martes, 27 de marzo de 2018

Del Grupo Oviedo, Rafael Altamira

A mi llegada a Asturias acudí a la Universidad para saber de los curriculos existentes y la programación. Me llené de papel. Elegí estudiar Historia del Derecho que, en realidad, era lo que buscaba.

No podía matricularme por la jerarquía que me imponía estudiar otras disciplinas para llegar a ella. Acudí al profesor Gustavo Bueno que me abrió el camino hacia el profesor que me escuchó. El profesor Bueno me aconsejó hacer Filosofía pero no me consiguió convencer. Al final, acudí a la mayor parte de las clases de Historia del Derecho con el consentimiento directo del profesor.

A la vez comencé a reunirme con varios compañeros del Hospital General de Asturias. Nos reuníamos a las 15 horas y leíamos el diario El País, comentando todas las noticias. Elegíamos una noticia al azar. La primera fué una de economía, por lo que hablamos del Mercado, del Capital y el Dinero.

Así nació el Grupo Oviedo. En aquellas navidades les hablé del Grupo Oviedo de la Universidad de Oviedo, creado a finales del siglo XIX y, que se reunían para tomar el té en casa de uno de ellos, el profesor Víctor Díaz-Ordóñez por lo que se les decía los "vitorinos"

Entonces yo era Augusto Pérez y nadie sabía nada de mí, aunque malas lenguas hablaban de nuestras reuniones en el aula de Radiodiagnóstico de Policlínicas.

He tomado de Google información estructurada sobre el Grupo Oviedo. Pasaré un poquito de lo obtenido para darlo a saber.




Altamira : de la cátedra de Historia del Derecho a la Historia de las Instituciones Políticas y Civiles de América

Santos M. Coronas


Universidad de Oviedo
La vida académica de Rafael Altamira se articuló principalmente en torno a las cátedras de Historia General del Derecho (Universidad de Oviedo, 1897-1911) y de Historia de las Instituciones Políticas y Civiles de América (Universidad de Madrid, 1914-1936)(1). Entre ambas medió un período de transición americanista representado por el Viaje a América como delegado de la Universidad de Oviedo (1909-1910) y el Seminario de Historia de América y Contemporánea de España, desarrollado en el Centro de Estudios Históricos dependiente de la Junta para la Ampliación de Estudios (Madrid, 1911-1914)(2). En todo caso, pese a su diferente significación científica, ambas etapas guardaron entre sí una cierta unidad derivada de la antigua vocación americanista de Altamira referida por él mismo al Congreso conmemorativo del IV Centenario del Descubrimiento celebrado en Madrid, 1892(3).




Abajo I. Altamira, catedrático de Historia General del Derecho

Una parte sustancial de la vida académica de Rafael Altamira y Crevea (Alicante, 1866-México, D. F., 1951) quedó unida a la Universidad de Oviedo de la que fue primer catedrático por oposición de la disciplina de Historia general del Derecho. De este modo, llegó a formar parte del llamado «grupo de Oviedo»4 a cuya caracterización contribuyó de manera decisiva con su magisterio científico y divulgador y su obra escrita de finales del siglo XIX y principios del XX (1897-1911). Si el buen rector Canella supo convertir la Universidad de aquellos años en un hogar, alegre a veces hasta la francachela, Altamira puso el contrapunto formal, grave y circunspecto, en una actitud de austera afirmación de su individualidad levantina no siempre comprendida por sus compañeros, preludio de su marcha en solitario hacia las altas esferas del reconocimiento oficial. Pese al progresivo distanciamiento, Altamira, que se consideraba a sí mismo un hombre de corazón más que una inteligencia, nunca olvidó a sus colegas de Oviedo, ni tampoco a los alumnos de la Facultad de Derecho con los que había compartido la ilusión pedagógica de sus primeros años universitarios. Casi al final de sus días, en el exilio mejicano, estos recuerdos se hicieron más vivos -tamizados siempre por el afán de reproducir viejos comentarios y discursos, una constante de su obra que hace difícil separar la aportación original de la mera reproducción de trabajos anteriores-, incluyendo entonces, junto a los inolvidables hombres de Asturias (Canella, Aramburu, Buylla, Clarín...), antiguas impresiones de la bella naturaleza asturiana, en especial de las playas e islotes próximos a su residencia veraniega de San Esteban de Pravia. Fue entonces cuando, de manera fugaz, casi tanto como la luz de ese rayo verde del atardecer que describe, reveló la hondura de su sensibilidad romántica y su simpatía oculta por esa forma de vida despreocupada de algún bohemio de la rivera. Al tiempo que corregía su imagen de frialdad académica, legó un postrer recuerdo de esas tierras y hombres de Asturias, a las que quiso rendir, con uno de sus últimos libros5, su propio homenaje sentimental.


ArribaAbajo1. Una valoración previa: la vocación histórica y pedagógica de Altamira

La figura de Altamira, un hombre que lo fue todo académicamente en la España del primer tercio del siglo XX(6), padeció después un cierto obscurecimiento incluso en los ámbitos científicos de su especialidad. Hoy apenas si es mencionado en algún que otro manual de Historia del Derecho y sólo en la rama del Derecho indiano parece mantenerse indeleble la huella de su magisterio por obra de sus discípulos americanistas(7). Fuera de estos ámbitos científicos es posible, sin embargo, constatar la revitalización de su recuerdo en su comunidad de origen al calor del localismo imperante, en justa correspondencia al amor que siempre declaró a su terreta valenciana, aunque con la contrapartida del olvido relativo en otras de adopción, como la asturiana. La razón de este aparente olvido científico debe buscarse en su propia obra, dispersa, plural, omnicomprensiva, propia de un humanista que fue a la vez o sucesivamente literato, periodista, pedagogo, iushistoriador, americanista y juez del Tribunal Internacional de Justicia de la Haya. En la maraña de sus títulos y obras, cifradas ya al final del período referido en unos cincuenta volúmenes(8), cabe rastrear el triunfo de una vocación tardía: la histórica, metodológica y divulgativa, y la pedagógica(9). En estos campos, Altamira fue y será siempre el hombre grande, el maestro «agitador de la conciencia histórica; orientador de la juventud», que destacara hace tiempo García-Gallo(10). En los otros, y especialmente en los iushistóricos de su especialidad, el avance de la ciencia discurrió por otros derroteros de investigación original y rigor heurístico marcados ya en su época por Hinojosa, el maestro admirado a quien dedica alguna de sus obras de divulgación, pero cuyo ejemplo de callada entrega intelectual a la obra real de regeneración científica patria no quiso o no pudo seguir(11). Frente a este ejemplo señero de honestidad intelectual, que literalmente hizo escuela, la obra de Altamira aparece contaminada frecuentemente por una retórica que no fue, sin embargo, vana y estéril al contribuir a difundir el propio valor de la ciencia en todas las capas sociales, con el mérito añadido de ofrecer una permanente lección pedagógica.



