A mi llegada a Asturias acudí a la Universidad para saber de los curriculos existentes y la programación. Me llené de papel. Elegí estudiar Historia del Derecho que, en realidad, era lo que buscaba.
No podía matricularme por la jerarquía que me imponía estudiar otras disciplinas para llegar a ella. Acudí al profesor Gustavo Bueno que me abrió el camino hacia el profesor que me escuchó. El profesor Bueno me aconsejó hacer Filosofía pero no me consiguió convencer. Al final, acudí a la mayor parte de las clases de Historia del Derecho con el consentimiento directo del profesor.
A la vez comencé a reunirme con varios compañeros del Hospital General de Asturias. Nos reuníamos a las 15 horas y leíamos el diario El País, comentando todas las noticias. Elegíamos una noticia al azar. La primera fué una de economía, por lo que hablamos del Mercado, del Capital y el Dinero.
Así nació el Grupo Oviedo. En aquellas navidades les hablé del Grupo Oviedo de la Universidad de Oviedo, creado a finales del siglo XIX y, que se reunían para tomar el té en casa de uno de ellos, el profesor Víctor Díaz-Ordóñez por lo que se les decía los "vitorinos"
Entonces yo era Augusto Pérez y nadie sabía nada de mí, aunque malas lenguas hablaban de nuestras reuniones en el aula de Radiodiagnóstico de Policlínicas.
He tomado de Google información estructurada sobre el Grupo Oviedo. Pasaré un poquito de lo obtenido para darlo a saber.
Altamira : de la cátedra de Historia del Derecho a la Historia de las Instituciones Políticas y Civiles de América
Santos
M. Coronas
Universidad
de Oviedo
La
vida académica de Rafael Altamira se articuló principalmente en
torno a las cátedras de Historia General del Derecho (Universidad de
Oviedo, 1897-1911) y de Historia de las Instituciones Políticas y
Civiles de América (Universidad de Madrid, 1914-1936)(1).
Entre ambas medió un período de transición americanista
representado por el Viaje
a
América como delegado de la Universidad de Oviedo (1909-1910) y el
Seminario
de Historia de América y Contemporánea de España,
desarrollado en el Centro de Estudios Históricos dependiente de la
Junta para la Ampliación de Estudios (Madrid, 1911-1914)(2).
En todo caso, pese a su diferente significación científica, ambas
etapas guardaron entre sí una cierta unidad derivada de la antigua
vocación americanista de Altamira referida por él mismo al Congreso
conmemorativo del IV Centenario del Descubrimiento celebrado en
Madrid, 1892(3).
I. Altamira, catedrático de Historia General del Derecho
Una
parte sustancial de la vida académica de Rafael Altamira y Crevea
(Alicante, 1866-México, D. F., 1951) quedó unida a la
Universidad de Oviedo de la que fue primer catedrático por oposición
de la disciplina de Historia general del Derecho. De este modo, llegó
a formar parte del llamado «grupo de Oviedo»4 a
cuya caracterización contribuyó de manera decisiva con su
magisterio científico y divulgador y su obra escrita de finales del
siglo XIX y principios del XX (1897-1911). Si el buen rector Canella
supo convertir la Universidad de aquellos años en un hogar, alegre a
veces hasta la francachela, Altamira puso el contrapunto formal,
grave y circunspecto, en una actitud de austera afirmación de su
individualidad levantina no siempre comprendida por sus compañeros,
preludio de su marcha en solitario hacia las altas esferas del
reconocimiento oficial. Pese al progresivo distanciamiento, Altamira,
que se consideraba a sí mismo un hombre de corazón más que una
inteligencia, nunca olvidó a sus colegas de Oviedo, ni tampoco a los
alumnos de la Facultad de Derecho con los que había compartido la
ilusión pedagógica de sus primeros años universitarios. Casi al
final de sus días, en el exilio mejicano, estos recuerdos se
hicieron más vivos -tamizados siempre por el afán de reproducir
viejos comentarios y discursos, una constante de su obra que hace
difícil separar la aportación original de la mera reproducción de
trabajos anteriores-, incluyendo entonces, junto a los inolvidables
hombres de Asturias (Canella, Aramburu, Buylla, Clarín...), antiguas
impresiones de la bella naturaleza asturiana, en especial de las
playas e islotes próximos a su residencia veraniega de San Esteban
de Pravia. Fue entonces cuando, de manera fugaz, casi tanto como la
luz de ese rayo verde del atardecer que describe, reveló la hondura
de su sensibilidad romántica y su simpatía oculta por esa forma de
vida despreocupada de algún bohemio de la rivera. Al tiempo que
corregía su imagen de frialdad académica, legó un postrer recuerdo
de esas tierras
y hombres de Asturias,
a las que quiso rendir, con uno de sus últimos libros5,
su propio homenaje sentimental.
1. Una valoración previa: la vocación histórica y pedagógica de Altamira
La
figura de Altamira, un hombre que lo fue todo académicamente en la
España del primer tercio del siglo XX(6),
padeció después un cierto obscurecimiento incluso en los ámbitos
científicos de su especialidad. Hoy apenas si es mencionado en algún
que otro manual de Historia del Derecho y sólo en la rama del
Derecho indiano parece mantenerse indeleble la huella de su
magisterio por obra de sus discípulos americanistas(7).
Fuera de estos ámbitos científicos es posible, sin embargo,
constatar la revitalización de su recuerdo en su comunidad de origen
al calor del localismo imperante, en justa correspondencia al amor
que siempre declaró a su terreta
valenciana,
aunque con la contrapartida del olvido relativo en otras de adopción,
como la asturiana. La razón de este aparente olvido científico debe
buscarse en su propia obra, dispersa, plural, omnicomprensiva, propia
de un humanista que fue a la vez o sucesivamente literato,
periodista, pedagogo, iushistoriador, americanista y juez del
Tribunal Internacional de Justicia de la Haya. En la maraña de sus
títulos y obras, cifradas ya al final del período referido en unos
cincuenta volúmenes(8),
cabe rastrear el triunfo de una vocación tardía: la histórica,
metodológica y divulgativa, y la pedagógica(9).
En estos campos, Altamira fue y será siempre el hombre grande, el
maestro «agitador de la conciencia histórica; orientador de la
juventud», que destacara hace tiempo García-Gallo(10).
En los otros, y especialmente en los iushistóricos de su
especialidad, el avance de la ciencia discurrió por otros derroteros
de investigación original y rigor heurístico marcados ya en su
época por Hinojosa, el maestro admirado a quien dedica alguna de sus
obras de divulgación, pero cuyo ejemplo de callada entrega
intelectual a la obra real de regeneración científica patria no
quiso o no pudo seguir(11).
Frente a este ejemplo señero de honestidad intelectual, que
literalmente hizo escuela, la obra de Altamira aparece contaminada
frecuentemente por una retórica que no fue, sin embargo, vana y
estéril al contribuir a difundir el propio valor de la ciencia en
todas las capas sociales, con el mérito añadido de ofrecer una
permanente lección pedagógica.
2. Prolegómenos académicos
Altamira,
según consta en su expediente académico, fue siempre un excelente
estudiante, tanto en segunda enseñanza como en la Universidad(12).
Pero fue, sobre todo, un ávido lector que «leía a todas horas» en
palabras de su «Breve autobiografía»(13),
base de una temprana vocación literaria expresada en semanarios como
La
Antorcha y
La
Ilustración popular.
Con este bagaje de ensueños propio de un joven de quince años,
entró a estudiar Derecho en la Universidad de Valencia, más por
consejo familiar que por decisión propia. En los dos primeros
cursos, algunas disciplinas humanísticas introductorias mantuvieron
el fuego de su fervor literario, bien en solitario o en colaboración
con su condiscípulo Blasco Ibáñez con el que pensó escribir una
novela titulada Romeu
el guerrillero.
Después, influido sin duda por la seca realidad de sus estudios,
derivó hacia un ensayismo de tipo más erudito, reflejado en la
serie de artículos aparecidos en Las
Germanías a
lo largo de 1882 «El libre pensamiento y la sistematización en
España», o los publicados después en La
Ilustración Ibérica «El
realismo y la literatura contemporánea», donde dejó constancia de
su credo realista, tan en la línea de sus admirados Pérez Galdós y
Zola(14).
En
esta evolución intelectual influyó largamente Eduardo Soler, un
profesor de la Universidad valenciana vinculado a la Institución
Libre de Enseñanza. Altamira lo recordaría años más tarde como su
primer maestro universitario, «el primer hombre que contribuyó
hondamente a formarme», al poner en sus manos «los primeros libros
fundamentales que habían de labrar la base de mi futura labor
científica». A los libros prestados de Krause, Sanz del Río,
Ahrens o Giner de los Ríos sumó, en la mejor tradición
institucionista, el sentimiento de la naturaleza y del paisaje que
Altamira ya nunca abandonaría. El resultado fue una nueva
inclinación filosófica racionalista y agnóstica, y una mentalidad
más próxima al magisterio de la cátedra que al común destino
profesional de sus compañeros de estudios(15).
3. La experiencia madrileña
Siguiendo
el camino de la cátedra, se dirigió a Madrid en el otoño de 1886
para realizar el preceptivo curso de doctorado en Derecho, Sección
de Civil y Canónico(16).
Iba provisto de cartas de recomendación de Soler para Gumersindo
Azcárate, Nicolás Salmerón y Francisco Giner de los Ríos(17),
pasando a integrarse de un modo natural en el círculo de la
Institución Libre de Enseñanza, de la que llegaría a ser auxiliar
y a dirigir además su Boletín.
Dos corrientes contrapuestas parecían entonces empujarle, la
política y social de Salmerón y Azcárate y la pedagógica y
científica de Giner y Cossío, más próxima a sus antiguas
aficiones literarias. Al fin triunfó esta última, aunque la
influencia de Azcárate se dejó sentir en la elección y dirección
del tema de la tesis doctoral (La
propiedad comunal,
1887; publicada tres años más tarde con el título Historia
de la propiedad comunal que,
calificada por el mismo como un tratado de legislación civil
comparada, inicia propiamente la larga serie de escritos científicos
de Altamira) y, sobre todo, en la colaboración primero y en la
dirección después del diario La
Justicia,
órgano del Partido Republicano Centralista que, bajo el ideario de
Salmerón y con la ayuda de personalidades como la de Azcárate,
Labra o Pedregal, pretendía reunir las diferentes ramas del
republicanismo español. Fracasado el empeño periodístico y aun su
propio intento de ingresar en la política activa, Altamira volvió
sus ojos a la política especulativa con el propósito de «educar a
la juventud en la práctica y el amor al Derecho, a la Justicia, a la
libertad y al progreso en todos los órdenes, sin doctrinarismos ni
estacionamientos de escuela o secta».
