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Michael Sorkin, el arquitecto anti-rascacielos que creyó en el cambio social y casi llega a verlo
Ha fallecido esta semana a causa del coronavirus, justo en un momento en que su pensamiento crítico, que lo enfrentó a los poderosos, es más relevante que nunca
El estadounidense Michael Sorkin (Washington, 1948), fallecido a los 72 años esta semana por una enfermedad asociada al coronavirus (Covid-19) –así lo ha confirmado su viuda, Joan Copjec–, era una figura aparte dentro de la escena arquitectónica mundial. Un arquitecto que apenas construía, un crítico implacable con las estructuras de poder y un hombre con los pies en la tierra que vivió durante décadas en un apartamento de dos habitaciones en Greenwich Village, Nueva York, la ciudad que caminó incesantemente y cuyas transformaciones urbanísticas siguió, paso a paso, a lo largo de toda su vida.
Por eso, a pesar de que en todos los obituarios figura como arquitecto, hacer una antología de sus edificios más célebres es una tarea casi imposible y, posiblemente, innecesaria. Sorkin, nacido en Washington, graduado por la Universidad de Chicago y máster en Arquitectura del MIT a principios de los setenta, era, ante todo, un intelectual capaz de elevar el nivel teórico de la discusión arquitectónica desde su posición universitaria –dirigía el programa de diseño urbano en City College de Nueva York (CCNY)–, desde sus escritos –publicó 11 libros y participó en otros 22– y desde sus frecuentes manifestaciones públicas.
Todo su trabajo está unido por un hilo conductor que hoy resulta muy pertinente y, con la distancia que da el tiempo, casi visionario. Sorkin defendía que la arquitectura, más allá de una máquina financiera y un modo de expresión artística, podía ser también una herramienta de cambio social. La igualdad, la justicia social, el cambio de las formas de vida y la resistencia a la inercia de la apisonadora capitalista fueron sus caballos de batalla. Y eso, en una ciudad como Nueva York, dominada por el furor constructivo de los ochenta y los noventa, por el reinado de los starchitects y por las ansias de representatividad –u ostentación, sin más– era una posición casi heroica.
El crítico afilado que plantó cara a los poderosos
Eso le llevó a enfrentarse de manera abierta y beligerante con algunos gurús de la época. Era implacable, por ejemplo, con Philip Johnson, el arquitecto de la casa de cristal y de otros tantos edificios emblemáticos de la segunda mitad del siglo XX. Desde sus artículos sobre arquitectura –fue, por ejemplo, colaborador habitual en The Village Voice– Sorkin definió el AT&T de Johnson como un versión "emperifollada" y "con orejas" del edificio Seagram.
Su valoración de la figura de Johnson es antológica. "Un emblema clarificador de todo lo que hay de provocador en la cultura arquitectónica, desde su longevo amor por los nazis y su indescriptible antisemitismo a su forma de entender la arquitectura como un club privado, su naturalidad de niño rico frente al privilegio, su sentido del estilo promiscuamente banal y su superficialidad de clase alta".
"Lo de menos era si se estaba de acuerdo con Michael Sorkin. Fue un gran crítico activista, sin miedo a enfrentarse a con figuras de autoridad”, ha dicho en Twitter el crítico del Chicago Tribune Blair Kamin con motivo de su fallecimiento. Como muestra, lo que escribió sobre el edificio Trump SoHo y su voluntad de alterar el skyline de Nueva York. "Como la mayoría de los proyectos de Trump, la arquitectura que ha planteado el estudio Handel Architects es meramente inocuo, otra caja de cristal. En todo caso, debido a su tamaño, altera de forma caprichosa el barrio entero y arruina permanentemente el perfil de la zona. Lo veo cada mañana cuando voy caminando al trabajo, y esta nueva torre hiere ya el cielo de forma espantosa. Desde el punto de vista urbanístico, es vandalismo".
El arquitecto de hábitats que odiaba los rascacielos
Enemigo de los rascacielos sin sentido, del dispendio arquitectónico como símbolo de estatus y de la obsesión por el tamaño de los promotores de Manhattan, los proyectos que firmó desde los años noventa a través de su propio estudio apuntan cuestiones que hoy son esenciales para cualquier arquitecto. Para Sorkin, la sostenibilidad, la ecología y los mecanismos que favorecen la participación de la ciudadanía en la construcción de su hábitat eran tan importantes como el aspecto del edificio. Como recuerdan hoy los obituarios en las publicaciones más influyentes del mundo, Sorkin no concebía el edificio como algo aislado y autónomo, sino siempre como parte de un contexto más amplio, integrado en la ciudad, tal y como exponían sus palabras sobre la "poco empática" torre de Trump.
Sus proyectos propios, especialmente los que desarrolló en China en colaboración con la sucursal de su estudio en el país asiático, revelan una particularidad: allí, en un país en crecimiento, con potencial económico y enorme capacidad tecnológica, Sorkin podía disponer de un lienzo en blanco para sus proyectos urbanísticos.
Su plan para urbanizar el archipiélago de Anxin, a orillas del enorme lago Baiyang, lo ilustra a la perfección. Fue uno de los últimos proyectos que firmó. Una ciudad fluvial para renaturalizar una zona castigada por la sobreexplotación industrial y cuyos recursos naturales corren el riesgo de desaparecer. Una "ciudad anfibia" basada en el empleo sostenible del agua, inspirada tanto en los canales de Venecia como en la arquitectura de Bangkok, con jardines concebidos en función de las cuatro estaciones, mayor superficie dedicada al agua y una filigrana de senderos y vías peatonales.
Una apuesta de futuro para un mundo en transformación en el que sus ideas de siempre se iban tornando cada vez más relevantes. Poco importa que apenas llegara a construir ninguno de sus proyectos: su huella hoy se percibe en varias generaciones de arquitectos críticos que saben que el urbanismo puede ser una herramienta de transformación social.
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