2. Prolegómenos académicos

Altamira, según consta en su expediente académico, fue siempre un excelente estudiante, tanto en segunda enseñanza como en la Universidad(12). Pero fue, sobre todo, un ávido lector que «leía a todas horas» en palabras de su «Breve autobiografía»(13), base de una temprana vocación literaria expresada en semanarios como La Antorcha y La Ilustración popular. Con este bagaje de ensueños propio de un joven de quince años, entró a estudiar Derecho en la Universidad de Valencia, más por consejo familiar que por decisión propia. En los dos primeros cursos, algunas disciplinas humanísticas introductorias mantuvieron el fuego de su fervor literario, bien en solitario o en colaboración con su condiscípulo Blasco Ibáñez con el que pensó escribir una novela titulada Romeu el guerrillero. Después, influido sin duda por la seca realidad de sus estudios, derivó hacia un ensayismo de tipo más erudito, reflejado en la serie de artículos aparecidos en Las Germanías a lo largo de 1882 «El libre pensamiento y la sistematización en España», o los publicados después en La Ilustración Ibérica «El realismo y la literatura contemporánea», donde dejó constancia de su credo realista, tan en la línea de sus admirados Pérez Galdós y Zola(14).
En esta evolución intelectual influyó largamente Eduardo Soler, un profesor de la Universidad valenciana vinculado a la Institución Libre de Enseñanza. Altamira lo recordaría años más tarde como su primer maestro universitario, «el primer hombre que contribuyó hondamente a formarme», al poner en sus manos «los primeros libros fundamentales que habían de labrar la base de mi futura labor científica». A los libros prestados de Krause, Sanz del Río, Ahrens o Giner de los Ríos sumó, en la mejor tradición institucionista, el sentimiento de la naturaleza y del paisaje que Altamira ya nunca abandonaría. El resultado fue una nueva inclinación filosófica racionalista y agnóstica, y una mentalidad más próxima al magisterio de la cátedra que al común destino profesional de sus compañeros de estudios(15).



3. La experiencia madrileña

Siguiendo el camino de la cátedra, se dirigió a Madrid en el otoño de 1886 para realizar el preceptivo curso de doctorado en Derecho, Sección de Civil y Canónico(16). Iba provisto de cartas de recomendación de Soler para Gumersindo Azcárate, Nicolás Salmerón y Francisco Giner de los Ríos(17), pasando a integrarse de un modo natural en el círculo de la Institución Libre de Enseñanza, de la que llegaría a ser auxiliar y a dirigir además su Boletín. Dos corrientes contrapuestas parecían entonces empujarle, la política y social de Salmerón y Azcárate y la pedagógica y científica de Giner y Cossío, más próxima a sus antiguas aficiones literarias. Al fin triunfó esta última, aunque la influencia de Azcárate se dejó sentir en la elección y dirección del tema de la tesis doctoral (La propiedad comunal, 1887; publicada tres años más tarde con el título Historia de la propiedad comunal que, calificada por el mismo como un tratado de legislación civil comparada, inicia propiamente la larga serie de escritos científicos de Altamira) y, sobre todo, en la colaboración primero y en la dirección después del diario La Justicia, órgano del Partido Republicano Centralista que, bajo el ideario de Salmerón y con la ayuda de personalidades como la de Azcárate, Labra o Pedregal, pretendía reunir las diferentes ramas del republicanismo español. Fracasado el empeño periodístico y aun su propio intento de ingresar en la política activa, Altamira volvió sus ojos a la política especulativa con el propósito de «educar a la juventud en la práctica y el amor al Derecho, a la Justicia, a la libertad y al progreso en todos los órdenes, sin doctrinarismos ni estacionamientos de escuela o secta».
La oportunidad de poner en práctica estas ideas se la brindó el Museo Pedagógico Nacional, a cuya plaza de secretario accedió por oposición el 23 de julio de 1888. El Museo, creado en 1882 y dirigido por Manuel B. Cossío, pretendía dar a conocer el estado de la primera enseñanza en España y en la demás naciones de su entorno cultural (de ahí su primera denominación de Museo de Instrucción Primaria), facilitando al tiempo el progreso de la pedagogía(18). En él explicó Altamira diversos cursos, en especial uno sobre Metodología en la enseñanza de la Historia, fruto de su nombramiento en comisión por el Ministerio de Fomento para estudiar la organización de los estudios históricos en Francia en todos los grados de la instrucción pública, base de un nuevo libro La enseñanza de la Historia(19) (1ª ed. Madrid, 1891; 2ª ed. Madrid, 1895) que obtuvo un juicio elogioso de la crítica, al que siguieron otros cursos sobre Historia de España en el siglo XVIII, o de Historia de la civilización española, en la que mostraba su sintonía con las nuevas tendencias historiográficas europeas de la Kulturgeschichte. Paralelamente en su calidad de secretario del Museo participó en 1892, el año de su bautizo americanista, en un congreso Pedagógico Hispano-Luso celebrado en Madrid con una ponencia sobre Pensiones y Asociaciones Escolares, publicada ese mismo año por el Museo.
lPero ni siquiera la pedagogía cubría todas las necesidades de su sensibilidad, muy aguzada y levantisca. La crítica literaria vino a completar en parte esta necesidad, publicando diversos artículos en diarios y revistas, recogidos luego en un volumen titulado Mi primera campaña (Madrid, 1893). Posteriormente, animado por los elogios de Clarín, Palacio Valdés o Pardo Bazán, fundó la Revista Crítica de Historia y Literatura Españolas, Portuguesas e Hispanoamericanas que, desde 1895, dirigió con propósito mayormente informativo, atrayendo a sus páginas a los grandes intelectuales del momento, a empezar por sus admirados Costa, Menéndez y Pelayo, Hinojosa, Valera o Alas por los que siempre sintió especial devoción intelectual(20).
Sin embargo, esa aguzada sensibilidad que, a despecho de trabajos sin fin, paseos diarios largos, excursiones dominicales con Giner, Cossío, Rubio y Salmerón, tendía a romanticismos, melancolías, ternuras tontas, utopías de la imaginación, vértigos políticos, anemias, flaquezas y otros males, le llevó a expresar en cuentos y novelas sus ansias de amor familiar, confundido a veces con el amor a la terreta valenciana(21). Fatalidad(Madrid, 1894), Cuentos de Levante (Madrid, 1895), Novelitas y cuentos (Madrid, 1895), Cuadros levantinas. Cuentos de amor y de tristeza (Valencia, 1897), son la evidencia de un (hombre de) corazón que pugna por abatir la imagen falsa de ser sólo una inteligencia, y cuya desgracia, según piensa en esos días de desolación, es ir buscando por la vida lo que nunca encontraré... un verdadero, inquebrantable amor. Ese amor, casa y familia que tanto anhelaba, le iba a venir al fin como una secuela gratificante más de su acceso a la cátedra de Historia del Derecho de la Universidad de Oviedo.