La
oportunidad de poner en práctica estas ideas se la brindó el Museo
Pedagógico Nacional, a cuya plaza de secretario accedió por
oposición el 23 de julio de 1888. El Museo, creado en 1882 y
dirigido por Manuel B. Cossío, pretendía dar a conocer el estado de
la primera enseñanza en España y en la demás naciones de su
entorno cultural (de ahí su primera denominación de Museo de
Instrucción Primaria), facilitando al tiempo el progreso de la
pedagogía(18).
En él explicó Altamira diversos cursos, en especial uno sobre
Metodología en la enseñanza de la Historia, fruto de su
nombramiento en comisión por el Ministerio de Fomento para estudiar
la organización de los estudios históricos en Francia en todos los
grados de la instrucción pública, base de un nuevo libro La
enseñanza de la Historia(19)
(1ª
ed. Madrid, 1891; 2ª ed. Madrid, 1895) que obtuvo un juicio elogioso
de la crítica, al que siguieron otros cursos sobre Historia de
España en el siglo XVIII, o de Historia de la civilización
española, en la que mostraba su sintonía con las nuevas tendencias
historiográficas europeas de la Kulturgeschichte. Paralelamente en
su calidad de secretario del Museo participó en 1892, el año de su
bautizo americanista, en un congreso Pedagógico Hispano-Luso
celebrado en Madrid con una ponencia sobre Pensiones y Asociaciones
Escolares, publicada ese mismo año por el Museo.
lPero
ni siquiera la pedagogía cubría todas las necesidades de su
sensibilidad,
muy aguzada y levantisca.
La crítica literaria vino a completar en parte esta necesidad,
publicando diversos artículos en diarios y revistas, recogidos luego
en un volumen titulado Mi
primera campaña (Madrid,
1893). Posteriormente, animado por los elogios de Clarín, Palacio
Valdés o Pardo Bazán, fundó la Revista
Crítica de Historia y Literatura Españolas, Portuguesas e
Hispanoamericanas que,
desde 1895, dirigió con propósito mayormente informativo, atrayendo
a sus páginas a los grandes intelectuales del momento, a empezar por
sus admirados Costa, Menéndez y Pelayo, Hinojosa, Valera o Alas por
los que siempre sintió especial devoción intelectual(20).
Sin
embargo, esa aguzada
sensibilidad
que, a despecho de trabajos sin fin, paseos diarios
largos,
excursiones dominicales con Giner, Cossío, Rubio y Salmerón, tendía
a romanticismos,
melancolías, ternuras tontas, utopías de la imaginación, vértigos
políticos, anemias, flaquezas y otros males,
le llevó a expresar en cuentos y novelas sus ansias de amor
familiar, confundido a veces con el amor a la terreta
valenciana(21).
Fatalidad(Madrid,
1894), Cuentos
de Levante (Madrid,
1895), Novelitas
y cuentos (Madrid,
1895), Cuadros
levantinas. Cuentos de amor y de tristeza (Valencia,
1897), son la evidencia de un
(hombre
de) corazón
que
pugna por abatir la imagen falsa de ser sólo
una inteligencia,
y cuya desgracia, según piensa en esos días de desolación, es
ir buscando por la vida lo que nunca encontraré... un verdadero,
inquebrantable amor.
Ese amor, casa
y familia que
tanto anhelaba, le iba a venir al fin como una secuela gratificante
más de su acceso a la cátedra de Historia del Derecho de la
Universidad de Oviedo.
4. La cátedra universitaria: bagaje y aspiraciones
Cuando
diez años atrás Altamira expresara con cierta ingenuidad su deseo
de ser catedrático, no sabía muy bien de qué especialidad. Como
referiría luego en su «Breve autobiografía», «lo que no hubiera
podido decir entonces claramente era de qué quería ser yo
catedrático». Una herencia multisecular, apenas corregida en el
siglo XVIII, hacía a los catedráticos de Derecho civilistas o
canonistas según su magisterio fuera el ius
civileromano
(cátedras de Instituta, Código o Digesto justinianeos), o el ius
canonicum clásico
(Decreto, Decretales, Sexto y Clementinas). A pesar de la inclusión
en los nuevos planes de estudio dieciochescos del Derecho español,
nacional o patrio, identificado con cierta propiedad desde principios
del siglo XVIII con el castellano, habría de pasar más de un siglo
para que se hiciera realidad el viejo sueño ilustrado de imponer su
estudio preferente en las Universidades del reino(22).
A lo largo del siglo XIX, especialmente a partir del Plan Caballero
de 1807, fue afirmándose la preeminencia del Derecho patrio y, con
ella, la creación y despliegue progresivo de nuevas disciplinas:
Derecho mercantil, Derecho administrativo, Derecho internacional,
Economía Política... El Derecho civil de Castilla, convertido desde
el plan de Instrucción Pública de 1824 en la rama más estudiada de
nuestro Derecho, incorporó a su contenido una Historia de la
Legislación destinada a servir de introducción al estudio del
Derecho civil vigente, necesario en la medida que este Derecho se
hallaba compuesto por códigos y leyes de diferente época y
autoridad, alguno de los cuales remontaba a la época de los godos.
Como introducción al Derecho civil vigente, quedó desde entonces su
estudio en manos de civilistas quienes, de manera superficial,
limitando su exposición a una fría enumeración de códigos sin
apenas referencia a su trasfondo económico, político o social, o a
las formas consuetudinarias y jurisprudenciales de creación jurídica
o a su literatura, conservaron vivo al menos el antiguo interés por
su conocimiento. Altamira, que estudió la carrera de Derecho entre
1881 y 1886, no llegó a cursar la nueva disciplina de Historia
General del Derecho español, creada, con notable retraso respecto a
las grandes Universidades europeas, por R. D. de 2 de septiembre de
1883(23).
Y, sin embargo, ésta fue la cátedra de su destino profesional, la
que nunca hubiera nombrado a su maestro Soler en caso de haberle
preguntado éste de manera más precisa sobre la cátedra de su
elección.
En
realidad, fiel a su propósito general de ser catedrático, Altamira
había optado primeramente a la cátedra de Derecho civil español,
común y foral de la Universidad de Granada, convocada en la Gaceta
de junio de 1890, aunque no llegó a presentarse a las oposiciones
celebradas en 1892(24).
Tres años más tarde se le presentó una nueva oportunidad, al
quedar vacante la cátedra de Historia del Derecho de la Universidad
de Oviedo por fallecimiento de su titular Guillermo Estrada. Y esta
ocasión no la desaprovechó, contando con la ayuda de Menéndez
Pelayo que, además de ir
preparando la cosa en
el sentido de influir en la constitución de un tribunal imparcial de
personas rectas
y competentes,
como le pedía Altamira(25),
llegó a formar parte del mismo junto a su antiguo maestro, Azcárate.
A propuesta del tribunal, y por Real Orden de 26 de abril de 1897, se
le nombró catedrático numerario de la Facultad de Derecho de la
Universidad de Oviedo, con el sueldo de tres mil quinientas pesetas
anuales(26).
Por otra Orden de igual fecha, se le autorizó a tomar posesión en
la Universidad Central de la cátedra de Historia general del Derecho
español de la de Oviedo, de la que tomó posesión el 1 de mayo de
1897. Al fin, después de tantos trabajos y desvelos, en plena
madurez intelectual, lograba hacer realidad su sueño. La cátedra,
con su nueva tarea docente e investigadora, le aguardaba en Oviedo,
en una Universidad que empezaba a ser conocida en toda España por
algunas iniciativas (Escuela Práctica de Estudios Jurídicos y
Sociales, Colonias Escolares de Vacaciones) en las que latía el
pulso social de la Institución Libre de Enseñanza así como los
aires renovadores de la moderna ciencia jurídica europea.
5. La Universidad y el grupo de Oviedo
«Después
de reñida oposición fue nombrado para la cátedra de Historia del
Derecho de nuestra Universidad Rafael Altamira, que hasta entonces
desempeñara la secretaría del Museo Pedagógico dirigido tantos
años por el maestro Manuel B. Cossío. Ya en Oviedo, donde se le
acogió con verdadero entusiasmo, Altamira ingresó sin vacilar en
nuestra Escuela Práctica. ¡Esperábamos tanto de él! Y fue sin
duda un gran refuerzo para la Escuela y para la Universidad. Era un
maestro, preparado como pocos, de excepcional cultura y de gran
palabra. Fue repito, Altamira un gran refuerzo: en un sentido, que en
otro no diré que no haya sido un obstáculo, un disociante... pero
ya procuraré explicar con algún detalle la compleja personalidad de
quien había de ser miembro del Tribunal de Justicia de La Haya y
gran escultor de sí mismo».27.
Así describe Posada, catedrático de Derecho político de la
Universidad de Oviedo y de ideario afín al de Altamira, la
ilusionada acogida y parcial decepción posterior del que debía ser
gran refuerzo del grupo, compartida por otros profesores de la Casa
(denominación coloquial del viejo edificio valdesiano que, desde
1608, acogía las enseñanzas universitarias), como Clarín28.
La
Universidad a la que llegó Altamira ya no era aquella Universidad
provinciana y familiar, retratada por Posada29.
A los Canella, en especial a Fermín, reputado por algunos profesores
auxiliares como el amo de la Casa, a los Berjano, Díaz Ordóñez o
Estrada, representantes del oviedismo más tradicional, se habían
ido sumando otros profesores imbuidos del ideal de renovación
pedagógica próximo, en algún caso, al de la Institución Libre de
Enseñanza. Adolfo Álvarez Buylla, catedrático de Economía
Política desde 187730;
Leopoldo Alas, catedrático de Derecho Romano desde 1883; el joven
Adolfo Posada, catedrático desde esa misma fecha de Derecho
Político; o Félix de Aramburu, de la de Penal, contribuyeron a
reanimar la vida universitaria, contrarrestando el efecto de la
marcha a Madrid de dos excelentes profesores: Matías Barrio y
Mier31 (1883)
y Rafael Ureña32 (1886).
El posterior acceso a la cátedra de Derecho Administrativo de
Rogelio Jove y Bravo (1887), cuñado de Fermín Canella, y la
incorporación de Aniceto Sela a la de Derecho Internacional (1891),
acabó por dar su perfil humano más característico al llamado
«grupo de Oviedo» o, en expresión de Costa, al «movimiento de
Oviedo», llamado a tener notoria influencia en la vida universitaria
nacional. «Se explica movimiento tal -excepcional entre
nosotros y reacción viva contra la falta de calor de nuestras
burocratizadas Universidades- por la rara y feliz coincidencia en la
pequeña "ciudad de los obispos" de unos cuantos maestros
asturianos, ovetenses los más y profundamente arraigados en Oviedo
los otros-, Guillermo Estrada, Adolfo A. Buylla, Félix de Aramburu,
Leopoldo Alas (nacido, por casualidad, en Zamora), Victor Díaz
Ordóñez, Inocencio de la Vallina, Aniceto Sela, Melquiades Álvarez,
Fermín Canella, Rogelio Jove... Todos eran asturianos, en rigor
ovetenses, encariñados con Cimadevilla, con el Campo de San
Francisco, con el Naranco y con la torre de la Catedral a la vez que
con el claustro de la Universidad»(33).
