Me propongo hilvanar aquí –bien entendido que sin la pretensión de hacer un estudio sistemático, acabado– algunas consideraciones de orden crítico acerca de lo que algunos han señalado, entiendo que certeramente, como un vicio de la historiografía, en el campo de la Historia antigua, disciplina que yo profeso en nuestra Universidad. Me refiero al vicio o a la tergiversación historiográfica del «modernismo»; es decir, a la tendencia a presentar y construir ciertos hechos y fenómenos de las sociedades antiguas enfocándolas a través de conceptos y categorías que corresponden a realidades históricas sustancialmente distintas, típicas, propias y peculiares de los tiempos modernos.
Creo que el examen de esta deformación historiográfica permite esclarecer, a la luz de un aspecto concreto, importantes problemas relacionados con los criterios y los métodos de nuestra disciplina y con su propio ser y concepción. Partiendo, ya desde ahora, de la premisa de que realmente la historiografía descanse sobre métodos y criterios, es decir, sobre una armazón científico. Pues es bien sabido que, para empezar, la historiografía que yo me permitiré llamar usual o académica impugna, por ministerio de muchos representantes, hasta el mismo carácter científico, coherente y sistemático de la historia, como si el historiador, con gesto suicida, dimitiera de antemano su cometido de cientificidad.
En épocas como la nuestra, de grandes y decisivas transformaciones sociales, en que las fuerzas determinantes, con ademán ejecutivo, están haciendo la historia grande ante nuestros ojos, la responsabilidad de los que escriben o explican las res gestae, la historia ya hecha, se ahonda y se pone como carne viva. Como la ciencia de la economía y como todas las ciencias sociales en general, en estos períodos, la historia corre el peligro de convertirse de disciplina científica, objetiva, en instrumento apologético. Y, en muchos, esta responsabilidad o el empeño por rehuirla, como si temieran chamuscarse con la lava ardiente de los volcanes en erupción, induce a la confusión y al desconcierto, a ese talente de crisis que es, hoy, la signatura bien definida de tantos libros de historia y del estado de ánimo de tantos historiadores. Y es que, cuando la realidad asusta, ciertas mentes, como niños medrosos, se refugian en el azar y en el mito, en lo fortuito y en lo caótico.
Es, en la zona de la sombra, el impacto negativo del temor, de la angustia, la zozobra y a inhibición ante la irrupción y la toma legal de posesión de fuerzas tradicionalmente clasificadas a extramuros de la historia o condenadas por los definidores de ésta, como fuerzas proscritas, al «underwold», al «maquis» de lo conspirativo. Y si la marcha de la historia, que no mana precisamente de la pluma del historiador, sino que fluye de los hechos mismos, considerada como unidad coherente, legítima esa toma de posesión de los que vienen de la manigua a la calzada real del mundo, entonces, los que se asustan de lo nuevo y se refugian, por lo menos, escondiendo la cabeza bajo los pliegues de la toga, en el consuelo de que la historia que se escribe no lo legalice, empavorecidos ante la llegada de los nuevos huéspedes no gratos, se rebelan contra sus mismos penates, los arrojan por la borda y arrasan su propia morada historiográfica, para no dar albergue en ella a los que tienen por advenedizos.
De ahí –con ánimo deliberado o sin la conciencia de ello, esto no importa– ese espectáculo tan singular y poco edificante de los historiadores que tiran piedras contra su tejado. De ahí, en muchos definidores de la historia de esos a que me refiero, la cerrada obstinación en negar el carácter objetivo, riguroso, científico de la historicidad, en rechazar por principio la objetividad de lo histórico y la existencia de leyes históricas, llegando hasta la repulsa del mismo principio de la condicionalidad causal de los fenómenos históricos, y no digamos del criterio del progreso en la historia, como factor que, en última instancia y atalayada la trayectoria en su conjunto, informe y preside el proceso del desarrollo histórico. De ahí la concepción de la historia como algo por definición incoherente, disperso y fortuito, subjetivo y caprichoso, como un desfile caleidoscópico de sucesos y figuras bajo el dictado anárquico del azar. Es el retorno a aquella idea de la historia como «un montón de basura y un desván de trastos viejos», a la manera como la veía y la describía Goethe, antes de que le contacto con Herder le llevara a descubrir en ella «el gran drama interior de la humanidad». Y, retrocediendo hasta mucho más atrás de Tucídides y del propio Herodoto y los ingenuos logógrafos, se hunde de nuevo la historiografía, ahora con gran alarde de erudición y aparato técnico, entre las nieblas mitológicas del pensamiento de los orígenes. En medio de esta noche oscura en que todos los gatos son pardos, pululan a sus anchas la mitomanía y el culto fetichista a los símbolos en que son maestros un Toynbee o un Jaspers y con el que, antes de ellos y como maestros suyos, trató de pavimentar míticamente el camino de la historia hacia el poder, para la pretendida cruzada triunfal del «homo germanicus», Oswald Spengler.