4. La cátedra universitaria: bagaje y aspiraciones

Cuando diez años atrás Altamira expresara con cierta ingenuidad su deseo de ser catedrático, no sabía muy bien de qué especialidad. Como referiría luego en su «Breve autobiografía», «lo que no hubiera podido decir entonces claramente era de qué quería ser yo catedrático». Una herencia multisecular, apenas corregida en el siglo XVIII, hacía a los catedráticos de Derecho civilistas o canonistas según su magisterio fuera el ius civileromano (cátedras de Instituta, Código o Digesto justinianeos), o el ius canonicum clásico (Decreto, Decretales, Sexto y Clementinas). A pesar de la inclusión en los nuevos planes de estudio dieciochescos del Derecho español, nacional o patrio, identificado con cierta propiedad desde principios del siglo XVIII con el castellano, habría de pasar más de un siglo para que se hiciera realidad el viejo sueño ilustrado de imponer su estudio preferente en las Universidades del reino(22). A lo largo del siglo XIX, especialmente a partir del Plan Caballero de 1807, fue afirmándose la preeminencia del Derecho patrio y, con ella, la creación y despliegue progresivo de nuevas disciplinas: Derecho mercantil, Derecho administrativo, Derecho internacional, Economía Política... El Derecho civil de Castilla, convertido desde el plan de Instrucción Pública de 1824 en la rama más estudiada de nuestro Derecho, incorporó a su contenido una Historia de la Legislación destinada a servir de introducción al estudio del Derecho civil vigente, necesario en la medida que este Derecho se hallaba compuesto por códigos y leyes de diferente época y autoridad, alguno de los cuales remontaba a la época de los godos. Como introducción al Derecho civil vigente, quedó desde entonces su estudio en manos de civilistas quienes, de manera superficial, limitando su exposición a una fría enumeración de códigos sin apenas referencia a su trasfondo económico, político o social, o a las formas consuetudinarias y jurisprudenciales de creación jurídica o a su literatura, conservaron vivo al menos el antiguo interés por su conocimiento. Altamira, que estudió la carrera de Derecho entre 1881 y 1886, no llegó a cursar la nueva disciplina de Historia General del Derecho español, creada, con notable retraso respecto a las grandes Universidades europeas, por R. D. de 2 de septiembre de 1883(23). Y, sin embargo, ésta fue la cátedra de su destino profesional, la que nunca hubiera nombrado a su maestro Soler en caso de haberle preguntado éste de manera más precisa sobre la cátedra de su elección.
En realidad, fiel a su propósito general de ser catedrático, Altamira había optado primeramente a la cátedra de Derecho civil español, común y foral de la Universidad de Granada, convocada en la Gaceta de junio de 1890, aunque no llegó a presentarse a las oposiciones celebradas en 1892(24). Tres años más tarde se le presentó una nueva oportunidad, al quedar vacante la cátedra de Historia del Derecho de la Universidad de Oviedo por fallecimiento de su titular Guillermo Estrada. Y esta ocasión no la desaprovechó, contando con la ayuda de Menéndez Pelayo que, además de ir preparando la cosa en el sentido de influir en la constitución de un tribunal imparcial de personas rectas y competentes, como le pedía Altamira(25), llegó a formar parte del mismo junto a su antiguo maestro, Azcárate. A propuesta del tribunal, y por Real Orden de 26 de abril de 1897, se le nombró catedrático numerario de la Facultad de Derecho de la Universidad de Oviedo, con el sueldo de tres mil quinientas pesetas anuales(26). Por otra Orden de igual fecha, se le autorizó a tomar posesión en la Universidad Central de la cátedra de Historia general del Derecho español de la de Oviedo, de la que tomó posesión el 1 de mayo de 1897. Al fin, después de tantos trabajos y desvelos, en plena madurez intelectual, lograba hacer realidad su sueño. La cátedra, con su nueva tarea docente e investigadora, le aguardaba en Oviedo, en una Universidad que empezaba a ser conocida en toda España por algunas iniciativas (Escuela Práctica de Estudios Jurídicos y Sociales, Colonias Escolares de Vacaciones) en las que latía el pulso social de la Institución Libre de Enseñanza así como los aires renovadores de la moderna ciencia jurídica europea.