Pero,
por debajo del vínculo de la tierra y su común representación
universitaria, existían tendencias en el «grupo» que el profesor
Melón ordenó en tres categorías principales: institucionistas,
regionalistas y conservadores(34).
A los primeros, a los
de más homogénea orientación pedagógica y que por ello teníamos
una misma idea de la amplia y compleja misión científica, educativa
y social de la Universidad,
los ha caracterizado perfectamente Posada, uno de los miembros más
conspicuos del pequeño grupo, al que se incorporaría años después
Altamira: «Nuestro común criterio universitario se manifestaba en
el modo de hacer la clase y de cultivar en ella, o con ocasión de
ella, el trato íntimo con los alumnos, hecho posible por el corto
número de asistentes a las cátedras».(35).
Fruto de este criterio pedagógico fue la creación de la Escuela
Práctica de Estudios Jurídicos y Sociales, una especie de Seminario
de investigación al estilo de las Universidades alemanas, en el que
durante una docena larga de cursos trabajaron en colaboración
profesores y alumnos, reunidos por las tardes en la biblioteca del
decanato de la Facultad de Derecho(36).
«Los Adolfos», (Buylla y Posada); «la trípode pedagógica»
(Buylla, Posada y Sela, los mismos que pusieron en marcha la Escuela
Práctica y fundaron el diario «La República») eran denominaciones
corrientes en la sociedad y en la prensa local de la época (aquélla
última puesta en circulación por el diario integrista «La Cruz»
para designar la identidad académica y la comunidad de ideas de los
miembros de este grupo).
Y,
sin embargo, al margen de clasificaciones político-culturales,
fácilmente intercambiables en un momento dado, existía una
conciencia colectiva de pertenencia primordial a la vieja institución
universitaria que se puso de manifiesto por entonces en la
resistencia al nuevo Rector, Rodríguez Arango, designado por
Alejandro Pidal para sustituir indecorosamente al antiguo y buen
Rector, Salmeán(37),
y que tenía al tiempo manifestaciones lúdicas de puro compañerismo,
como el té tomado en la casa de Víctor Díaz-Ordóñez, (Victorín),
catedrático de Disciplina Eclesiástica y carlista, identificado por
el rumor popular con el Bermúdez de La
Regenta38,
y, sobre todo, los alegres banquetes celebrados en la biblioteca
universitaria(39).
Esta armonía se transparentaba luego en las tareas docentes y en las
reuniones de carácter académico, que se despachaban sin mayor
aparato formal(40).
En este ambiente cordial, de la más animadora armonía y el más
simpático y alentador buen humor, nacería años después y a
propuesta de Alas (1898), la Extensión Universitaria(41).
Antes habían nacido ya la Escuela de Estudios Jurídicos y Sociales
y las Colonias Escolares de Vacaciones en Salinas. De esta forma
cordial y colectiva se fue haciendo grande el «grupo de Oviedo»(42),
al que se incorporó Rafael Altamira en el curso 1897-1898.
6. Altamira en Oviedo (1897-1911)
Tras
tomar posesión de su cátedra en mayo de 1897, Altamira se convirtió
en el tercer catedrático de Historia del Derecho de la Universidad
de Oviedo. En realidad fue el primer catedrático por oposición de
esta nueva especialidad, pues sus antecesores, Gerardo Berjano
Escobar y Guillermo Estrada, lo habían sido por concurso de traslado
de otras cátedras de la misma Universidad.
Una
vez creada la cátedra de «Historia general del Derecho español»
por Real Decreto de 2 de septiembre de 1883, refrendado por el
ministro de Fomento, Germán Gamazo, bajo la presidencia de Gobierno
de Sagasta, fue relativamente frecuente, en un primer momento, su
ocupación por catedráticos de disciplinas afines, especialmente de
Derecho civil que ya con anterioridad venían encargándose de esta
materia siquiera fuera como introducción al estudio positivo del
ordenamiento vigente43.
Berjano, que a lo largo de una dilatada carrera profesoral, iniciada
en octubre de 1873 como sustituto de la cátedra de Historia de la
Iglesia, Concilios y Colecciones canónicas, había pasado
prácticamente por todas las asignaturas del antiguo Plan de Estudios
(Derecho Romano, Derecho Político y Administrativo, Derecho
mercantil y penal, Teoría de los Procedimientos judiciales,
Prácticas forenses, así como de las disciplinas de Historia
y Elementos de Derecho civil español, común y foral y de Ampliación
de Derecho civil y códigos españoles),
y que al tiempo de la creación de la cátedra de Historia del
Derecho tenía la condición de catedrático supernumerario, fue
nombrado por Real Orden de 13 de diciembre de 1884 catedrático
numerario de esta asignatura, de la que tomó posesión el 31 del
mismo mes(44).
En
la apertura del curso académico de 1885 a 1886, Berjano disertó,
con mejor voluntad que ciencia, De
la Historia general del Derecho español45.
Por entonces estaba claro ya, y ésta era una de las razones que
justificaban su creación académica, que la Historia del Derecho
«era algo más que el conocimiento de los códigos pasados, y la
enumeración de las leyes que rigieron en nuestra España»,
confundiéndose más bien «con la historia entera de la
civilización». Tras señalar los cuatro períodos en que divide la
«historia legal» de España (dominación romana, España gótica,
Reconquista y época moderna) procedió a una rápida enumeración de
sus rasgos más sobresalientes, tomando como pauta la erudición
dieciochesca (aunque sin apreciar debidamente el valor heurístico y
metodológico del Ensayo
histórico crítico de
Martínez Marina), algunas fuentes medievales, tomadas por lo general
de la colección de fueros de Muñoz y Romero(46)
y,
sobre todo, de alguno de los manuales al uso como el de Marichalar y
Manrique, Antequera o Domingo Morató(47),
tan severamente juzgados por Menéndez Pelayo: «indignos manuales
que son el oprobio de nuestra enseñanza universitaria, y que nos
hacen aparecer a los ojos de los extranjeros cincuenta años más
atrasados de lo que realmente estamos»(48).
En realidad el Discurso, abusivamente amplio en el tiempo -desde los
iberos hasta el siglo XIX- nada aportaba, salvo una noticia detallada
de los pueblos que recibieron el Fuero Real, debida a su buen amigo
Barrio y Mier(49).
Sin mayor arraigo ni apego a la nueva asignatura, dos años después
de su acceso a la cátedra de Historia del Derecho obtuvo su traslado
a la de Derecho mercantil («en España y en las principales naciones
de Europa y América»), por Real Orden de 28 de diciembre de 1886.
Al tomar posesión de su nueva cátedra el 12 de enero de 1887,
cerraba, sin mayor compromiso con la disciplina que le había tocado
inaugurar, una página histórica de la Universidad de Oviedo.
El
siguiente catedrático de la disciplina fue Guillermo Estrada
Villaverde (Oviedo, 23, mayo, 1834-27, diciembre, 1894), uno de los
clásicos de la Universidad ovetense que, como Berjano y tantos otros
profesores de su época apenas especializada, hubo de recorrer el
complejo de enseñanzas de los sucesivos planes de estudios de la
Facultad de Derecho(50).
Anunciada la vacante de la cátedra de Historia del Derecho de la
Universidad de Oviedo en junio de 1887, por el paso de Berjano a la
de Mercantil, la obtuvo Estrada por concurso de traslado el 31 de
marzo de 1888(51),
y en ella permaneció ya hasta su prematura muerte(52),
consiguiente a la de su hijo Borja, Borjín, sentidas con singular
dolor por sus compañeros de claustro(53).
Estrada,
que al margen de su credo y actividad político-periodística, había
desplegado otras muchas actividades a lo largo de su accidentada
carrera profesoral (abogado en ejercicio, magistrado suplente de la
Audiencia territorial, vocal del Consejo provincial de Oviedo,
individuo de la Junta Provincial de Beneficencia, así como algunas
otras más próximas a su condición académica: correspondiente de
la Real de la Historia, individuo de la Comisión de Monumentos
históricos y artísticos de Oviedo, presidente de la antigua
Academia oficial de Derecho, vinculada por entonces a la
Universidad...), apenas si dejó obra escrita. En una hoja de méritos
y servicios autógrafa de 1886, alude a su disertación sobre la
Importancia
del Derecho canónico en
el acto de su solemne recepción como catedrático en 1861, y
asimismo a la contestación al discurso de recepción del numerario
Diego Fernández Ladreda sobre Historia
del Derecho español(54).
Poco después, en la apertura del curso de 1862 a 1863, leyó la
oración inaugural que versó sobre los Servicios
prestados a la ciencia por la Iglesia,
un excelente discurso pleno de doctrina que contrasta con la
ramplonería académica de tantos otros de su época55.
Al lado de estos trabajos, otros Discursos y obras menores, como la
dedicada a la Novela
contemporánea citada
en la relación de méritos y servicios que acompañaba a su concurso
de traslado a la cátedra de Historia del Derecho, son hoy
prácticamente desconocidos.
La
llegada de Altamira a Oviedo supuso un acontecimiento universitario
y, en cierto sentido, un revulsivo de la conciencia científica y
social del grupo.
Venía precedido de la fama de sus convicciones institucionistas pero
también de sus publicaciones históricas y pedagógicas que habían
hecho de él, con toda justicia, el primer catedrático por oposición
de Historia del Derecho de la Universidad de Oviedo. En realidad,
podría decirse que la moderna ciencia de la Historia del Derecho,
que ha iluminado el panorama de los estudios jurídicos en las
principales Universidades europeas desde hace casi un siglo, irrumpe
en Oviedo de la mano de Altamira. Con él llega el espíritu
vivificador de Costa, el maestro admirado que basa sus geniales
intuiciones en un exacto conocimiento de las fuentes(56);
con él llega, asimismo, el espíritu científico de Hinojosa
enfrentado, tras una primera etapa de divulgación de la ciencia
histórico jurídica alemana y francesa, a la penosa labor de
reconstruir, con idéntico método, nuestro pasado jurídico e
institucional a partir del confuso medievo(57);
con él llega, finalmente, el soplo de una vocación docente e
investigadora ejemplar que, alentada por su propio ideal reformista,
pretende extender fuera de la Universidad su propio mensaje de
progreso basado en la ciencia.
Esta
aportación de Altamira fue inmediatamente percibida por sus colegas
y, sobre todo, por los alumnos quienes pudieron advertir en seguida
que «no tomaba la cátedra como una sinecura sino como el eje
central de su vida, poniendo en ella todo cuanto podía poner:
ciencia, arte y entusiasmo»(58).