Así, perdidos en esta «selva selvaggia» del poeta florentino, resulta fácil, naturalmente, extraviarse y extraviar a otros ante problemas que, bajo condiciones distintas, siempre se han ventilado sustancialmente en historia, como el del papel de las masas y de la personalidad en el decurso de ella, el de la base y la supraestructura o la materia y la forma de lo histórico, el de la función histórica de las fuerzas materiales, las condiciones económicas y las ideas, el de las contradicciones internas y su exponente, las luchas de clases, como el autor de la historia, y tantos más.
La responsabilidad del historiador ha sido siempre grande. Pero se aquilata y acrecienta, sobre todo, en épocas como a la nuestra, en la que la historicidad, como la papeleta de defunción de lo que muere y el título de legitimidad de lo que nace, revela su sentido profundamente revolucionario. En la Ideología alemana, decía Marx, ya en 1845: «Sólo conocemos una ciencia, la de la historia». Y del mismo período juvenil, de 1844, son las palabras, tan cargadas de sentido, de Engels: «La historia lo es todo, para nosotros, y la colocamos más alta que las filosofías más recientes, incluyendo la de Hegel, a quien, en el fondo, la historia sólo le servía para contrastar su propio problema lógico». «La historia –añadía– nos pone en guardia contra el peligro del apriorismo». La concepción materialista y dialéctica de la historia, revolucionaria de toda la ciencia social, como fundamentada sobre las fuerzas que revolucionan la propia sociedad, brota del estudio de la propia evolución humana, es decir, del estudio de la historia misma.
El panorama que ante nosotros ofrece ese tipo de historiografía actual a que me he referido no es, evidente y explicablemente, sino la proyección sobre el campo historiográfico de la corriente general del irracionalismo entronizada ideológicamente en una buena parte de la filosofía y la sociología del mundo en que nosotros vivimos, de ese motín del pensamiento descoyuntado contra las normas y los criterios de lo racional, que con tanta maestría ha estudiado críticamente el profesor húngaro Georg Lukács en su magistral libro El asalto contra la razón, traducido por mí del alemán y cuya próxima aparición está ya anunciada. Y digo que esa proyección de las sombras irracionalistas de una concepción filosófica y sociológica general enderezada contra la razón sobre el campo de la historiografía es evidente y explicable, porque la visión histórica no es, a su vez, más que una proyección especial de la concepción general del mundo y del hombre sobre el desarrollo de la sociedad humana, de los pueblos y de la humanidad a través del tiempo y en el espacio. Una disciplina de conocimiento acotada, no precisamente por el campo sobre el que se enfoca, sino por el ángulo en que lo contempla y vinculada en indisoluble unidad con las otras ciencias especiales del conocimiento humano, es decir, social: la economía, la sociología, la lingüística, la estética, la tecnología, etc.
Acaban de ver la luz en sus lenguas respectivas de origen, los primeros volúmenes de dos importantes obras de Historia universal, en curso de publicación: la Historia Universal de la Academia de las Ciencias de la U.R.S.S., obra colectiva de un conjunto de especialistas soviéticos, los más destacados en las diversas ramas del quehacer histórico, bajo el patrocinio del Instituto de Historia, del Instituto Orientalista y del Instituto de la Cultura Material, de Moscú, y la Histoire Universelle de la Encyclopédie de la Pléiade, fundada por el eminente historiador René Grousset, compuesta con arreglo a los lineamientos por él trazados antes de su muerte y escrita por un cuerpo de colaboradores muy ilustres en el campo de la historiografía francesa, cada uno de los cuales aplica su criterio personal, autónomo, a la parte cuyo tratamiento le ha sido asignado dentro del plan general. Cada una de estas dos obras nos ofrece, como concepción y como realización, una síntesis de ideas y un balance de trabajos, de dos maneras muy contrastadas de abordar los problemas de la historia. Y, no hace mucho, ha salido de las prensas, como resultado de las labores del Seminario de Historia de la Universidad alemana de Marburgo, bajo la dirección del profesor Fritz Wagner, un volumen titulado La Ciencia de la Historia, en el que, a la luz de una selección de textos de los grandes historiadores y filósofos de la historia de las diversas épocas y con un aparato bibliográfico bastante completo y breves estudios preliminares a los distintos autores y a las diversas épocas, se trata de ayudar a esclarecer las principales etapas de la historiografía en torno a los problemas fundamentales del concepto, la significación y a la metodología de la historia. La Universidad de México prepara una edición española de este último libro [2] , cuya traducción ha sido encomendada a mi discípulo, señor Brom, Maestro en Historia, y que seguramente habrá de ser muy útil, cuando aparezca, a los especialistas y estudiosos de la materia en nuestra lengua.
Yo creo que, a la vista de estas publicaciones que acabo de citar y de otras recientes de la misma o parecida índole y del acervo fundamental de los valores ya establecidos para el enjuiciamiento de la historia y de la misión del historiador, podría nuestro Seminario prestar un señalado servicio a este campo del estudio, de la cátedra y de la investigación, dentro de la importante tarea que se ha trazado, convocando a unas reuniones de mesa redonda de historiadores y universitarios interesados por estos problemas para discutir y aquilatar, dentro de lo posible, los conceptos, los criterios y los métodos fundamentales de la historiografía. Ahí quede la sugestión, por si las autoridades competentes creyeran oportuno recogerla y darle forma.