5. La Universidad y el grupo de Oviedo

«Después de reñida oposición fue nombrado para la cátedra de Historia del Derecho de nuestra Universidad Rafael Altamira, que hasta entonces desempeñara la secretaría del Museo Pedagógico dirigido tantos años por el maestro Manuel B. Cossío. Ya en Oviedo, donde se le acogió con verdadero entusiasmo, Altamira ingresó sin vacilar en nuestra Escuela Práctica. ¡Esperábamos tanto de él! Y fue sin duda un gran refuerzo para la Escuela y para la Universidad. Era un maestro, preparado como pocos, de excepcional cultura y de gran palabra. Fue repito, Altamira un gran refuerzo: en un sentido, que en otro no diré que no haya sido un obstáculo, un disociante... pero ya procuraré explicar con algún detalle la compleja personalidad de quien había de ser miembro del Tribunal de Justicia de La Haya y gran escultor de sí mismo».27. Así describe Posada, catedrático de Derecho político de la Universidad de Oviedo y de ideario afín al de Altamira, la ilusionada acogida y parcial decepción posterior del que debía ser gran refuerzo del grupo, compartida por otros profesores de la Casa (denominación coloquial del viejo edificio valdesiano que, desde 1608, acogía las enseñanzas universitarias), como Clarín28.
La Universidad a la que llegó Altamira ya no era aquella Universidad provinciana y familiar, retratada por Posada29. A los Canella, en especial a Fermín, reputado por algunos profesores auxiliares como el amo de la Casa, a los Berjano, Díaz Ordóñez o Estrada, representantes del oviedismo más tradicional, se habían ido sumando otros profesores imbuidos del ideal de renovación pedagógica próximo, en algún caso, al de la Institución Libre de Enseñanza. Adolfo Álvarez Buylla, catedrático de Economía Política desde 187730; Leopoldo Alas, catedrático de Derecho Romano desde 1883; el joven Adolfo Posada, catedrático desde esa misma fecha de Derecho Político; o Félix de Aramburu, de la de Penal, contribuyeron a reanimar la vida universitaria, contrarrestando el efecto de la marcha a Madrid de dos excelentes profesores: Matías Barrio y Mier31 (1883) y Rafael Ureña32 (1886). El posterior acceso a la cátedra de Derecho Administrativo de Rogelio Jove y Bravo (1887), cuñado de Fermín Canella, y la incorporación de Aniceto Sela a la de Derecho Internacional (1891), acabó por dar su perfil humano más característico al llamado «grupo de Oviedo» o, en expresión de Costa, al «movimiento de Oviedo», llamado a tener notoria influencia en la vida universitaria nacional. «Se explica movimiento tal -excepcional entre nosotros y reacción viva contra la falta de calor de nuestras burocratizadas Universidades- por la rara y feliz coincidencia en la pequeña "ciudad de los obispos" de unos cuantos maestros asturianos, ovetenses los más y profundamente arraigados en Oviedo los otros-, Guillermo Estrada, Adolfo A. Buylla, Félix de Aramburu, Leopoldo Alas (nacido, por casualidad, en Zamora), Victor Díaz Ordóñez, Inocencio de la Vallina, Aniceto Sela, Melquiades Álvarez, Fermín Canella, Rogelio Jove... Todos eran asturianos, en rigor ovetenses, encariñados con Cimadevilla, con el Campo de San Francisco, con el Naranco y con la torre de la Catedral a la vez que con el claustro de la Universidad»(33).
Pero, por debajo del vínculo de la tierra y su común representación universitaria, existían tendencias en el «grupo» que el profesor Melón ordenó en tres categorías principales: institucionistas, regionalistas y conservadores(34). A los primeros, a los de más homogénea orientación pedagógica y que por ello teníamos una misma idea de la amplia y compleja misión científica, educativa y social de la Universidad, los ha caracterizado perfectamente Posada, uno de los miembros más conspicuos del pequeño grupo, al que se incorporaría años después Altamira: «Nuestro común criterio universitario se manifestaba en el modo de hacer la clase y de cultivar en ella, o con ocasión de ella, el trato íntimo con los alumnos, hecho posible por el corto número de asistentes a las cátedras».(35). Fruto de este criterio pedagógico fue la creación de la Escuela Práctica de Estudios Jurídicos y Sociales, una especie de Seminario de investigación al estilo de las Universidades alemanas, en el que durante una docena larga de cursos trabajaron en colaboración profesores y alumnos, reunidos por las tardes en la biblioteca del decanato de la Facultad de Derecho(36). «Los Adolfos», (Buylla y Posada); «la trípode pedagógica» (Buylla, Posada y Sela, los mismos que pusieron en marcha la Escuela Práctica y fundaron el diario «La República») eran denominaciones corrientes en la sociedad y en la prensa local de la época (aquélla última puesta en circulación por el diario integrista «La Cruz» para designar la identidad académica y la comunidad de ideas de los miembros de este grupo).
Y, sin embargo, al margen de clasificaciones político-culturales, fácilmente intercambiables en un momento dado, existía una conciencia colectiva de pertenencia primordial a la vieja institución universitaria que se puso de manifiesto por entonces en la resistencia al nuevo Rector, Rodríguez Arango, designado por Alejandro Pidal para sustituir indecorosamente al antiguo y buen Rector, Salmeán(37), y que tenía al tiempo manifestaciones lúdicas de puro compañerismo, como el té tomado en la casa de Víctor Díaz-Ordóñez, (Victorín), catedrático de Disciplina Eclesiástica y carlista, identificado por el rumor popular con el Bermúdez de La Regenta38, y, sobre todo, los alegres banquetes celebrados en la biblioteca universitaria(39). Esta armonía se transparentaba luego en las tareas docentes y en las reuniones de carácter académico, que se despachaban sin mayor aparato formal(40). En este ambiente cordial, de la más animadora armonía y el más simpático y alentador buen humor, nacería años después y a propuesta de Alas (1898), la Extensión Universitaria(41). Antes habían nacido ya la Escuela de Estudios Jurídicos y Sociales y las Colonias Escolares de Vacaciones en Salinas. De esta forma cordial y colectiva se fue haciendo grande el «grupo de Oviedo»(42), al que se incorporó Rafael Altamira en el curso 1897-1898.