En efecto, tras su paso por la Institución Libre de Enseñanza y por
el Museo Pedagógico, había llegado para Altamira el momento de
exponer su ideario pedagógico en la Universidad; y a esta tarea se
entregó con entusiasmo, dedicando «buena parte de sus horas a la
Escuela y a las excursiones con los alumnos por campos y monumentos
desempeñando con extraordinario éxito su función docente». Así,
gracias «a su saber, a la magistral manera con que exponía en la
cátedra la lecciones, a la no menos magistral con que guiaba a sus
alumnos en la labor de investigación... Altamira conquistó
rápidamente el aprecio general y, en especial, el de los
estudiantes»(59).
1. El Discurso-Programa de 1898
Su
Discurso de apertura de curso 1898-1899 tiene, en este sentido, el
valor de un símbolo al propiciar la recepción oficial de su
magisterio y vincular, al tiempo, su figura más estrechamente a una
Universidad y a una sociedad a la que permanecerá unido para
siempre, no sólo por lazos académicos sino también sentimentales
al ser la ciudad de su mujer, Pilar Redondo, hija de uno de los
profesores, y de sus tres hijos, Rafael, Pilar y Juana. El
Discurso(60),
publicado ese mismo año en el Boletín de la Institución Libre de
Enseñanza con el título El
patriotismo y la Universidad,
pretendió ser en aquellas horas amargas del fin del sueño colonial,
un recordatorio de los males derivados de la personalidad
nacional, de la psicología del pueblo, de su cultura y del concepto
que de España tenían las demás naciones;
en definitiva, un problema de patria y de su posible regeneración a
la luz de la aportación universitaria(61).
Así, al lado de la función docente tradicional, cabía acometer
todo un programa de regeneración patria capaz de restaurar el
crédito de la nación en su Historia como nación apta para la vida
civilizada, y de vivificar su genio al calor de la civilización
moderna. El ejemplo a seguir lo había marcado ya en su día Fichte
al combatir con su buen patriotismo el pesimismo y desaliento
colectivo de la nación alemana(62):
ante todo era preciso aceptar el valor y la originalidad de la
ciencia y de la civilización patria, para proceder después a buscar
su espíritu en la Historia, preferiblemente a través de la
costumbre, intentando armonizarle luego con la civilización moderna.
En esta coyuntura, la labor de la Universidad pasaba por desarrollar
una cultura científica histórico-institucional, especialmente en
los cursos de Doctorado que debieran concebirse como un período de
investigación y aprendizaje pedagógico al estilo de la cátedra de
Literatura jurídica de Rafael Ureña. Asimismo, la Universidad debía
ligarse más estrechamente al medio social, estudiando las
especialidades regionales como se hacía en Cataluña con las
cátedras de Historia y Literatura catalanas creadas por Durán y
Bas, y procurando en todo caso la descentralización científica. Por
último, debía construir en firme la educación popular con el fin
de reducir el número de analfabetos (doce millones, según el censo
de 1887 y la mitad de la población restante sólo con estudios
primarios) para lo que podría seguirse el ejemplo inglés de la
Toymbe Hall de Oxford, extendido ya por toda Europa, de tomar como
deber patriótico del profesorado la tutela educativa de las clases
obreras, impartiendo conferencias de interés popular. Aparte de todo
esto, la Universidad debía ser un factor de movilidad social, con la
ampliación de estudios en el extranjero de profesores y alumnos, con
la difusión de los idiomas modernos y la extensión de un
sentimiento de unión íntima o de familia hispanoamericana por
encima de los tratados bilaterales63.
Todo el programa lo resumía finalmente en una frase dedicada a los
jóvenes estudiantes de la Universidad: trabajad,
trabajad siempre.
2. Los orígenes de la Extensión Universitaria
Este
programa se lo aplicó a sí mismo con rigurosa exigencia, abriendo
una de las etapas más fecundas de su vida académica de la que
saldría revestido con la aureola de historiador y americanista, al
margen de encarnar ya para siempre la Extensión Universitaria
ovetense64.
Esta fue el fruto inmediato de la primera reacción académica al
Discurso comentado: «En la sesión del Claustro de Profesores
de 11 de octubre de 1898, don Leopoldo Alas recogiendo importantes
consideraciones de la oración inaugural de este curso, leída por el
señor Altamira, y teniendo en cuenta los trabajos que en todas
partes, fuera de España, se realizan a favor de la cultura popular,
propone al claustro que la Universidad de Oviedo emprenda desde ahora
la obra utilísima llamada Extensión Universitaria. Apoyada por
varios otros señores profesores la moción del señor Alas, y
aceptada por unanimidad, se discutió largamente respecto del título
que debía darse a estos trabajos, prevaleciendo la idea de conservar
el de Extensión Universitaria con que han sido planteados en
Inglaterra y adoptados en la mayor parte de las naciones»65.
A propuesta del rector Aramburu se acordó constituir una Junta
especial de Extensión Universitaria, de la que formarían parte toda
las personas que cooperasen a su realización, nombrándose para
organizar los trabajos del curso una comisión compuesta, entre otros
profesores, por Canella, Buylla y Altamira. El 24 de noviembre de
1898 se inició en una de las aulas de la Facultad de Derecho esta
experiencia singular, llamada a tener tanto eco en España66.
Tras un breve discurso de presentación de Canella, refiriendo el
sentido de la Extensión, su difusión en Europa desde su origen en
Inglaterra, y los objetivos de su implantación en la Universidad de
Oviedo, impartió la primera lección del curso Altamira con una
memorable lección sobre Las leyendas de la Historia de España(67).
Así comenzaba su extraordinaria experiencia social la Universidad de
Oviedo, que por entonces y hasta la muerte o traslado de sus más
conspicuos representantes -Estrada, Alas, Aramburu, Buylla, Posada,
Melquiades Álvarez, Altamira- vivió sus años dorados. Unos «años
heroicos», en expresión de Jesús Arias de Velasco68,
de ilusión y de fe no siempre compartida en el papel regenerador de
la Universidad, saldados al fin con un recuerdo imborrable del poder
del espíritu sobre la gris atonía de la realidad social.
3. Su obra histórico-jurídica
La
obra de Altamira durante estos años fue amplia, densa y renovadora.
Se manifestó en la cátedra y fuera de ella, llegando a convertirse
por su arte sugerente y sencillo de exponer en uno de los mejores
expositores o conferenciantes de España69.
Esta cualidad se advierte en todas sus obras, pero donde alcanzó
rango de evidencia fue con ocasión de la publicación de los cuatro
volúmenes de su Historia
de España y de la civilización española (Barcelona,
1900-1911; reeditada y sintetizada en numerosas ocasiones), recibida
con alborozo por todos los historiadores, nacionales y extranjeros,
que echaban de menos una Kulturgeschichte española como la que se
venía escribiendo en Europa desde los tiempos tardíos de la
Ilustración(70).
De todos los elogios, tal vez el más preciso y acertado sea el de
Charles Seignobos, uno de los representantes de esta tendencia
historiográfica en Francia, quien la consideraba «una buena obra de
vulgarización científica, compuesta con claridad, pensada con
inteligencia, escrita con estilo conciso, preciso y sin frases
hechas», que coincidía con el propio análisis de Altamira: «un
libro elemental o de vulgarización, que no tiene pretensiones
eruditas, ni presume de agotar la materia, ni mucho menos de enseñar
nada a los estudiosos»; pero que, en todo caso, fue saludada con
gozo y admiración por todos aquellos que veían realizado al fin
«todo lo que hoy se podría soñar respecto de un manual de su
clase» (Menéndez Pidal)(71).
Uno
de los aspectos más atractivos de la obra, que incidían en su
finalidad pedagógica, era el conjunto de grabados que la ilustraban.
En el fondo Altamira del Archivo Universitario de Oviedo se conservan
las notas manuscritas de su procedencia (El Álbum
de
la Academia de la Historia, la Iconografía
española de
Aznar, la Historia
de la Pintura española de
Lefort, estampas del Museo del Prado y del Louvre
y
aún referencias a fotógrafos y a fotografías, con su precio y
lugar de venta, de diversos lugares históricos de España. Sin
embargo, a su antiguo compañero Manuel B. Cossío, director del
Museo Pedagógico nacional todavía le parecían insuficientes al
felicitarle por la aparición de la obra: «Mi enhorabuena por el ler
tomo
de la Historia de España. Utilísimo. Llena un gran vacío. Me
parece que será un éxito. Lástima que no tenga más y mejores
ilustraciones»(72).
Según
recordaba años más tarde en un ciclo de conferencias sobre
metodología histórica, el origen de esta Historia
de España se
hallaba en la necesidad de colmar el vacío de esta clase de obras
advertido en las enseñanzas de Extensión Universitaria: «Hay otra
cosa que creo yo que tendrá mas interés para Vds., porque como no
se ha traducido en libros no puede ser conocido como los ejemplos que
acabo de exponer, y son los ensayos que hicimos hace años en la
Universidad de Oviedo para reducir la enseñanza histórica y hacer
que nos ocupase poco tiempo y se amoldase a la inteligencia con que
trabajamos en la extensión universitaria... Nosotros nos propusimos
este problema: hay que enseñar a esta gente Historia de España y
Universal, incluso porque lo pedían ellos y porque se sufría allí
el ideal de toda enseñanza a saber: que el problema lo formula el
alumno y no el profesor, aunque ya se sabe que no en el sentido de
detalle, porque carece de autoridad, sino en el sentido de lo que
interesa... Los expresados alumnos nos decían: queremos saber
historia de España, historia de la civilización»(73).
El curso inicial de Historia de España en seis lecciones -«éste
fue el esfuerzo más grande que yo he hecho en mi vida», diría
Altamira-, publicado en las hojitas de Syllabus de Extensión
Universitaria, o el de Historia de la Civilización desde los tiempos
prehistóricos hasta el siglo XIX, en 20 lecciones, se convirtieron
de este modo en un ensayo de síntesis de la obra mayor, Historia
de España y de la civilización española,
que le daría fama universal.
Más
desapercibida pasó, por su carácter técnico, su coetánea Historia
del Derecho español. Cuestiones preliminares,
publicado en Madrid, 1903. Una obra meritoria en su tiempo, plena de
reflexiones metodológicas atinadas que no han perdido, en algún
caso, su valor y carácter pionero, y que el autor dedicó a su
maestro Giner de los Ríos, en testimonio
de cariño y reconocimiento de paternidad intelectual.