Y, a este propósito, me permito expresar desde aquí la aprehensión o el temor, no sé si con fundamento, de que, pese a los esfuerzos muy loables de distinguidos profesores e investigadores en la materia, los problemas de la historia y la historiografía no se hallen tal vez, en el momento actual, dentro de nuestra Universidad, a la altura que las presentes circunstancias reclaman de esta disciplina, con al consiguiente falta de interés hacia ella por parte de la juventud estudiosa.
Es posible que estas apreciaciones mías debieran referirse, en rigor, de un modo especial, o por lo menos preferentemente, a lo relacionado con la Historia antigua. No poseo los elementos de juicio necesarios para apreciar hasta qué punto sea ello aplicable al interés por al historia general y, en particular, por la de México. Pero no se me alcanza cómo la historia mexicana, y concretamente en una de sus etapas fundamentales, la de la creación de la moderna nacionalidad y la aportación a ella del elemento europeo, pueda desglosarse de la historia del Renacimiento en Europa y, a través de ella, de la historia de la antigüedad que acostumbramos a llamar clásica. Tengo para mí, y me permito expresarlo, que, en buna parte, la falta de interés de un gran sector de los estudiantes por los problemas de la historia, nace precisamente de aquel apego a la visión de la historia como un desván de trastos viejos, cubiertos por el polvo de los siglos, de nuestra falta de capacidad par inculcar a la juventud el sentido vivo, revolucionario y revolucionador de la historicidad. Pero, es muy posible que yo esté equivocado y que la verdadera explicación del hecho, supuesto que éste sea cierto, deba buscarse en otra parte.
* * *
Y, ciñéndome ya, después de estas consideraciones generales, al aspecto concreto sobre el que brevemente deseo discurrir hoy ante ustedes, paso a hablar de la anomalía historiográfica del «modernismo» en algunos representantes muy caracterizados de la Historia antigua. Ya he dicho que lo que, a mi modo de ver, da un interés especial a este tema es que, a través de él, se expresa con bastante claridad, en un campo muy delimitado, pero harto revelador, el embrollo y el confusionismo irracionales a que algunos de sus servidores, a veces muy ilustres, amenazan con empujar la historia.
Por razones de espacio, pero también por limitaciones de conocimiento, he de referirme solamente al rasgo de la modernización en la historia económico-social de Grecia y Roma.
En los años finales del siglo pasado, el estudio de la historia de la antigüedad comenzó a orientarse cada vez más de lleno hacia los problemas económicos y sociales de los pueblos antiguos. Aunque a regañadientes y a la defensiva, dejábase sentir en la historiografía el gran impacto de la concepción materialista y dialéctica de la historia. Ya no era posible seguir ignorando olímpicamente la acción de los factores determinantes de la sociedad. Había que contar con ellos. Aunque no por la puerta grande, ciertos historiadores se resignaron a dejarlos deslizarse en la morada de la historia por la escalera de servicio. Y quienes, como los historiadores idealistas, no los venían con buenos ojos, optaron por tratar de conseguir mediante el rodeo de la tergiversación lo que ya no podía lograrse por la vía directa de la negación.
El gran helenista, epigrafista e historiador August Böck había dado, ya en 1.817, el primer paso con su estudio sobre La economía del Estado ateniense. Por debajo del arte y la cultura de los griegos, del llamado «milagro de Grecia» había –y era el fundador del «Corpus inscriptionum graecarum» quien lo proclamaba– factores económicos y sociales. «Sólo la parcialidad o la superficialidad –señalaba Böck– puede ver en la antigüedad solamente ideales».
En la década del noventa, se encendió entre los economistas e historiadores académicos de Alemania una viva polémica en torno a las características de la economía antigua. Karl Bücher, profesor de Economía en Leipzig, publicó por aquellos años su célebre obra titulada Los orígenes de la economía nacional. Sostenía en ella la tesis de que la economía de la sociedad antigua conservaba, en lo fundamental, su carácter de economía doméstica, cerrada (la economía del oikós), en la que los objetos de consumo se destinaban, esencialmente, en masa, a la misma órbita en que se producían y en que los actos de cambio constituían un fenómeno concomitante, no esencial, que versaba, además, en la gran mayoría de los casos, sobre los artículos de lujo, al margen de los de primera necesidad.
Independientemente de su caracterización más o menos imprecisa y discutible, la tesis de Bücher trataba de destacar los rasgos propios y específicos, de la economía antigua, como una fase histórica de la economía anterior a la de la sociedad capitalista, aunque oscuramente entremezclada todavía, en su concepción, a la de la sociedad feudal.
