha liberado de una envoltura que se forma como resultado de su propio colapso. Hemos intentado manejar otras definiciones: cuando empezamos a ver la fotosfera, esa superficie luminosa que delimita el astro o el momento en el que la estrella alcanza a lo que se conoce como edad cero en la secuencia principal, que es cuando queman, termonuclearmente hablando, hidrógeno en el núcleo, pero ahí la estrella ya tiene una edad y tendríamos que usar tiempos negativos.
El caso es que ninguna definición de comienzo es perfecta y ninguna técnica funciona para todas las estrellas, aunque nos dan información complementaria. El tiempo tiene esa cualidad escurridiza.
Eva Villaver es investigadora del Centro de Astrobiología, dependiente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y del Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial (CAB/CSIC-INTA).
Vacío Cósmico es una sección en la que se presenta nuestro conocimiento sobre el universo de una forma cualitativa y cuantitativa. Se pretende explicar la importancia de entender el cosmos no solo desde el punto de vista científico sino también filosófico, social y económico. El nombre “vacío cósmico” hace referencia al hecho de que el universo es y está, en su mayor parte, vacío, con menos de un átomo por metro cúbico, a pesar de que en nuestro entorno, paradójicamente, hay quintillones de átomos por metro cúbico, lo que invita a una reflexión sobre nuestra existencia y la presencia de vida en el universo. La sección la integran Pablo G. Pérez González, investigador del Centro de Astrobiología; Patricia Sánchez Blázquez, profesora titular en la Universidad Complutense de Madrid (UCM); y Eva Villaver, investigadora del Centro de Astrobiología.
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