La obra, dividida en diez grandes temas, se articuló sobre una doble
reflexión investigadora y docente de la disciplina. En la primera
parte analizó, a la luz de la filosofía gineriana, los temas
dedicados al concepto y contenido de la disciplina y a la distinción
de la historia externa e interna del Derecho, en que hace suya la
concepción organicista y social del Derecho. Así mismo, contando
con el magisterio básico de Azcárate(74),
Costa(75)
o
Hinojosa(76),
repasó las relaciones de la legislación comparada con la Historia
del Derecho, de la ley con la costumbre, del valor de esta última
que, frente al olvido padecido en las historias de la legislación
escritas hasta entonces, le permite afirmar el carácter
acentuadamente consuetudinario que tiene la historia del Derecho
español, terminando con un «estado actual del estudio de las
fuentes en la historia del Derecho español», razonablemente
crítico. La segunda parte, centrada en cuestiones de metodología
docente, constituyó un repaso a su propia experiencia universitaria
en la cátedra de Oviedo: «Desde que en 1897 comencé a
explicar en la Universidad de Oviedo la Historia del Derecho español,
no ha pasado ningún año escolar sin que se leyeran y analizaran en
clase textos jurídicos correspondientes a la mayoría de los
períodos de nuestra historia». Trabajos de investigación hechos en
común con los alumnos, uso de mapas para la explicación de la
geografía histórica y de encerado para las clasificaciones, cuadros
sinópticos, nombres extranjeros, fragmentos de textos, etc., método
socrático para
la explicación de las lecciones correspondientes a concepto, método
y fuentes de la disciplina(77),
visitas a Museos(78),
trabajo de campo para la investigación directa de las costumbres
jurídicas vigentes..., era la fórmula seguida con unos alumnos que
de este modo se beneficiaban de una docencia no rutinaria, próxima
en su esfera elemental de iniciación al mundo ideal de la alta
investigación de los seminarios extranjeros. Todo este proceso de
reflexión docente de la segunda parte del libro se inserta en un
concepto de educación, distinto al de instrucción, que Altamira
definía más tarde como una simple «orientación de la
inteligencia»(79).
La
obra, en su conjunto, fue la expresión científica de los problemas
metodológicos de una disciplina nueva, contrastada con el
pensamiento de grandes autores nacionales y extranjeros: Ihering,
Gierke, Lambert, Brissaud, Salvioli, Giudice, Hinojosa, Costa,
Pollock o Maifand. La asistencia a los congresos de ciencias
históricas de Roma (1903), de la que salió, tras el pertinente
informe de Altamira, el acuerdo del claustro de apoyar su propuesta
de crear en Roma un Instituto Histórico Español «análogo al que
tienen todas la naciones cultas del mundo»(80),
o de Berlín (1908) al que acudió, junto con Hinojosa, (becados
ambos por la recién inaugurada Junta de Ampliación de Estudios(81),
con una comunicación sobre el estado de los estudios de Historia del
Derecho en España y su enseñanza(82),
en tanto que Hinojosa presentaba su trascendental estudio sobre El
elemento germánico en el Derecho español;
la correspondencia habitual con los grandes investigadores del
momento, a los que envía regularmente sus libros(83);
su propia concepción viva de la disciplina en contacto permanente
con las fuentes de conocimiento y la última bibliografía, hicieron
de Altamira, de su cátedra de Historia del Derecho y, por extensión,
de la Universidad de Oviedo, un punto de referencia obligado en
aquella hora de regeneración patria. Una parte de esta fecunda
actividad quedaría reflejada para siempre en los Anales de la
Universidad de Oviedo.
4. Su labor pedagógica: el eco de los Anales de la Universidad de Oviedo
A
propuesta de Posada, a imitación de los Anales de otras
Universidades y con el propósito de corresponder a la generosa
regularidad con que remitían algunas de ellas sus Revistas (en la
propuesta se citaba especialmente el caso de Chile), se acordó hacer
un Libro
de la Universidad,
cuyo carácter diseñó en el prólogo del número I (1901) el rector
Aramburu(84).
Los
Anales de la Universidad de Oviedo,
como finalmente se les llamó, nacieron con el siglo con vocación
pedagógica más que administrativa, superando el viejo modelo de las
Memorias
de
la Universidad. Así más que una revista científica fue un órgano
de expresión académica, válido en todo caso para el intercambio
universitario. En este sentido, los Anales
se
estructuraron en diversas secciones(85)
que
pretendían mostrar, con cierto orgullo ingenuo («única de su
género en la nación» decía Canella), la nueva realidad de una
Universidad pequeña pero de ambición universal como la misma
ciencia, que intentaba corresponder con sus escasos medios al
propósito patrio de la regeneración nacional.
En
el programa de 1898, como llamó Altamira a su Discurso de apertura
de curso en la Universidad de Oviedo, no se incluían iniciativas de
este tipo que sirvieron, sin embargo, para consolidar la fama del
grupo(86).
Movido por el afán de mostrar los avances pedagógicos de su
cátedra, Altamira se convirtió desde el primer momento en uno de
los más asiduos colaboradores, junto con sus alumnos, de los Anales.
Repasando los tomos de la primera época (I-V, 1901-1910), es
habitual encontrar la reseña de sus actividades de cátedra, que
luego publicaría aparte en sendos opúsculos titulados Trabajos
de Investigación en la cátedra y el seminario de Historia general
de Derecho,
1903-1905 (Oviedo, 1905) y 1905-1907 (Oviedo, 1907). En sus páginas
se encuentran, con la pormenorizada relación del trabajo de los
alumnos, las mismas ideas sobre metodología docente que divulgara
por entonces en su Historia
del Derecho.
Desde el primer número aparece viva la preocupación por el Derecho
consuetudinario (usos y costumbres de los pueblos del concejo de
Salas), que se completa en curso 1903-1904 con una exposición
monográfica sobre «Origen y carácter del Derecho consuetudinario»,
que tendría, en el tomo III correspondiente a ese curso, el
complemento de la publicación del estudio del alumno Celestino
Valledor sobre costumbres jurídicas y económicas del concejo de
Pola de Allande. Asimismo, se refieren los trabajos del Seminario de
investigación con los alumnos (sobre la Inquisición española,
curso 1902-1903; sobre el feudalismo en España, curso 1903-1904;
sobre «La vida del obrero en España a partir del siglo VIII»,
curso 1904-1905, etc.), las excursiones escolares, las visitas a los
Museos, la preparación y exposición de lecciones del programa de
curso por los alumnos («con el citado método -de exposición- se
lograron admirables resultados. En los alumnos se desarrolló mucho
la afición por la historia, el estudio de ella se hizo más
agradable; además, y esto era lo más importante, se les enseñó a
preparar una conferencia»(87).
Toda
esta apasionante actividad comenzó a declinar con la presencia cada
vez más frecuente de Altamira en los círculos culturales madrileños
(Academias, Ateneo, en cuya Escuela de Estudios Especiales explicó
en 1907 un curso de 40 lecciones sobre Historia contemporánea de
España...)(88),
acompañada de sus viajes al extranjero en los inicios de una
experiencia inédita de intercambio científico sugerida en el
transcurso de las celebraciones del III Centenario de la Universidad
de Oviedo, y que tuvo como primer destino la Universidad de Burdeos,
prólogo a su extraordinario viaje, como delegado de la Universidad,
a seis repúblicas hispanoamericanas (1909-1910)89.
Después de este último viaje trascendental, Altamira ya no se
incorporó a la cátedra de Oviedo90.
Homenajes, nuevos nombramientos, consultas del rey, preparaban ya
otro viaje para Altamira: el de la historia, vinculada especialmente
a la América hispana.
II. Altamira, catedrático de historia de las instituciones políticas y civiles de América
Dejando
atrás el indianismo colonial(91),
presente todavía en las grandes colecciones legales(92)
y
documentales(93)del
siglo XIX, y aún el americanismo internacional que encuentra
adecuada expresión científica en la serie de congresos celebrados
ininterrumpidamente en diferentes países de Europa y América a
partir de la primera reunión de 1875, surgió el americanismo
hispánico como un movimiento histórico-cultural libre entre las
naciones que un día formaron parte del tronco común de la Monarquía
católica
o universal.
Este movimiento tuvo su propio bautizo congresual en las
celebraciones del IV Centenario del Descubrimiento de América (1892)
que supo traducir en iniciativas culturales el ansia de cambio de una
sociedad marcada por el fin de la era colonial.
En
una primera etapa, durante el cuarto de siglo siguiente, este
hispanoamericanismo cultural, esencialmente retórico a manera de una
vaga corriente ideal y sentimental, tuvo que enfrentarse a la enemiga
de su propia declamación, a la negación de su posibilidad por haber
sido España en el siglo XIX «un país discípulo, un país de
asimilación y de escasa producción original»94,
y, finalmente, al viejo prejuicio contra la significación histórica
de España proyectada al tiempo ulterior.
Superando
esta etapa, se abrió otra plenamente científica tras la creación
de la cátedra de Historia de las Instituciones políticas y civiles
en la Universidad de Madrid (1914); la reforma del plan de estudios
del Instituto Diplomático y Consular, acentuando su especialización
americanista, y el avance de la idea de formar en Sevilla una escuela
de historia americana para el estudio sistemático del Archivo de
Indias, germen de lo que sería luego el Centro de Estudios
Americanos. Un mismo hombre, Rafael Altamira y Crevea (Alicante,
1866-Méjico D. F., 1951) vino a encarnar la continuidad de este
proceso al representar al tiempo el idealismo romántico de la
primera época y el realismo científico posterior.
1. El programa americanista de Altamira
Desde
la cátedra de Historia del Derecho de la Universidad de Oviedo,
Altamira había tenido ocasión de formular su programa americanista
en el discurso de apertura de curso académico 1898-1899, inserto en
el mismo espíritu de regeneración patria y progreso
académico-social que hiciera grande al grupo
de Oviedo(95).
En ese Discurso, publicado luego en el Boletín de la Institución
Libre de Enseñanza bajo el título El
patriotismo y la Universidad(96),
se fijaron por vez primera las bases programáticas del nuevo
hispanoamericanismo cultural, inspirado en los mismos principios de
regeneración patria y progreso social que, desde 1895, venía
alentando la puesta en marcha por sus compañeros de claustro de la
Escuela
Práctica de Estudios Sociales y Jurídicos,
las Colonias
Escolares de Vacaciones y,
tres años después, la Extensión
Universitaria,
destinada a popularizar la ciencia nueva en la sociedad.