La teoría de Bücher suscitó inmediatamente la oposición de tres historiadores alemanes de la antigüedad , muy ilustres y representativos y claros exponentes, los tres, de la actitud modernizadora: el helenista Julius von Boloch, Eduard Meyer, autor de una de las más importantes obras sobre la historia universal de la antigüedad, por desgracia incompleta, y Robert Pöhlmann, cuya obra principal lleva ya en su frontispicio, en el título mismo, el enunciado más explícito de la modernización anacrónica de la antigüedad, pues se denomina Historia del socialismo y el comunismo antiguos (en la segunda edición, publicada bastantes años después, muerto el autor, el título fue cambiado por el de Historia del problema social y del socialismo, en la antigüedad).
La Historia de Grecia de Beloch, cuyos tres volúmenes se publicaron por vez primera en los años 1.893 a 1.904 y en segunda edición, refundida en cuatro tomos, de 1.912 a 1.927, tiene, entre otros muchos, el mérito de haber sido tal vez la primera obra de conjunto en que los problemas económico-sociales de Grecia antigua se estudian con gran detenimiento, sin supeditarlo todo a la historia política y a los acontecimientos de la historia externa. Beloch es, además, el primer historiador de Grecia que se esfuerza por aquilatar estadísticamente los datos de las fuentes, principalmente los de carácter demográfico. La «paralia», el «pendion» y la «diakria», la «costa», la «llanura» y la «montaña», las tres fuentes sociales de las clases de la sociedad griega de los hombres libres, de que se nutrían los partidos en la lucha en el ágora, comienzan, así, a dibujar sus perfiles materiales entre las nieblas de lo ideal. Desgraciadamente, gran parte de los juicios y conclusiones a que llega Beloch, en el estudio de su rica documentación, aparecen invalidados por el vicio de origen de una radical modernización. Según él, la economía antigua, en la Gracia clásica y en el mundo que Droysen llamará más tarde «helenístico», se hallaba ya muy cerca de la economía capitalista y podía asimilarse a ella. Llevado de este prejuicio modernizador, Beloch exagera, numérica y funcionalmente, la importancia de los trabajadores libres, asalariados, en los talleres artesanales de Grecia y desvaloriza el peso y la significación de la fuerza de trabajo de los esclavos, en la industria y en la agricultura, como la base de sustentación de la economía griega. Por donde, en resumen, habría que llegar a la conclusión de que la economía y la sociedad esclavistas han fenecido ya, virtualmente, muchos siglos antes de llegar a su apogeo bajo la égida del Imperio romano, y de que la sociedad y la economía capitalistas, basadas en la explotación del trabajo de hombres jurídicamente libres tienen su asiento, como unos veinte siglos antes de aparecer la manufactura en la Grecia de Pericles.
De Eduard Meyer, historiador alemán muerto en 1.930, ha dado a conocer recientemente el Fondo de Cultura Económica, en su sección de Obras de Historia, bajo el titulo de El historiador y la historia antigua, una compilación de trabajos monográficos «sobre la teoría de la Historia y la historia económica y política de la Antigüedad», traducidos por Carlos Silva. A través de ellos, pueden hoy los lectores y especialistas de habla española conocer, en sus criterios y aspectos metodológicos fundamentales, esta importante figura de historiador, cuya aportación al estudio de la antigüedad es indiscutible.
Eduard Meyer es uno de los ejemplos más cumplidos del anacronismo modernizante, en la interpretación de la historia antigua. También él, siguiendo las huellas de Beloch, consagra una gran atención a los problemas de orden económico-social. En este aspecto, son característicos los estudios, recogidos en la obra que citábamos, sobre «La evolución económica de la antigüedad» y sobre «La esclavitud en el mundo antiguo» y el que lleva por título Investigaciones sobre la historia de los Gracos.
En los dos primeros trabajos, suscitados por la obra de Bücher y dirigidos contra su tesis de la economía del «Oikos», Meyer expone la teoría de que la economía de la Grecia clásica, como más tarde la de Roma y entre ambas la del imperio alejandrino, descansaba ya sobre un capitalismo desarrollado. Este historiador llega, en su actitud modernizadora, todavía más allá que Beloch, pues, sobre menospreciar, por su número y su función, el trabajo de los esclavos y su peso específico en la economía antigua, niega incluso el carácter propio y peculiar de la esclavitud, al equiparar económicamente las actividades del esclavo a las del trabajador libre asalariado, sosteniendo que únicamente se diferenciaban el uno del otro por su status jurídico, pero no, por principio, en cuanto al régimen social. El esclavo antiguo era ya, por tanto, en lo sustancial, el proletario moderno, y no simplemente su antepasado o antecesor. Así se escribe la historia. Una historia de la que resulta que los largos siglos de lucha y de desarrollo histórico que, en el campo del trabajo, sustituyeron la esclavitud por la servidumbre y ésta por el trabajo asalariado fueron en vano, pues todo es, en esencia, uno y lo mismo.