6. Altamira en Oviedo (1897-1911)

A) Sus antecesores en la cátedra: Berjano y Estrada
Tras tomar posesión de su cátedra en mayo de 1897, Altamira se convirtió en el tercer catedrático de Historia del Derecho de la Universidad de Oviedo. En realidad fue el primer catedrático por oposición de esta nueva especialidad, pues sus antecesores, Gerardo Berjano Escobar y Guillermo Estrada, lo habían sido por concurso de traslado de otras cátedras de la misma Universidad.
Una vez creada la cátedra de «Historia general del Derecho español» por Real Decreto de 2 de septiembre de 1883, refrendado por el ministro de Fomento, Germán Gamazo, bajo la presidencia de Gobierno de Sagasta, fue relativamente frecuente, en un primer momento, su ocupación por catedráticos de disciplinas afines, especialmente de Derecho civil que ya con anterioridad venían encargándose de esta materia siquiera fuera como introducción al estudio positivo del ordenamiento vigente43. Berjano, que a lo largo de una dilatada carrera profesoral, iniciada en octubre de 1873 como sustituto de la cátedra de Historia de la Iglesia, Concilios y Colecciones canónicas, había pasado prácticamente por todas las asignaturas del antiguo Plan de Estudios (Derecho Romano, Derecho Político y Administrativo, Derecho mercantil y penal, Teoría de los Procedimientos judiciales, Prácticas forenses, así como de las disciplinas de Historia y Elementos de Derecho civil español, común y foral y de Ampliación de Derecho civil y códigos españoles), y que al tiempo de la creación de la cátedra de Historia del Derecho tenía la condición de catedrático supernumerario, fue nombrado por Real Orden de 13 de diciembre de 1884 catedrático numerario de esta asignatura, de la que tomó posesión el 31 del mismo mes(44).
En la apertura del curso académico de 1885 a 1886, Berjano disertó, con mejor voluntad que ciencia, De la Historia general del Derecho español45. Por entonces estaba claro ya, y ésta era una de las razones que justificaban su creación académica, que la Historia del Derecho «era algo más que el conocimiento de los códigos pasados, y la enumeración de las leyes que rigieron en nuestra España», confundiéndose más bien «con la historia entera de la civilización». Tras señalar los cuatro períodos en que divide la «historia legal» de España (dominación romana, España gótica, Reconquista y época moderna) procedió a una rápida enumeración de sus rasgos más sobresalientes, tomando como pauta la erudición dieciochesca (aunque sin apreciar debidamente el valor heurístico y metodológico del Ensayo histórico crítico de Martínez Marina), algunas fuentes medievales, tomadas por lo general de la colección de fueros de Muñoz y Romero(46) y, sobre todo, de alguno de los manuales al uso como el de Marichalar y Manrique, Antequera o Domingo Morató(47), tan severamente juzgados por Menéndez Pelayo: «indignos manuales que son el oprobio de nuestra enseñanza universitaria, y que nos hacen aparecer a los ojos de los extranjeros cincuenta años más atrasados de lo que realmente estamos»(48). En realidad el Discurso, abusivamente amplio en el tiempo -desde los iberos hasta el siglo XIX- nada aportaba, salvo una noticia detallada de los pueblos que recibieron el Fuero Real, debida a su buen amigo Barrio y Mier(49). Sin mayor arraigo ni apego a la nueva asignatura, dos años después de su acceso a la cátedra de Historia del Derecho obtuvo su traslado a la de Derecho mercantil («en España y en las principales naciones de Europa y América»), por Real Orden de 28 de diciembre de 1886. Al tomar posesión de su nueva cátedra el 12 de enero de 1887, cerraba, sin mayor compromiso con la disciplina que le había tocado inaugurar, una página histórica de la Universidad de Oviedo.
El siguiente catedrático de la disciplina fue Guillermo Estrada Villaverde (Oviedo, 23, mayo, 1834-27, diciembre, 1894), uno de los clásicos de la Universidad ovetense que, como Berjano y tantos otros profesores de su época apenas especializada, hubo de recorrer el complejo de enseñanzas de los sucesivos planes de estudios de la Facultad de Derecho(50). Anunciada la vacante de la cátedra de Historia del Derecho de la Universidad de Oviedo en junio de 1887, por el paso de Berjano a la de Mercantil, la obtuvo Estrada por concurso de traslado el 31 de marzo de 1888(51), y en ella permaneció ya hasta su prematura muerte(52), consiguiente a la de su hijo Borja, Borjín, sentidas con singular dolor por sus compañeros de claustro(53).
Estrada, que al margen de su credo y actividad político-periodística, había desplegado otras muchas actividades a lo largo de su accidentada carrera profesoral (abogado en ejercicio, magistrado suplente de la Audiencia territorial, vocal del Consejo provincial de Oviedo, individuo de la Junta Provincial de Beneficencia, así como algunas otras más próximas a su condición académica: correspondiente de la Real de la Historia, individuo de la Comisión de Monumentos históricos y artísticos de Oviedo, presidente de la antigua Academia oficial de Derecho, vinculada por entonces a la Universidad...), apenas si dejó obra escrita. En una hoja de méritos y servicios autógrafa de 1886, alude a su disertación sobre la Importancia del Derecho canónico en el acto de su solemne recepción como catedrático en 1861, y asimismo a la contestación al discurso de recepción del numerario Diego Fernández Ladreda sobre Historia del Derecho español(54). Poco después, en la apertura del curso de 1862 a 1863, leyó la oración inaugural que versó sobre los Servicios prestados a la ciencia por la Iglesia, un excelente discurso pleno de doctrina que contrasta con la ramplonería académica de tantos otros de su época55. Al lado de estos trabajos, otros Discursos y obras menores, como la dedicada a la Novela contemporánea citada en la relación de méritos y servicios que acompañaba a su concurso de traslado a la cátedra de Historia del Derecho, son hoy prácticamente desconocidos.
B) La obra de Altamira
La llegada de Altamira a Oviedo supuso un acontecimiento universitario y, en cierto sentido, un revulsivo de la conciencia científica y social del grupo. Venía precedido de la fama de sus convicciones institucionistas pero también de sus publicaciones históricas y pedagógicas que habían hecho de él, con toda justicia, el primer catedrático por oposición de Historia del Derecho de la Universidad de Oviedo. En realidad, podría decirse que la moderna ciencia de la Historia del Derecho, que ha iluminado el panorama de los estudios jurídicos en las principales Universidades europeas desde hace casi un siglo, irrumpe en Oviedo de la mano de Altamira. Con él llega el espíritu vivificador de Costa, el maestro admirado que basa sus geniales intuiciones en un exacto conocimiento de las fuentes(56); con él llega, asimismo, el espíritu científico de Hinojosa enfrentado, tras una primera etapa de divulgación de la ciencia histórico jurídica alemana y francesa, a la penosa labor de reconstruir, con idéntico método, nuestro pasado jurídico e institucional a partir del confuso medievo(57); con él llega, finalmente, el soplo de una vocación docente e investigadora ejemplar que, alentada por su propio ideal reformista, pretende extender fuera de la Universidad su propio mensaje de progreso basado en la ciencia.
Esta aportación de Altamira fue inmediatamente percibida por sus colegas y, sobre todo, por los alumnos quienes pudieron advertir en seguida que «no tomaba la cátedra como una sinecura sino como el eje central de su vida, poniendo en ella todo cuanto podía poner: ciencia, arte y entusiasmo»(58). En efecto, tras su paso por la Institución Libre de Enseñanza y por el Museo Pedagógico, había llegado para Altamira el momento de exponer su ideario pedagógico en la Universidad; y a esta tarea se entregó con entusiasmo, dedicando «buena parte de sus horas a la Escuela y a las excursiones con los alumnos por campos y monumentos desempeñando con extraordinario éxito su función docente». Así, gracias «a su saber, a la magistral manera con que exponía en la cátedra la lecciones, a la no menos magistral con que guiaba a sus alumnos en la labor de investigación... Altamira conquistó rápidamente el aprecio general y, en especial, el de los estudiantes»(59).


1. El Discurso-Programa de 1898

Su Discurso de apertura de curso 1898-1899 tiene, en este sentido, el valor de un símbolo al propiciar la recepción oficial de su magisterio y vincular, al tiempo, su figura más estrechamente a una Universidad y a una sociedad a la que permanecerá unido para siempre, no sólo por lazos académicos sino también sentimentales al ser la ciudad de su mujer, Pilar Redondo, hija de uno de los profesores, y de sus tres hijos, Rafael, Pilar y Juana. El Discurso(60), publicado ese mismo año en el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza con el título El patriotismo y la Universidad, pretendió ser en aquellas horas amargas del fin del sueño colonial, un recordatorio de los males derivados de la personalidad nacional, de la psicología del pueblo, de su cultura y del concepto que de España tenían las demás naciones; en definitiva, un problema de patria y de su posible regeneración a la luz de la aportación universitaria(61). Así, al lado de la función docente tradicional, cabía acometer todo un programa de regeneración patria capaz de restaurar el crédito de la nación en su Historia como nación apta para la vida civilizada, y de vivificar su genio al calor de la civilización moderna. El ejemplo a seguir lo había marcado ya en su día Fichte al combatir con su buen patriotismo el pesimismo y desaliento colectivo de la nación alemana(62): ante todo era preciso aceptar el valor y la originalidad de la ciencia y de la civilización patria, para proceder después a buscar su espíritu en la Historia, preferiblemente a través de la costumbre, intentando armonizarle luego con la civilización moderna. En esta coyuntura, la labor de la Universidad pasaba por desarrollar una cultura científica histórico-institucional, especialmente en los cursos de Doctorado que debieran concebirse como un período de investigación y aprendizaje pedagógico al estilo de la cátedra de Literatura jurídica de Rafael Ureña. Asimismo, la Universidad debía ligarse más estrechamente al medio social, estudiando las especialidades regionales como se hacía en Cataluña con las cátedras de Historia y Literatura catalanas creadas por Durán y Bas, y procurando en todo caso la descentralización científica. Por último, debía construir en firme la educación popular con el fin de reducir el número de analfabetos (doce millones, según el censo de 1887 y la mitad de la población restante sólo con estudios primarios) para lo que podría seguirse el ejemplo inglés de la Toymbe Hall de Oxford, extendido ya por toda Europa, de tomar como deber patriótico del profesorado la tutela educativa de las clases obreras, impartiendo conferencias de interés popular. Aparte de todo esto, la Universidad debía ser un factor de movilidad social, con la ampliación de estudios en el extranjero de profesores y alumnos, con la difusión de los idiomas modernos y la extensión de un sentimiento de unión íntima o de familia hispanoamericana por encima de los tratados bilaterales63. Todo el programa lo resumía finalmente en una frase dedicada a los jóvenes estudiantes de la Universidad: trabajad, trabajad siempre.