Todo
este ideal de regeneración patria latía en el Discurso de Altamira
de octubre de 1898. Utilizando con maestría inigualable el
grandilocuente conceptismo de la época que él, como antiguo
periodista y pedagogo, maneja con notable fuerza propagandística,
señaló a la Universidad el deber de restaurar el crédito de la
nación en su Historia y de vivificar el genio nacional al calor de
la civilización moderna. Como un nuevo Fichter, cuyos Discursos a la
nación alemana tanto encomia en sus escritos de primera época,
planteaba la necesidad de hacer patria cultural, combatiendo el
pesimismo colectivo con la aceptación del valor y originalidad de la
ciencia y civilización española. Para ello consideraba necesario
enfrentar la leyenda negra que la envolvía sin caer en una
renovación extemporánea de antiguas doctrinas, afirmando por contra
el espíritu moderno sin negar el valor de la tradición. Labor del
intelectual comprometido con la causa de la ciencia patria sería
buscar el espíritu español en la Historia, especialmente en las
manifestaciones consuetudinarias donde más vivo permanecía, y
armonizarle con el espíritu de la civilización moderna. Esta labor
la debía acometer la Universidad desarrollando la investigación
histórico institucional, constituyendo una faceta especial de la
misma el «difundir un sentimiento de unión o familia
hispanoamericana» por encima de los Tratados bilaterales que, aunque
iniciados con Méjico en 1836, habían comenzado a generalizarse a
partir de 1879-1880. Para ello era necesario contemplar a España no
como el último vástago de una familia agotada sino como madre de
pueblos en los que alentaba el mismo espíritu, la misma sangre y la
misma civilización(97).
Un
ancho campo de actividad se había abierto desde entonces a las
Universidades españolas e hispanoamericanas. Estas últimas, como
más jóvenes, buscaban con realismo «la comunicación íntima y
constante con la literatura científica de los países adelantados,
con el fin de orientarse en la dirección y en el estado actual de
todos los problemas intelectuales», siendo el deseo de sus
prohombres hallar en el movimiento científico español «pasto
adecuado y suficiente para su cultura». Frente a este deseo se
alzaba como primera barrera el autocriticismo español en ciencias,
letras y artes, culpable en parte del descrédito de la cultura
patria. Pero además, para cumplir esta función de país puente
cultural entre el Antiguo y el Nuevo mundo, era necesario acometer
una labor de investigación capaz de perfeccionar la literatura
científica propia con miras a reducir la tutela de los países más
adelantados, una tutela que curiosamente Altamira limita a los países
hispanoamericanos98.
El camino a seguir lo marcaban aquellos autores que, como Hinojosa o
Azcárate, ofrecían buenos resúmenes del estado de la ciencia en
otros países, singularmente en Alemania donde parecía haberse
asentado con fuerza la ciencia moderna, pero sobre todo aquellos que
movidos por la pasión del saber desarrollaban puntos de vista
originales en las ciencias jurídicas, económicas, experimentales,
en la «modernísima» sociología y en los estudios de educación y
enseñanza, dando señas de un potencial científico modesto pero
apreciado ya en el extranjero(99).
Para
ello era necesario proseguir la reforma iniciada en la enseñanza
superior «porque el legítimo interés de su cultura se sobrepondrá
siempre, y con razón, en el ánimo de los americanos, al amor o la
simpatía hacia España, y si no hallan en nuestros establecimientos
docentes, por lo menos las mismas condiciones de estudio que en los
extranjeros, seguirán apartados de nosotros para buscar en otro lado
lo que aquí no podemos o no sabemos darles». Al fin, la resolución
de todos los problemas se cifraban en el perfeccionamiento de la
enseñanza, en la «política pedagógica», no inscrita en su
programa por ningún partido español pero reclamada insistentemente
por innumerables voces de la minoría intelectual («¡No sin
profundo sentido señalaba en ella la raíz de toda grandeza el
alemán Fichte, cuyas profecías tan grandiosamente ha realizado la
Alemania moderna!»).
Así,
el final de su Discurso se traducía en un canto al trabajo,
iluminado por el ideal de profesores y alumnos. Un deber académico
y, a la vez, nacional más patriótico que «cien discursos
declamatorios o... (que) el continuo lloriqueo del pesimismo pasivo».
Él, que se considera un pesimista activo, asume la parte de
responsabilidad que le corresponde en la lucha contra la abulia y el
atraso de la nación, al considerar que la regeneración sólo puede
provenir de la minoría intelectual en un país con doce millones de
analfabetos. No es preciso por ello fiarlo todo del Estado; hay una
hermosa tradición española de fundaciones docentes que debe
retomarse, como hacen los Argüelles, Sierra Pambley, Casariego,
Tolrá, Pola, Álvarez..., pero al fin la regeneración de un país,
como obra de generaciones sucesivas, descansa en la juventud a la que
dedica sus últimas reflexiones, aconsejándole trabajo útil y
constancia(100).
2. Cuestiones y Proposiciones hispanoamericanas
Con
la parte americanista de este Discurso académico y otros artículos,
Altamira compuso el libro Cuestiones
hispanoamericanas que
publicó en 1900, dedicándolo al Congreso hispanoamericano reunido
por entonces en Madrid. Al tiempo colaboró en la redacción de las
Proposiciones
que
un grupo de profesores de la Universidad de Oviedo elevó a dicho
congreso en octubre de ese año, prevaliéndose del derecho que
confería a Asturias la constante emigración a América de sus
gentes y la tradición de su pensamiento sobre las relaciones
hispanoamericanas101.
En ellas se declaraba el rechazo a toda idea de dominación que
pudiera subyacer en algunos planteamientos de unión o alianza
americanista, proponiendo la resolución por medios jurídicos de las
cuestiones litigiosas mediante un tribunal de arbitraje permanente,
al estilo anglosajón. Asimismo, para ampliar la base de esta
relación, pedían, entre otras medidas, la igualdad de derechos
civiles entre los ciudadanos de todos los Estados iberoamericanos, y,
desde un punto de vista cultural, el establecimiento de un centro de
enseñanza superior iberoamericana, a ejemplo del Centro
Internacional de enseñanza de las Ciencias Sociales proyectado en
París, y la adición a los planes de estudio de las Facultades de
Derecho de las Universidades españolas de una asignatura de
instituciones jurídicas, principalmente políticas, de América y
Portugal(102).
Fracasado
por entonces el proyecto de Universidad hispanoamericana, iniciativa
del argentino Dr. Cobos, ampliamente discutido en la prensa y por el
profesorado de España durante los años 1904-1905 [por la falta de
«condiciones esenciales» para su realización que se condensaban en
la falta de oferta científica y de libertad académica, de espíritu
más que de medios que dijera un corresponsal del Heraldo de Madrid
(17 de diciembre de 1905)]103,
se emprendió, más modestamente, el camino de la correspondencia
intelectual con el intercambio epistolar y doctrinal que explica la
influencia de Hinojosa en América a través del Dr. Carlos A. Bunge
y de Ricardo Levene104;
de intercambio de Revistas universitarias (v.
gr. los
Anales
de la Universidad de Chile, Anales de la Universidad de
Oviedo(105),Anales
de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales (1902-1919)
de la Universidad de Buenos Aires(106),
así como de profesores, ejemplificado en el propio viaje triunfal de
Altamira a América (Universidades y centros socioculturales de
Argentina, Uruguay, Chile, Méjico, Estados Unidos y Cuba) como
delegado de la Universidad de Oviedo (julio 1909-marzo 1910); viaje
que rindió su fruto al despertar, en sus palabras, «el sentido
de unidad de civilización... (de) todos los pueblos del tronco
hispano». Los Institutos Históricos Americanos proyectados por
Altamira en los países visitados para estudiar y aprovechar
sistemáticamente los fondos documentales del Archivo de Indias, el
Centro americanista español, vinculado en principio al recién
creado Centro de Estudios Históricos (1910), la proyección
hispanoamericana de la prevista Residencia de Estudiantes, el
intercambio de profesores universitarios, las pensiones escolares,
extendidas a América por Real Orden de 16 de abril de 1910, fueron
el punto de partida de una comunicación más estrecha, personal e
institucional, llamada a superar la anterior separación cultural,
reflejo de la política.
3. El Viaje a América
La
oportunidad del viaje de Altamira a América, casi la necesidad
histórica a la vista del estallido de entusiasmo popular y oficial
que suscitó en las regiones norteñas y en los países
hispanoamericanos que visitó, tuvo el valor de símbolo de una nueva
época en las relaciones que se pretendían establecer, basadas no ya
en la vieja idea de imperio, propio de un pasado oneroso de conquista
y colonización, sino en los valores comunes de la cultura y de la
civilización hispánica. El propio Altamira lo había ido preparando
no ya desde las páginas de su Revista Crítica, cuya
publicación cesara por entonces, sino desde la revista España de
Buenos Aires, editada por la Asociación Patriótica Española, desde
la cual emprendió su propia campaña americanista con tres objetivos
fundamentales: estudiar los problemas culturales y económicos
hispanoamericanos; coadyuvar a la acción de las colonias de
emigrantes en la obra de la «regeneración patria»; y dar a conocer
en América la España de su tiempo con el fin de deshacer
prevenciones y disipar ignorancias. Todos estos artículos unidos a
otros trabajos de la misma índole publicados en diferentes revistas
o inéditos, fueron recopilados en su libro España en
América (Valencia 1909) concebido por el autor como
una «larga serie divulgadora y propagandista», y también como
una entrega nueva de «documentos relativos a una campaña
antigua». Por entonces, en vísperas de su triunfal viaje a América,
se declara pesimista activo, creyente en el valor de la
propaganda, («en la tenaz y serena afirmación del pensamiento»),
que ejemplifica con dos manifestaciones del progreso social: la
aceptación generalizada de las cuestiones pedagógicas,
que todavía parecían ridículas en el congreso de Madrid de 1882, y
el Instituto del Trabajo, rechazado con temor cuando lo propuso
Canalejas en 1902 y realizado luego por un gabinete conservador; pero
sobre todo se muestra confiado en la fuerza activa de los indianos,
magníficamente retratados por los novelistas del Norte (Pereda,
Alas, Palacio Valdés) en su papel de fermento renovador de la vida
social y económica de España.
El
viaje de Altamira a América, concebido en principio como una
delegación cultural de la Universidad de Oviedo, a cuyo Rector,
Fermín Canella, el entrañable
amigo iniciador de este viaje, hombre lleno de amor y de entusiasmo
por la Universidad,
dedica el libro que incluye también los informes periódicos que le
enviaba sobre el desarrollo de la comisión, tuvo en realidad su
origen en los actos de confraternidad profesoral, europea y
americana, suscitados por la cordial celebración del III Centenario
de la fundación de la Universidad de Oviedo (1908). En uno de los
actos finales, el Rector aceptó la invitación de visita formulada
por el delegado de la Universidad de Cuba y del Centro Asturiano de
la Habana, Dr. Dihigo, iniciando poco después las
gestiones para conseguir fondos con los que costear el viaje de
Altamira, considerado como autor de la célebre Historia
de España y de la civilización española el
profesor idóneo para desarrollar esta «misión intelectual». Como
nos dice el propio Altamira, estas gestiones se llevaban calladamente
y así hubieran seguido hasta el momento de la partida si el
periódico El
Imparcial,
en su número de 14 de marzo de 1909, no hubiera citado con elogio la
idea lanzada por la Universidad de Oviedo, expresando a la vez su
deseo de que el envío se extendiese a las demás Repúblicas del
tronco español. Canella, al agradecer el apoyo prestado por el
diario madrileño, le hizo saber que el intercambio proyectado
alcanzaría la mayor parte de aquellos países americanos y, desde
luego, la Argentina, Chile, Méjico y Cuba, a los que se sumaron
luego Uruguay y Perú. La difusión del proyecto por la prensa tuvo
el efecto de promover otras adhesiones de gran significación
personal e institucional (incluida la de la Junta reformista de la
Instrucción Nacional), creando un estado de opinión muy favorable,
acrecentado a medida que se acercaba la fecha de la partida de
Altamira, hasta producir, singularmente en las regiones del Norte,
una «agitación entusiasta, altamente confortadora»(107).