En su Historia de la Antigüedad, como en general en toda su metodología y en sus posiciones como historiador, Eduard Meyer, negando rotundamente la existencia de cualquier clase de leyes históricas, profesa la llamada teoría cíclica de la historia, aquel principio historiográfico del «eterno retorno», que Vico adornara con tan bellos rasgos literarios y que los profesores de ahora desnudan de su ropaje mitológico, para infundirle un sentido social o, por mejor decir, asocial. Tras la consabida «Edad Media» homérica de los señores feudales anteriores al feudalismo, que es casi un manido lugar común entre tantos historiadores académicos de Grecia, viene, según Eduard Meyer, el florecimiento del capitalismo, en los siglos V y IV, para abrir paso después, con la decadencia y la vuelta a la economía natural, a un nuevo período medieval, al final del cual alboreará en inevitable retorno, el nuevo capitalismo. Como dice el cantar: «Pecar, hacer penitencia, y luego, vuelta a empezar».
Para Robert Pöhlmann, el «capitalismo» antiguo hace brotar, en lucha contra él, los movimientos sociales de la antigüedad, el «socialismo» y el «comunismo» antiguos, causantes, según este historiador, de la decadencia y la ruina del mundo clásico. Fue la instauración de la que él llama la «monarquía social», colocada al parecer por encima de las clases, la monarquía del Macedonio o la del Augusto, la que puso un dique al hundimiento de la sociedad. Según esta versión historiográfica, el desarrollo del capitalismo señala el acmé, la cúspide de la sociedad antigua, y la decadencia y la crisis del capitalismo marcan el colapso de la cultura. Y, dando un paso más, bien ostensible, por el camino de esta interpretación, y develando harto claramente los designios que ella envuelve, el historiador sostiene, ahora, que son los movimientos de lucha y la rebeldía de los de abajo los culpables de la regresión que sólo la mano de hierro de un monarca sodisant por encima de las clases pudo contener la marcha hacia el abismo.
En algo se asemeja, salvadas las grandes distancias, esta visión histórica deformada y anacrónica del mundo antiguo a la exaltación apasionada de la figura de Julio César en la pluma de un historiador tan brillante, tan cargado e sabiduría, tan genial como Mommsen, cuando, a pesar de sus patéticos esfuerzos por salvar a César del cesarismo, se empeña en convertir al instaurador de la dictadura militar de los esclavistas en el develador de los privilegios y los abusos de los grandes señores de la esclavitud. Por lo demás, el propio Mommsen –muy aficionado a símiles anacrónicos tan audaces como los que le llevan a llamar a Catón el Viejo el Don Quijote de Roma y a Cartago el Londres de la antigüedad– habla de la existencia del capitalismo en la Roma antigua. Pero, para ser justos y dejar las cosas en su punto, en lo que a este gran historiador se refiere, conviene citar la breve nota que Marx le dedica en el tomo III del Capital y que dice así: «En su Historia de Roma Mommsen no emplea la palabra capitalista en el sentido que se da a esta palabra en la economía y en la sociedad modernas, sino a la manera de la acepción popular que ese concepto conserva todavía hoy, no en Inglaterra o en América, pero sí en el continente, como una vieja tradición de tiempos pasados».
Un autor que ha dedicado importantes estudios a la historia económica y social de la antigüedad es el ruso Rostovtzev, emigrado en los Estados Unidos y profesor de una universidad norteamericana. De sus obras, publicadas en inglés, The Social and Economic History of Hellenistic World y The Social and Economic History of Roman Empire, la segunda ha sido traducida al español. En este libro encontramos ideas muy características y significativas en torno a la interpretación modernizadora y tergiversadora de la historia antigua. Según Rostovtzev, los emperadores italianos comenzaron apoyándose, para gobernar, en la «burguesía italiana triunfante» y contaron con el apoyo de «la burguesía de numerosas ciudades de las provincias», nombre éste de «burguesía» que el historiador de referencia da a la nobleza, a las clases altas provinciales. Pero, en el siglo III (el siglo de la anarquía militar, que habrá de conducir a la instauración del Imperio dominical, bajo Dioclesiano) se produjo lo que Rostovtzev califica de una «revolución proletaria y campesina», que, levantándose contra la «burguesía de las ciudades», momentáneamente, la derrotó. Y, con interpretación no muy alejada de la de Pöhlmann e igualmente explícita que la de éste en sus intenciones, sostiene la tesis de que la decadencia cultual del Imperio romano se debió a que la cultura «perdió en intensidad», se envileció, al ampliarse en extensión a lo que él llama «el proletariado» de la época, dejando de ser con ello la cultura de las clases altas, es decir, un patrimonio exclusivamente aristocrático. No estamos ya muy lejos, como se ve, de la concepción de los pueblos, las razas y las clases señoriales, portadores y depositarios de la alta cultura, que más tarde habrán de entronizar, en el efímero pero no fácilmente olvidable triunfo político del irracionalismo, los historiadores fascistas.
Y, para traer ahora a colación un caso más actual y sobradamente representativo, el de Toynbee, señalemos la superabundancia y la ligereza con que este sociólogo de la historia tan a la moda habla a troche y moche, en su Study of History del «proletariado» de la sociedad antigua, sinónimo para él de los «bajos fondos», del «underworld», y distinguiendo entre lo que llama «un proletariado interno» y otro «externo». El llamado «proletariado externo» lo formaban, según el esquema toynbeeniano, las poblaciones que, con acento racial clásico, siguen rotulándose con el marbete de «bárbaras».