ArribaAbajo 2. Los orígenes de la Extensión Universitaria

Este programa se lo aplicó a sí mismo con rigurosa exigencia, abriendo una de las etapas más fecundas de su vida académica de la que saldría revestido con la aureola de historiador y americanista, al margen de encarnar ya para siempre la Extensión Universitaria ovetense64. Esta fue el fruto inmediato de la primera reacción académica al Discurso comentado: «En la sesión del Claustro de Profesores de 11 de octubre de 1898, don Leopoldo Alas recogiendo importantes consideraciones de la oración inaugural de este curso, leída por el señor Altamira, y teniendo en cuenta los trabajos que en todas partes, fuera de España, se realizan a favor de la cultura popular, propone al claustro que la Universidad de Oviedo emprenda desde ahora la obra utilísima llamada Extensión Universitaria. Apoyada por varios otros señores profesores la moción del señor Alas, y aceptada por unanimidad, se discutió largamente respecto del título que debía darse a estos trabajos, prevaleciendo la idea de conservar el de Extensión Universitaria con que han sido planteados en Inglaterra y adoptados en la mayor parte de las naciones»65. A propuesta del rector Aramburu se acordó constituir una Junta especial de Extensión Universitaria, de la que formarían parte toda las personas que cooperasen a su realización, nombrándose para organizar los trabajos del curso una comisión compuesta, entre otros profesores, por Canella, Buylla y Altamira. El 24 de noviembre de 1898 se inició en una de las aulas de la Facultad de Derecho esta experiencia singular, llamada a tener tanto eco en España66. Tras un breve discurso de presentación de Canella, refiriendo el sentido de la Extensión, su difusión en Europa desde su origen en Inglaterra, y los objetivos de su implantación en la Universidad de Oviedo, impartió la primera lección del curso Altamira con una memorable lección sobre Las leyendas de la Historia de España(67). Así comenzaba su extraordinaria experiencia social la Universidad de Oviedo, que por entonces y hasta la muerte o traslado de sus más conspicuos representantes -Estrada, Alas, Aramburu, Buylla, Posada, Melquiades Álvarez, Altamira- vivió sus años dorados. Unos «años heroicos», en expresión de Jesús Arias de Velasco68, de ilusión y de fe no siempre compartida en el papel regenerador de la Universidad, saldados al fin con un recuerdo imborrable del poder del espíritu sobre la gris atonía de la realidad social.