A
tenor de la carta circular dirigida por Canella a las autoridades y
personas caracterizadas de los países hispanoamericanos el 31 de
diciembre de 1908, el viaje se presentaba como una conmemoración
anticipada del Centenario de Independencia de la América española
pero también como una manifestación más del espíritu de Extensión
universitaria y, en concreto, del «cambio internacional de
profesores» puesto en marcha por entonces con la Universidad de
Burdeos(108)
y
proyectado asimismo, pero de una manera «más permanente y especial»
con las repúblicas hermanas de América. Aunque no parecía fácil
precisar el programa de conferencias de Altamira, genéricamente
referido a la Historia de España y de América, se declaraba ya que
la importancia del idioma español, el carácter y las consecuencias
de la emigración y colonización españolas, la creación de un
Centro superior universitario hispano americano, el recuerdo de la
legislación común antigua, la federación de instituciones morales,
políticas y pedagógicas y la propaganda y difusión de la Extensión
universitaria prestarían ancho campo a su magisterio, el mismo que
en elocuente discurso ante el Senado español encareciese por su
imparcialidad el publicista hispanoamericano Rafael M. de Labra.
En
vísperas del viaje, una alocución poética de la Universidad de
Oviedo «a los españoles y hermanos de América» preparó los
ánimos para recibir al «historiador y pedagogo» que habría de
llevarles la voz augusta de la vieja patria, la serena lección de la
ciencia y el ideal de unir en apretado haz los pueblos todos de la
Grande Iberia, «los que habitamos el viejo solar sagrado y los que
pueblan las riberas del mar del Sur»109.
Más de 5.000 firmas de senadores, diputados provinciales,
Ayuntamientos (entre ellos, todos los de Asturias), profesores,
magistrados, ingenieros, abogados, comerciantes, militares... seguían
a la alocución redactada por iniciativa del Rector Canella en Oviedo
el 20 de mayo de 1909. Siendo ministro de Instrucción Pública el
asturiano Faustino Rodríguez San Pedro, dio su «entusiasta
aprobación» al viaje, ampliando por Real Orden de 18 de septiembre
de 1909 el plazo inicial de licencia académica otorgada para
continuar la «misión científica en las Repúblicas
hispanoamericanas»(110);
una misión patriótica, según El
Imparcial,
destinada a aumentar el prestigio de los españoles en América y que
ponía en manos de Altamira el dejar una «estela de honor y de
gloria para España y la semilla de ideas» que habrían de florecer
espléndidamente. Al rechazar el rector Canella la proyectada
suscripción pública para costear el viaje de Altamira a América
pedía por el contrario apoyo moral y la elevación a categoría de
problema nacional el de las relaciones culturales con América. Una
muestra de este apoyo lo dio la Academia de Ciencias Morales y
Políticas al nombrar a Altamira miembro correspondiente,
autorizándole además para ofrecer a los centros similares de los
países americanos que visitase la colección de sus publicaciones.
Pero el paso decisivo lo dio la Universidad de La Plata al invitarle
formalmente en 27 de febrero de 1909 a dictar un curso especial sobre
la Metodología de la Historia en la Facultad de Ciencias Jurídicas
y Sociales, Sección de Letras, con el objeto de fundar en una
Facultad de nueva creación, la de Historia y Letras, «la enseñanza
del método constructivo y didáctico de la Historia, con aplicación
experimental a la argentina y americana, con el fin de preparar los
futuros profesores de la materia o iniciar a los actuales en los
referidos métodos»(111).
Un oficio del Rectorado de la Universidad de Oviedo de 8 de junio de
1909, nombrándole delegado de la Universidad de Oviedo para extender
el intercambio docente a las naciones hispanoamericanas, vino a
cerrar esta primera fase preparatoria del viaje que tenía además el
aliciente de ser, en palabras de Altamira, «el primer caso de
colaboración de un profesor español en las tareas docentes de una
Universidad sudamericana»(112).
Altamira
estuvo en la Argentina desde el 3 de julio hasta el 27 de octubre de
1909. En este tiempo impartió su cursillo de Metodología histórica
en la Universidad de La Plata (dos lecciones en forma de conferencia
y dos seminarios de investigación a la semana) iniciando de este
modo los estudios históricos en su naciente Facultad de Historia y
Letras113.
Al término del mismo recibió el título de Doctor honoris
causa,
así como el de profesor titular de la cátedra de Metodología de la
Historia que correría bajo su dirección en adelante. Paralelamente,
en la Universidad Popular, fundada por alumnos platenses y
patrocinada por el Consejo universitario, explicó la experiencia
ovetense de Extensión Universitaria(114).
Otras
iniciativas, proyectos y conferencias jalonaron el viaje de Altamira
por la Argentina: en la Universidad de Santa Fe explicó en breve
conferencia los ideales universitarios; en la de Córdoba habló de
Ciencia y Metodología jurídicas; en el Club Español pidió la
creación de una gran Escuela profesional española para completar la
formación comercial de los emigrantes y en la colonia asturiana
participó en una velada a beneficio de la Extensión universitaria
ovetense. En los postreros días de su estancia en Buenos Aires, el
congreso de Instituciones de Educación Popular, que celebraba su
primera reunión, le nombró su presidente honorario, participando en
la sesión de clausura con un breve discurso y en el Prince
Georges Hall dio
una charla a los estudiantes de la Federación Universitaria
argentina recordando el espíritu amigable, casi familiar, que
presidía las relaciones de profesores y alumnos en la Universidad de
Oviedo, el mismo que querían tener los miembros de la Federación
con sus profesores, siguiendo el cordial ejemplo de Altamira «esa
figura de varón sabio y fuerte, cubierta de nieve, pero siempre con
la radiante alegría del ideal, esa es la que nos ha conmovido hasta
lo más íntimo»(115).
Así acabó Altamira la primera etapa, la más fecunda e intensa, de
su viaje por América. Tras ella siguió Uruguay (con un ciclo de
conferencias a principio de octubre en la Universidad Nacional de
Montevideo sobre «La Universidad ideal», «Historia de las Leyes de
Partidas» y «Las interpretaciones de la Historia de España», a la
primera de las cuales asistió el Presidente de la República) y
Chile, donde impartió nuevas conferencias en la Universidad de
Santiago («La obra de la Universidad de Oviedo, «La Extensión
universitaria», «Los trabajos prácticos en la Facultad de
Derecho», «Bases de la Metodología de la Historia», etc.), cuyos
alumnos «se distinguieron por sus entusiastas manifestaciones en las
calles y en las aulas a favor de España y de Oviedo»116,
con nuevas visitas a los principales establecimientos de enseñanza
en los que concertó el intercambio de publicaciones oficiales y
universitarias y aun el de Escalafón de profesores para facilitar la
relación directa entre los profesores de las mismas asignaturas de
las Universidades de España y América.
A
manera de recapitulación de esta primera etapa de su viaje, Altamira
quiso consignar algunos datos y declaraciones generales (lo que hizo
a bordo del vapor Guatemala con rumbo al Callao, el 20 de noviembre
de 1909): en primer lugar que en todos los actos académicos había
intervenido no en nombre propio sino como representante de la
Universidad de Oviedo, manteniendo como tal el espíritu de
neutralidad y de absoluta serenidad científica impuesta (aparte de
estar en sus hábitos, según declaraba) «por la manera de ser
y de proceder de nuestra Universidad»; en segundo lugar, que dejaba
establecidas en los tres países primeramente visitados (Argentina,
Uruguay y Chile) las bases del intercambio universitario, sobre la
idea de un acuerdo entre Universidades mejor que entre Gobiernos, con
el fin de evitar trabas y formalidades diplomáticas, así como la de
desarrollar cursos de lecciones antes que conferencias sueltas,
criterio ya sostenido por la Universidad de Oviedo para el
intercambio con las de Francia(117).
En cuanto a la parte económica se declaraba partidario de seguir
igualmente el criterio que regía el intercambio con Francia, en el
sentido que cada Universidad sufragase los gastos del profesor que
enviara, para lo cual consideraba necesario conseguir el
reconocimiento de un crédito especial en los presupuestos generales,
aparte de utilizar las pensiones de estudios en el extranjero
establecidas recientemente en la legislación patria. Como secuela
última de la visita, señalaba el deseo americano de conocer más
ampliamente la moderna producción científica española en todos los
órdenes, para lo que estimaba necesario reorientar hacia América el
mercado editorial español.
Cumplida
esta primera etapa de su viaje por la América austral, Altamira
visitó en los meses siguientes Perú, en cuya Universidad dio tres
conferencias sobre «Extensión universitaria» y «Método de la
Historia», aparte de la dictada a los estudiantes sobre «Los
ideales de la vida» y las pronunciadas en el Ateneo y en el círculo
obrero sobre «Educación Popular»; posteriormente Méjico, donde
multiplicó su labor de conferenciante en diversos centros de la
capital: Universidad, Escuela de Artes y Oficios, Escuela Nacional
Preparatoria, Academia de Jurisprudencia, Colegio de Abogados,
Asociación de Ingeniería y Arquitectos, Centro Asturiano..., así
como en otras ciudades de la República, caso de Veracruz y Mérida
de Yucatán(118);
Estados Unidos, invitado por la Hispanic
Cocity of América para
pronunciar siete conferencias(119)
y,
finalmente, Cuba, donde pronunció un total de quince conferencias y
buen número de discursos de divulgación, de salutación y banquete,
según distinguía la crónica del viaje que, en cierta medida,
vinieron a concentrarse en el pronunciado en la Universidad de la
Habana sobre «La obra americanista de la Universidad de Oviedo». En
ella aludía al siglo de apartamiento e incomprensión de España con
los países hispanoamericanos y al deber patriótico asumido por la
Universidad de Oviedo, en su papel de representante de la vida
intelectual y docente española, de romper esa situación, terminando
con ese aislamiento. «Y nació esa conciencia en ella, no por
azar, no porque allí prendiese la semilla como hubiera podido
prender en cualesquiera otra parte, sino porque es allí donde
debiera haber nacido, ya que las cosas no ocurren sino en los sitios
que tienen condiciones para que ocurran; y Oviedo, por un conjunto de
circunstancias que la imaginación distraída llama "casualidad"
y que el saber de la ciencia de los pueblos no se atreve todavía a
bautizar... hizo que allí en tierra asturiana floreciesen los
americanistas más empeñados en esta labor de confraternidad y de
conocimiento mutuo y que allí se congregasen todos los que más o
menos modestamente habíamos tenido la misma preocupación y habíamos
escrito acerca de la necesidad de emprender esta campaña»(120).