Es sensible que, hasta hoy, que yo sepa, no se haya dado a conocer en nuestra lengua el valioso estudio del sociólogo alemán Max Weber sobre la Historia agraria del mundo antiguo. En esta obra, como en la primera edición del conocido libro del historiador y jurista italiano Salvioli que lleva por título El capitalismo en el mundo antiguo, se llama críticamente la atención, de modo muy certero, hacia las deformaciones modernizantes y caprichosas que tienden a asimilar las manifestaciones esporádicas del capital en al economía de la antigüedad a los rasgos inherentes al capitalismo moderno, como régimen social específico, como la impronta sustancial de una formación económico-social nueva. Hay que decir, sin embargo, que en la segunda edición de la obra de Salvioli, publicada en 1.929, el autor se inclina ya más bien a replegarse sobre las posiciones modernizantes de Eduard Meyer y Pöhlmann, compartiendo en considerable medida la misma falsa asimilación que antes criticara.
He aquí solamente unos cuantos botones de muestra, yo creo que bien representativos, de esa tendencia a la modernización que tergiversa peligrosamente la verdadera fisonomía de la historia antigua.
En la introducción al tomo I de la Historia Universal de la Academia de Ciencias de la U.R.S.S., a que me he referido, figura este párrafo, que me permito transcribir aquí, aunque la cita sea un poco larga:
«En el empleo de términos como los de “esclavitud”, “feudalismo” y otros, los sociólogos e historiadores reaccionarios introducen un contenido ahistórico. Llaman, por ejemplo, feudalismo a toda dispersión estatal, sobre todo si va aparejada a una estructura jerárquica del poder; y califican de capitalismo a toda actividad de empresa, independientemente de su contenido económico. Con arreglo a estas concepciones, la sociedad oriental es –para ellos– una sociedad estática, en la que domina un perenne feudalismo; y la economía esclavista mercantil y hasta natural de Grecia y Roma –aunque ni una ni otra se basaran ni pudieran basarse, en aquellas condiciones, en el sistema de la explotación del trabajo asalariado– se considera como una economía capitalista; la economía del poder real y de los templos del Antiguo Oriente (con su complicado sistema de cálculo del trabajo y de retribución de los trabajadores y su feroz explotación de los esclavos) se define como un “capitalismo de Estado”, y así sucesivamente. El carácter anticientífico y la tendencia de clase de este linaje de analogías, saltan a la vista. Al modernizar los fenómenos y las relaciones sociales del mundo antiguo, empeñándose por encuadrarlos a la fuerza dentro del marco de las condiciones de la sociedad burguesa contemporánea, los historiadores de orientación reaccionaria tratan de presentar las relaciones capitalistas bajo un ángulo de perennidad y, por medio de esta interpretación tendenciosa de los hechos de la sociedad antigua pretenden justificar la política imperialista actual, presentándola como algo “perenne” e “inmutable”».
Es la misma proyección invertida, sólo que al revés y ahora con designio diametralmente opuesto, regresivo, que llevaba, por ejemplo, a ciertos ideólogos de la Revolución Francesa a arropar su lucha contra el feudalismo entre los pliegues de la toga de los Gracos, como si la historia fuese una especie de guardarropía del theatrum mundi. Ya antes Maquiavelo, colgando sus sagaces meditaciones de historiador moderno sobre el clavo de las Décadas de Tito Livio, podía imaginarse que la lucha ideológica de la naciente burguesía italiana contra las potencias de la sociedad feudal se hallaba directamente entroncada con la del demos contra los eupátridas en Grecia o la de los tribunos de la plebe contra la oligarquía senatorial romana. Y, en rigor, esta visión deformada del pasado como presente late en la misma entraña de la generosa concepción del Renacimiento. Lo mismo que la visión anacrónica del presente en el pasado se trasluce en las ideas, ya menos generosas, de los historiadores modernizantes de la antigüedad. En uno y otro caso, se mata la verdadera esencia de la historia, al descuajar violentamente los hechos de las condiciones históricas objetivas en que se produjeron, para verlos a través del prisma de las ideas, los intereses o las instituciones propias de otro mundo histórico, de otro tipo fundamentalmente distinto de sociedad.
* * *
Pero lo que me interesa señalar aquí, apuntando para terminar el problema verdaderamente sustancial que va envuelto en el vicio historiográfico del modernismo, es si el historiador, como tal, al enfocar los hechos del pasado, se halla sujeto a las categorías y a los conceptos fundamentales de la filosofía, de la sociología y la economía, en relación con la materia tratada, o puede administrar el lenguaje, la terminología y los conceptos a su libre albedrío, sin tener que dar cuentas a nadie, poniendo a las cosas, con inspiración autárquica, como el poeta, los nombres o los motes que se le antoje. Problema que entraña, ciertamente, el determinante, tan empeñosamente debatido, de si la historia es realmente una ciencia y, por tanto, una doctrina rigurosamente sujeta a leyes, formulable en normas y principios, o sigue siendo, como en los buenos tiempos del trivium y el quadrivium de los escolásticos, un apéndice d e la gramática y la retórica, feria de ejemplos morales y adoctrinadores exhibidos bajo la muestra publicitaria de la magistra vitae, modelados al gusto de cada cual y buenos par esmaltar, más o menos brillantemente, de símiles y parábolas las propias elucubraciones; algo así como la percha en que colgar elegantemente nuestro vestuario ideológico.