3. Su obra histórico-jurídica

La obra de Altamira durante estos años fue amplia, densa y renovadora. Se manifestó en la cátedra y fuera de ella, llegando a convertirse por su arte sugerente y sencillo de exponer en uno de los mejores expositores o conferenciantes de España69. Esta cualidad se advierte en todas sus obras, pero donde alcanzó rango de evidencia fue con ocasión de la publicación de los cuatro volúmenes de su Historia de España y de la civilización española (Barcelona, 1900-1911; reeditada y sintetizada en numerosas ocasiones), recibida con alborozo por todos los historiadores, nacionales y extranjeros, que echaban de menos una Kulturgeschichte española como la que se venía escribiendo en Europa desde los tiempos tardíos de la Ilustración(70). De todos los elogios, tal vez el más preciso y acertado sea el de Charles Seignobos, uno de los representantes de esta tendencia historiográfica en Francia, quien la consideraba «una buena obra de vulgarización científica, compuesta con claridad, pensada con inteligencia, escrita con estilo conciso, preciso y sin frases hechas», que coincidía con el propio análisis de Altamira: «un libro elemental o de vulgarización, que no tiene pretensiones eruditas, ni presume de agotar la materia, ni mucho menos de enseñar nada a los estudiosos»; pero que, en todo caso, fue saludada con gozo y admiración por todos aquellos que veían realizado al fin «todo lo que hoy se podría soñar respecto de un manual de su clase» (Menéndez Pidal)(71).
Uno de los aspectos más atractivos de la obra, que incidían en su finalidad pedagógica, era el conjunto de grabados que la ilustraban. En el fondo Altamira del Archivo Universitario de Oviedo se conservan las notas manuscritas de su procedencia (El Álbum de la Academia de la Historia, la Iconografía española de Aznar, la Historia de la Pintura española de Lefort, estampas del Museo del Prado y del Louvre y aún referencias a fotógrafos y a fotografías, con su precio y lugar de venta, de diversos lugares históricos de España. Sin embargo, a su antiguo compañero Manuel B. Cossío, director del Museo Pedagógico nacional todavía le parecían insuficientes al felicitarle por la aparición de la obra: «Mi enhorabuena por el ler tomo de la Historia de España. Utilísimo. Llena un gran vacío. Me parece que será un éxito. Lástima que no tenga más y mejores ilustraciones»(72).
Según recordaba años más tarde en un ciclo de conferencias sobre metodología histórica, el origen de esta Historia de España se hallaba en la necesidad de colmar el vacío de esta clase de obras advertido en las enseñanzas de Extensión Universitaria: «Hay otra cosa que creo yo que tendrá mas interés para Vds., porque como no se ha traducido en libros no puede ser conocido como los ejemplos que acabo de exponer, y son los ensayos que hicimos hace años en la Universidad de Oviedo para reducir la enseñanza histórica y hacer que nos ocupase poco tiempo y se amoldase a la inteligencia con que trabajamos en la extensión universitaria... Nosotros nos propusimos este problema: hay que enseñar a esta gente Historia de España y Universal, incluso porque lo pedían ellos y porque se sufría allí el ideal de toda enseñanza a saber: que el problema lo formula el alumno y no el profesor, aunque ya se sabe que no en el sentido de detalle, porque carece de autoridad, sino en el sentido de lo que interesa... Los expresados alumnos nos decían: queremos saber historia de España, historia de la civilización»(73). El curso inicial de Historia de España en seis lecciones -«éste fue el esfuerzo más grande que yo he hecho en mi vida», diría Altamira-, publicado en las hojitas de Syllabus de Extensión Universitaria, o el de Historia de la Civilización desde los tiempos prehistóricos hasta el siglo XIX, en 20 lecciones, se convirtieron de este modo en un ensayo de síntesis de la obra mayor, Historia de España y de la civilización española, que le daría fama universal.
Más desapercibida pasó, por su carácter técnico, su coetánea Historia del Derecho español. Cuestiones preliminares, publicado en Madrid, 1903. Una obra meritoria en su tiempo, plena de reflexiones metodológicas atinadas que no han perdido, en algún caso, su valor y carácter pionero, y que el autor dedicó a su maestro Giner de los Ríos, en testimonio de cariño y reconocimiento de paternidad intelectual. La obra, dividida en diez grandes temas, se articuló sobre una doble reflexión investigadora y docente de la disciplina. En la primera parte analizó, a la luz de la filosofía gineriana, los temas dedicados al concepto y contenido de la disciplina y a la distinción de la historia externa e interna del Derecho, en que hace suya la concepción organicista y social del Derecho. Así mismo, contando con el magisterio básico de Azcárate(74), Costa(75) o Hinojosa(76), repasó las relaciones de la legislación comparada con la Historia del Derecho, de la ley con la costumbre, del valor de esta última que, frente al olvido padecido en las historias de la legislación escritas hasta entonces, le permite afirmar el carácter acentuadamente consuetudinario que tiene la historia del Derecho español, terminando con un «estado actual del estudio de las fuentes en la historia del Derecho español», razonablemente crítico. La segunda parte, centrada en cuestiones de metodología docente, constituyó un repaso a su propia experiencia universitaria en la cátedra de Oviedo: «Desde que en 1897 comencé a explicar en la Universidad de Oviedo la Historia del Derecho español, no ha pasado ningún año escolar sin que se leyeran y analizaran en clase textos jurídicos correspondientes a la mayoría de los períodos de nuestra historia». Trabajos de investigación hechos en común con los alumnos, uso de mapas para la explicación de la geografía histórica y de encerado para las clasificaciones, cuadros sinópticos, nombres extranjeros, fragmentos de textos, etc., método socrático para la explicación de las lecciones correspondientes a concepto, método y fuentes de la disciplina(77), visitas a Museos(78), trabajo de campo para la investigación directa de las costumbres jurídicas vigentes..., era la fórmula seguida con unos alumnos que de este modo se beneficiaban de una docencia no rutinaria, próxima en su esfera elemental de iniciación al mundo ideal de la alta investigación de los seminarios extranjeros. Todo este proceso de reflexión docente de la segunda parte del libro se inserta en un concepto de educación, distinto al de instrucción, que Altamira definía más tarde como una simple «orientación de la inteligencia»(79).
La obra, en su conjunto, fue la expresión científica de los problemas metodológicos de una disciplina nueva, contrastada con el pensamiento de grandes autores nacionales y extranjeros: Ihering, Gierke, Lambert, Brissaud, Salvioli, Giudice, Hinojosa, Costa, Pollock o Maifand. La asistencia a los congresos de ciencias históricas de Roma (1903), de la que salió, tras el pertinente informe de Altamira, el acuerdo del claustro de apoyar su propuesta de crear en Roma un Instituto Histórico Español «análogo al que tienen todas la naciones cultas del mundo»(80), o de Berlín (1908) al que acudió, junto con Hinojosa, (becados ambos por la recién inaugurada Junta de Ampliación de Estudios(81), con una comunicación sobre el estado de los estudios de Historia del Derecho en España y su enseñanza(82), en tanto que Hinojosa presentaba su trascendental estudio sobre El elemento germánico en el Derecho español; la correspondencia habitual con los grandes investigadores del momento, a los que envía regularmente sus libros(83); su propia concepción viva de la disciplina en contacto permanente con las fuentes de conocimiento y la última bibliografía, hicieron de Altamira, de su cátedra de Historia del Derecho y, por extensión, de la Universidad de Oviedo, un punto de referencia obligado en aquella hora de regeneración patria. Una parte de esta fecunda actividad quedaría reflejada para siempre en los Anales de la Universidad de Oviedo.



4. Su labor pedagógica: el eco de los Anales de la Universidad de Oviedo

A propuesta de Posada, a imitación de los Anales de otras Universidades y con el propósito de corresponder a la generosa regularidad con que remitían algunas de ellas sus Revistas (en la propuesta se citaba especialmente el caso de Chile), se acordó hacer un Libro de la Universidad, cuyo carácter diseñó en el prólogo del número I (1901) el rector Aramburu(84). Los Anales de la Universidad de Oviedo, como finalmente se les llamó, nacieron con el siglo con vocación pedagógica más que administrativa, superando el viejo modelo de las Memorias de la Universidad. Así más que una revista científica fue un órgano de expresión académica, válido en todo caso para el intercambio universitario. En este sentido, los Anales se estructuraron en diversas secciones(85) que pretendían mostrar, con cierto orgullo ingenuo («única de su género en la nación» decía Canella), la nueva realidad de una Universidad pequeña pero de ambición universal como la misma ciencia, que intentaba corresponder con sus escasos medios al propósito patrio de la regeneración nacional.
En el programa de 1898, como llamó Altamira a su Discurso de apertura de curso en la Universidad de Oviedo, no se incluían iniciativas de este tipo que sirvieron, sin embargo, para consolidar la fama del grupo(86). Movido por el afán de mostrar los avances pedagógicos de su cátedra, Altamira se convirtió desde el primer momento en uno de los más asiduos colaboradores, junto con sus alumnos, de los Anales. Repasando los tomos de la primera época (I-V, 1901-1910), es habitual encontrar la reseña de sus actividades de cátedra, que luego publicaría aparte en sendos opúsculos titulados Trabajos de Investigación en la cátedra y el seminario de Historia general de Derecho, 1903-1905 (Oviedo, 1905) y 1905-1907 (Oviedo, 1907). En sus páginas se encuentran, con la pormenorizada relación del trabajo de los alumnos, las mismas ideas sobre metodología docente que divulgara por entonces en su Historia del Derecho. Desde el primer número aparece viva la preocupación por el Derecho consuetudinario (usos y costumbres de los pueblos del concejo de Salas), que se completa en curso 1903-1904 con una exposición monográfica sobre «Origen y carácter del Derecho consuetudinario», que tendría, en el tomo III correspondiente a ese curso, el complemento de la publicación del estudio del alumno Celestino Valledor sobre costumbres jurídicas y económicas del concejo de Pola de Allande. Asimismo, se refieren los trabajos del Seminario de investigación con los alumnos (sobre la Inquisición española, curso 1902-1903; sobre el feudalismo en España, curso 1903-1904; sobre «La vida del obrero en España a partir del siglo VIII», curso 1904-1905, etc.), las excursiones escolares, las visitas a los Museos, la preparación y exposición de lecciones del programa de curso por los alumnos («con el citado método -de exposición- se lograron admirables resultados. En los alumnos se desarrolló mucho la afición por la historia, el estudio de ella se hizo más agradable; además, y esto era lo más importante, se les enseñó a preparar una conferencia»(87).
Toda esta apasionante actividad comenzó a declinar con la presencia cada vez más frecuente de Altamira en los círculos culturales madrileños (Academias, Ateneo, en cuya Escuela de Estudios Especiales explicó en 1907 un curso de 40 lecciones sobre Historia contemporánea de España...)(88), acompañada de sus viajes al extranjero en los inicios de una experiencia inédita de intercambio científico sugerida en el transcurso de las celebraciones del III Centenario de la Universidad de Oviedo, y que tuvo como primer destino la Universidad de Burdeos, prólogo a su extraordinario viaje, como delegado de la Universidad, a seis repúblicas hispanoamericanas (1909-1910)89. Después de este último viaje trascendental, Altamira ya no se incorporó a la cátedra de Oviedo90. Homenajes, nuevos nombramientos, consultas del rey, preparaban ya otro viaje para Altamira: el de la historia, vinculada especialmente a la América hispana.