Su momento de exaltación fueron las celebraciones del tercer
Centenario de la Universidad (1908) y sus caracteres distintivos: el
ser una obra universitaria y sistemática, primeriza («por ser la
primera vez que una Universidad española va a llamar amorosamente a
las puertas de las Universidades hispano-americanas y la primera vez
también que, como en otros tiempos, los buques españoles recorrían
y daban la vuelta al mundo, una Universidad española ha dado la
vuelta al mundo intelectual hispano americano») y docente en sentido
amplio («ya que, felizmente, entre vosotros y nosotros, la
Universidad no se preocupa sólo de la pura instrucción superior,
sino que tienden también su amorosa mirada hacia la obra entera de
la formación del espíritu nacional, preocupándose tanto del
maestro primario, como de los Doctores y Licenciados»), predicando
una labor de intercambio científico con las Universidades
hispanoamericanas capaz de aprovechar el «fondo común de la
lengua, la sangre y el espíritu, olvidando antiguos imperialismos en
pro de un nuevo sentimiento de fraternidad entre las naciones que
late en el ideal de una patria hispana común, nueva y espiritual».
El
31 de marzo de 1910 Altamira regresó a España «después de haber
recorrido América con la suprema misión del intercambio
intelectual», como anunciara un día antes La
voz de Galicia.
Otro periódico, el Faro
de Vigo le
saludó al regresar a la patria «después de haber laborado
eficazmente por la compenetración de España y sus hijas», en tanto
que El
Cantábrico de
Santander, del 31 de marzo, al darle la bienvenida a la ciudad que le
acogía tras su largo viaje de diez meses y 80.000 kilómetros de
recorrido, aludía a «la reconquista moral de la América que
constituyó nuestros antiguos virreinatos» por un hombre que había
sabido representar «el alma de la raza». «Allí estaba España
representada por ese hombre, por ese profesor de energía que ha
llevado sobre sí el peso de toda la civilización española, para
ofrecerla en conjunción amorosa a la moderna civilización
americana». Esta misma idea de la reconquista espiritual de América
sería repetida luego en los discursos de bienvenida del alcalde de
Oviedo y del rector de su Universidad, Fermín Canella («Como
antes surgió Feijoo, ha surgido ahora el genio de Altamira, el
caudillo, el capitán, que por la ley del amor ha levantado un
ejército para reconquistar aquellos hermosos países»). En su
contestación, Altamira no dudó en aceptar su papel
instrumental «como la voz de una misteriosa corriente humana
ideal, de unión de una raza, de la que he sido yo felizmente el
instrumento en un dichoso instante de mi vida». Al referirse a la
eficacia de su misión no dudó en revelar como profesores argentinos
y el propio ministro de Instrucción Pública le habían declarado
que antes no buscaban jamás un libro español, pero que a partir de
entonces lo harían con entusiasmo121,
por lo que era necesario proseguir la labor comenzada para no
defraudar las nobles esperanzas despertadas en América con su viaje
y sus promesas hechas en nombre de España.
De
Santander partió para Alicante, su ciudad natal, donde recibió
asimismo el triunfal homenaje de sus paisanos, incluida una lápida
conmemorativa de la calle bautizada con su nombre, obra singular del
artista Vicente Bañuls, que mostraba en su parte superior dos
ángeles con trompeta «pregonando la fama mundial del campeón del
torneo intelectual celebrado en la América del Sur»; siendo
saludado así, como «ilustre mantenedor de la cultura española en
el Nuevo Mundo», por el alcalde de la ciudad. Tras unos días de
estancia y conferencias, la primera de ellas referida a la «Extensión
Universitaria» con el propósito de arraigarla en Alicante con sus
instituciones anexas de «Grupo excursionista» y de «Clases
populares», Altamira siguió viaje a Madrid, donde pronunció sendas
conferencias-resumen de los fines y resultados de su viaje a América,
primero en el Ateneo y, un día después, en la Sociedad de la Unión
Ibero-Americana (14 de abril de 1910), siempre al servicio «de
la obra patriótica de enlazar nuevamente el espíritu español con
el espíritu de las naciones nacidas de nuestra colonización en
América»(122).
Finalmente
Altamira, tras las recepciones triunfales de Santander, Alicante,
Madrid y León, llegó a Asturias, donde todas las fuerzas de la
región se concitaron para darle una bienvenida entusiasta. Tras
recorrer en comitiva las calles centrales de Oviedo fue recibido
formalmente, como final de su larga comisión académica, en el
paraninfo de la Universidad. Como sintetizaba El
Correo de Asturias,
de 19 de abril de 1910, «el recibimiento del Sr.Altamira fue como
pocos recuerdan: digno del catedrático ilustre y de su campaña de
cultura y de unión de los pueblos que hablan la lengua de
Cervantes». En los días siguientes se sucedieron los actos de
homenaje «al sabio catedrático de esta Universidad, que tan
bien había sabido cumplir la misión que le llevó a América, de
estrechar el mutuo afecto entre aquellas jóvenes Repúblicas y la
madre Patria»: bautizo de la antigua calle de La Lila con su nombre,
banquete oficial de recepción y gran función de gala con estreno de
la comedia Las
domadoras,
seguida de la lectura de poemas escritos para la ocasión y, todavía
un mes después, a instancia de algunos alumnos de la Facultad de
Derecho, miembros a la vez de la Extensión Universitaria, un
festival cultural que acabó siendo un conjunto de «Trabajos leídos
y discursos pronunciados en el grandioso homenaje celebrado en el
Teatro Campoamor en honor del maestro Altamira y de su obra de
intercambio la tarde del domingo 29 de mayo de 1910»123.
En
cualquier caso, la Universidad que le diera su delegación científica
en tantos viajes y congresos y que él mismo ayudara a glorificar con
su continuo quehacer discursivo y librario, le había quedado pequeña
y, en 1911, una vez nombrado Director General de Primera Enseñanza,
pidió la excedencia como catedrático de dicha Universidad. Atrás
quedaban catorce años de intensa actividad académica transida de
ideales e iniciativas; atrás quedaba, disperso, aquel grupo de
Oviedo animado por un espíritu de la regeneración patria, orientado
al tiempo hacia Europa y América; atrás quedaban los grandes
amigos, Canella, Sela, Jove, Alvarado, algunos de los cuales volvería
a encontrar en su nuevo destino madrileño: Buylla, Posada,
Aramburu... Al frente se le abría, por encima de su inmediato
destino administrativo, un claro horizonte americanista.
4. La cátedra de Historia de las Instituciones Políticas y Civiles de América
Altamira,
nombrado Director General de Primera Enseñanza (1911), se trasladó
a Madrid, donde, hasta 1914, dirigió un «Seminario de Historia de
América y contemporánea de España» en el Centro de Estudios
Históricos. En este último año tomó posesión de la cátedra de
Historia de las Instituciones Políticas y Civiles de América,
creada y provista por concurso como materia exclusiva de doctorado en
las Facultades de Derecho y Filosofía y Letras de la Universidad de
Madrid(124)
en
la que permaneció hasta su jubilación en 1936. Esta cátedra,
concebida como un centro de investigación, fue dotada de una buena
biblioteca nutrida en gran parte por las donaciones del propio
Altamira(125).
En sendas publicaciones, Trece
años de labor docente americanista (Madrid,
1927) y La
enseñanza de las Instituciones de América en la Facultad de Derecho
de la Universidad de Madrid(1933),
al dar cuenta de su carácter monográfico y libre (optativa)(126),
resaltaba el carácter
científico riguroso que
habían alcanzado los trabajos de investigación de los alumnos en el
Seminario adjunto a la cátedra (unos doscientos títulos en los
primeros ocho años); trabajos que, en algún caso, acabaron por
convertirse en tesis doctorales(127).
A la cabeza de las mismas, Altamira situaba la de Ots Capdequí,
Bosquejo
histórico de los derechos de la mujer casada en la legislación de
Indias (Madrid,
1920); la de Alcázar Molina, Historia
del Correo en América (1920)
o la de Pelsmaecker sobre La
Audiencia en las colonias españolas de América128.
Todos estos trabajos tuvieron como base doctrinal la biblioteca
particular, sección americana, que Altamira donara a la cátedra,
convertida por entonces, junto con la regalada a la Universidad de
Santiago por el «buen patriota español residente en la Argentina,
el Sr. Bustos», en la más importante de España y, por ello, en un
«instrumento bibliográfico indispensable para los americanistas».
A
pesar de la pérdida de su biblioteca y de las papeletas y apuntes de
más de veinte años de trabajo especializado como consecuencia de la
guerra civil española(129),
en cuanto estabilizó su vida en Bayona y recuperó parte de ese
material, acometió una doble serie de estudios; Estudios sobre las
fuentes de conocimiento del Derecho indiano (I)(130);
y Estudios
sobre las Instituciones coloniales españolas (II)
que cubrieron la última parte de su fecunda producción
americanista.
La
serie dispersa de los estudios sobre
las fuentes,
publicados en parte por su buen amigo Ricardo Levene bajo los
auspicios del Instituto de Historia del Derecho Argentino, no
permitió abordar con el sistema anunciado por él mismo la amplia
obra proyectada, lastrada en su exilio mejicano por la falta de
bibliografía y consulta de fuentes originales. Su magisterio
científico, su afán americanista pervivió, sin embargo, en la
figura de sus discípulos españoles y americanos(131),
entre los que se cuentan los muy apreciados José María Ots
Capdequí(132),
Juan Manzano(133),
Antonio Muro Orejón(134).
Desde
el Análisis
de la Recopilación hasta
su obra póstuma, el Diccionario
castellano de palabras jurídicas y técnicas tomadas de la
legislación indiana (Madrid,
1951)(135),
Altamira dio cima a su vocación americanista, enfrentándose a una
magna tarea científica lastrada, sin embargo, por la falta de
bibliografía y de consulta de fuentes originales136.
El juicio crítico de esta serie de estudios no impide ver a Altamira
como maestro de historiadores del derecho indiano, animado por el
mismo ideal americanista que predicara en sus años de catedrático
de la Universidad de Oviedo.
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