El intuicionismo en la historia está hoy a la orden del día entre ciertos historiadores. Ya Windelband y Ricker, en su empeño por reducir las ciencias históricas, sociales, a la abstracción de «ciencias del espíritu», tendían en realidad a convertir la historia en un arte, centrado sobre el factor intuición, como órgano exclusivo de creación y receptividad. Es bien sabido hasta qué extremos exalta Dilthey, en su concepción de la historicidad, el papel intuitivo de las «Erlebnis». Y el propio Ranke, tan riguroso en su técnica documental de escrutador de los archivos, sostiene, al formular su concepción de la historia, que las grandes fuerzas espirituales creadoras de vida son «factores imposibles de definir, de reducir a conceptos» y que sólo «podemos intuir, percibir» a través del «sentimiento y la emoción de su existencia, que despiertan en nosotros».
Sin la pretensión de entrar aquí en el crucial problema de la cientificidad de la historia, sí me permitiré decir que, en la concepción, que yo profeso, de la unidad profunda de todas las ciencias humanas, es decir, sociales, la historicidad es una actitud científica fundamental que corresponde por esencia al mismo ser histórico del hombre y de la sociedad y se halla consustancialmente entrañada con a la filosofía y la economía, con la concepción del mundo y con la materia de la vida social del hombre. Solo la visión histórica del hombre y del mundo nos libra de caer, como ya se ha dicho, en las peligrosas aberraciones del apriorismo, del arbitrismo y del pensamiento anárquico u olímpico. Y, desde que existe la concepción materialista de la historia, que es, al mismo tiempo, dialécticamente, la concepción histórica de la materia social, sabemos hasta qué punto el enfoque histórico puede ser, si en la historia se busca la vida en movimiento, profundamente revolucionario, ya que la historia, certeramente concebida, es por esencia movimiento, cambio y trasformación.
Pero, dejemos estos problemas para mejor ocasión y volvamos al de los conceptos y las categorías en la historia. ¿Puede hablarse, objetivamente, llamando a las cosas por su nombre, para entendernos y no para confundirnos y para confundir, de un «capitalismo» en la antigüedad y, junto a él, como el término que lo complementa, de un «proletariado», de una clase obrera asalariada, como de factores básicos que definen la fisonomía económico-social de una época?
Es evidente que la función científica de los conceptos y las categorías no puede ser otra que la de fijar con la mayor fidelidad posible, en historia, las realidades sociales, políticas o culturales de una época dada y la base sobre que descansa, en su desarrollo y en sus desplazamientos, toda la supraestructura de una sociedad. Así, cuando decimos que la sociedad antigua es, por esencia, una sociedad esclavista, la categoría de esclavitud aparece como la expresión fundamental y adecuada de toda la fisonomía histórica de aquella época de la historia de la humanidad, de la relación fundamental entre los hombres de aquel tiempo, de la fundamental división en clases en torno a la cual se polariza la sociedad antigua. Y, al mismo tiempo, una etapa básica en la gran trayectoria del desarrollo social, humano. Y cuando, caprichosamente, se deslizan en ella, al caracterizarla históricamente, conceptos como los de capitalismo, burguesía, proletariado, etc., se desdibuja y se falsea, quiérase o no la verdadera fisonomía histórica de la antigüedad.
Yo creo que no es cierto, como afirma Bloch en su Introducción a la Historia, que ésta reciba, en su mayor parte, su vocabulario de la materia misma de su estudio, «ya desgastado y deformado por un dilatado uso» y que el lenguaje del historiador tenga que ser, por fuerza, «ambiguo». A mí me parece que el investigador y el expositor de historia deben esforzarse, sobre todo cuando se trate de categorías fundamentales, en aquilatar las palabras y los conceptos para que expresen adecuadamente el contenido histórico. Y cuando otras ciencias, por ejemplo la economía, o la filosofía, o a estética, o la tecnología, los tengan ya debidamente acuñados, respetarlos con la mayor escrupulosidad.
Claro que en la antigüedad había «capitales» y «capitalistas», aunque los autores antiguos y las fuentes no pronuncien esa palabra, que es de origen muy posterior en la terminología económica; pero no existía ni podía existir el capitalismo, en cuanto régimen social. Había capitales usurarios, mercantiles y hasta un incipiente capital artesanal, deslizado en los intersticios de la trama básica, del régimen de la esclavitud. Y, antes de llegar a un cierto momento en Grecia y en Roma y en muchos países del Antiguo Oriente, el capital usurario, combinando con la concentración de la propiedad privada sobre la tierra, era tan brutal que podía reducir a esclavitud al deudor insolvente y hasta cortarlo en tajadas (partis secanto!), como en la fábula shakesperiana el Mercader de Venecia, reminiscencias de aquellos tiempos arcaicos. Pero, cuando un historiador de hoy escribiendo para lectores de nuestro tiempo habla de «capitalismo» no puede entenderse por ello sino la relación fundamental de explotación del trabajo asalariado y de enriquecimiento y acumulación a base de la plusvalía capitalista, extraída a la fuerza de trabajo de una masa de obreros jurídicamente libres. Y es evidente que esta categoría deforma anacrónicamente, ahistóricamente, de un modo radical, la realidad social del mundo antiguo. ¿O es que se quiere ennoblecer y dignificar los orígenes del capitalismo, buscando las raíces de su árbol genealógico en Grecia y en Roma, a la manera cómo los nuevos ricos inventan blasones y escudos nobiliarios? Es cierto que el capitalismo no vino al mundo de la arcilla adámica, sino que tuvo abuelos y antepasados muy añejos ya en la antigüedad. Pero esos antecesores hay que buscarlos, por muy desagradable que pueda resultarle, en la institución de la esclavitud; es decir, en la forma de explotación del trabajo peculiar y básica de aquel tipo de sociedad.
En historia, como en filosofía –o digamos, para ser más justos, entre ciertos filósofos e historiadores– está hoy en boga la llamada semántica, confesión de impotencia y testimonio de irracionalismo, que consiste en negar las categorías y los conceptos fundamentales del pensamiento, reduciéndolos a una lógica y, muchas veces, a una ilógica del lenguaje. Lo que equivale, como ha dicho Rosental en un libro reciente, Categorías del Materialismo dialéctico, a «negar en absoluto la lógica del conocimiento de la realidad». Es ésta, como razona el propio Rosental, «la expresión más alta y la más consecuente, en su total irracionalización, del idealismo subjetivo». De ahí que «en la ciencia y en el estudio de los problemas sociales campee hoy –en determinados medios– la más desenfrenada arbitrariedad». «Por este camino –concluye el autor soviético citado–, se llega al resultado de que conceptos como los de “capitalismo”, “proletariado”, “burguesía”, “fascismo”, “libertad”, “esclavitud”, etc., fundamentales de una formación histórica dada... queden reducidos a “signos vacuos”, a símbolos engañosos, sugeridos por la endeblez del lenguaje». Con lo que, consecuentemente, se arriba «a la peregrina idea de que, cambiando las palabras, modificando los nombres con que se designan tales o cuales fenómenos o hechos, es posible cambiar el orden social, superar las más profundas contradicciones entre las clases, etc.». Ya lo decía el clásico español, en aquel verso tan certeramente realista, escrito contra la fealdad que, semánticamente, culpa de ella a la imagen reflejada: «Arrojar la cara importa, que el espejo no hay por qué».
Las realidades sociales mismas, las históricas y las actuales, son demasiado testarudas para dejarse embaucar. En cambio, el hacer cubileteos con los nombres resulta ya más fácil. Pero, para el historiador como para el filósofo y para el hombre en general, el lenguaje es inseparable del pensamiento y éste la expresión y el reflejo adecuados de la realidad objetiva.
Sería interesante analizar –si la sugestión que al principio apuntaba yo fuera recogida– las corrientes del irracionalismo, el subjetivismo, el intuicionismo, el semanticismo y por ahí adelante, en la historiografía actual, a la vista de doctrinas de la historia como las de Toynbee, Heidegger, Jaspers y otros, pasando por Spengler y Croce, por Windelband y Ricker, hasta remontarse a Nietzsche, el gran trastrocador de los valores históricos.
Todos esos «brillantes» embrollos disfrazados de síntesis a que nos tienen acostumbrados ciertos historiadores y filosofantes de la historia muy cotizados a la hora actual, que se conceden carta blanca para los símiles más caprichosos y las analogías más disparatadas, como si la narración histórica fuese el palenque del capricho y la arbitrariedad y el historiador, como el novelista, el dios omnímodo de sus personajes y de sus sucesos, encierra un peligro que difícilmente, creo yo, podrías exagerarse. ¿Tiene algo que ver con la historia, por ejemplo, aunque algunos snobs puedan reputar estos símiles baratos como un hallazgo feliz del ingenio y hasta del genio, el pintar a Marx según lo hace Toynbee, como el Moisés del Sinaí proletario, viendo en sus obras el trasunto de las Sagradas Escrituras, etc., etc.?
Sobre el historiador y sobre el filósofo, sobre el hombre de ciencia, de pensamiento y de pluma pesa hoy el grave deber de resistir valerosamente a las muchas solicitaciones empeñadas en convertir lo que debe ser una actividad noble y elevada del espíritu en una vulgar propaganda. Aquel «discite moniti» (¡Sabed que estáis advertidos!) que Lukács predica de todo intelectual vale también, y no en pequeña medida, para el historiador, ante la crisis creadora y destructora de nuestro tiempo. Pues si la historia no es, como quería el retórico romano, la maestra de la vida, tiene que ser el espejo de la vida misma, de la realidad humana en constante desarrollo.
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