II. Altamira, catedrático de historia de las instituciones políticas y civiles de América

Dejando atrás el indianismo colonial(91), presente todavía en las grandes colecciones legales(92) y documentales(93)del siglo XIX, y aún el americanismo internacional que encuentra adecuada expresión científica en la serie de congresos celebrados ininterrumpidamente en diferentes países de Europa y América a partir de la primera reunión de 1875, surgió el americanismo hispánico como un movimiento histórico-cultural libre entre las naciones que un día formaron parte del tronco común de la Monarquía católica o universal. Este movimiento tuvo su propio bautizo congresual en las celebraciones del IV Centenario del Descubrimiento de América (1892) que supo traducir en iniciativas culturales el ansia de cambio de una sociedad marcada por el fin de la era colonial.
En una primera etapa, durante el cuarto de siglo siguiente, este hispanoamericanismo cultural, esencialmente retórico a manera de una vaga corriente ideal y sentimental, tuvo que enfrentarse a la enemiga de su propia declamación, a la negación de su posibilidad por haber sido España en el siglo XIX «un país discípulo, un país de asimilación y de escasa producción original»94, y, finalmente, al viejo prejuicio contra la significación histórica de España proyectada al tiempo ulterior.
Superando esta etapa, se abrió otra plenamente científica tras la creación de la cátedra de Historia de las Instituciones políticas y civiles en la Universidad de Madrid (1914); la reforma del plan de estudios del Instituto Diplomático y Consular, acentuando su especialización americanista, y el avance de la idea de formar en Sevilla una escuela de historia americana para el estudio sistemático del Archivo de Indias, germen de lo que sería luego el Centro de Estudios Americanos. Un mismo hombre, Rafael Altamira y Crevea (Alicante, 1866-Méjico D. F., 1951) vino a encarnar la continuidad de este proceso al representar al tiempo el idealismo romántico de la primera época y el realismo científico posterior.


1. El programa americanista de Altamira

Desde la cátedra de Historia del Derecho de la Universidad de Oviedo, Altamira había tenido ocasión de formular su programa americanista en el discurso de apertura de curso académico 1898-1899, inserto en el mismo espíritu de regeneración patria y progreso académico-social que hiciera grande al grupo de Oviedo(95). En ese Discurso, publicado luego en el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza bajo el título El patriotismo y la Universidad(96), se fijaron por vez primera las bases programáticas del nuevo hispanoamericanismo cultural, inspirado en los mismos principios de regeneración patria y progreso social que, desde 1895, venía alentando la puesta en marcha por sus compañeros de claustro de la Escuela Práctica de Estudios Sociales y Jurídicos, las Colonias Escolares de Vacaciones y, tres años después, la Extensión Universitaria, destinada a popularizar la ciencia nueva en la sociedad.
Todo este ideal de regeneración patria latía en el Discurso de Altamira de octubre de 1898. Utilizando con maestría inigualable el grandilocuente conceptismo de la época que él, como antiguo periodista y pedagogo, maneja con notable fuerza propagandística, señaló a la Universidad el deber de restaurar el crédito de la nación en su Historia y de vivificar el genio nacional al calor de la civilización moderna. Como un nuevo Fichter, cuyos Discursos a la nación alemana tanto encomia en sus escritos de primera época, planteaba la necesidad de hacer patria cultural, combatiendo el pesimismo colectivo con la aceptación del valor y originalidad de la ciencia y civilización española. Para ello consideraba necesario enfrentar la leyenda negra que la envolvía sin caer en una renovación extemporánea de antiguas doctrinas, afirmando por contra el espíritu moderno sin negar el valor de la tradición. Labor del intelectual comprometido con la causa de la ciencia patria sería buscar el espíritu español en la Historia, especialmente en las manifestaciones consuetudinarias donde más vivo permanecía, y armonizarle con el espíritu de la civilización moderna. Esta labor la debía acometer la Universidad desarrollando la investigación histórico institucional, constituyendo una faceta especial de la misma el «difundir un sentimiento de unión o familia hispanoamericana» por encima de los Tratados bilaterales que, aunque iniciados con Méjico en 1836, habían comenzado a generalizarse a partir de 1879-1880. Para ello era necesario contemplar a España no como el último vástago de una familia agotada sino como madre de pueblos en los que alentaba el mismo espíritu, la misma sangre y la misma civilización(97).
Un ancho campo de actividad se había abierto desde entonces a las Universidades españolas e hispanoamericanas. Estas últimas, como más jóvenes, buscaban con realismo «la comunicación íntima y constante con la literatura científica de los países adelantados, con el fin de orientarse en la dirección y en el estado actual de todos los problemas intelectuales», siendo el deseo de sus prohombres hallar en el movimiento científico español «pasto adecuado y suficiente para su cultura». Frente a este deseo se alzaba como primera barrera el autocriticismo español en ciencias, letras y artes, culpable en parte del descrédito de la cultura patria. Pero además, para cumplir esta función de país puente cultural entre el Antiguo y el Nuevo mundo, era necesario acometer una labor de investigación capaz de perfeccionar la literatura científica propia con miras a reducir la tutela de los países más adelantados, una tutela que curiosamente Altamira limita a los países hispanoamericanos98. El camino a seguir lo marcaban aquellos autores que, como Hinojosa o Azcárate, ofrecían buenos resúmenes del estado de la ciencia en otros países, singularmente en Alemania donde parecía haberse asentado con fuerza la ciencia moderna, pero sobre todo aquellos que movidos por la pasión del saber desarrollaban puntos de vista originales en las ciencias jurídicas, económicas, experimentales, en la «modernísima» sociología y en los estudios de educación y enseñanza, dando señas de un potencial científico modesto pero apreciado ya en el extranjero(99).
Para ello era necesario proseguir la reforma iniciada en la enseñanza superior «porque el legítimo interés de su cultura se sobrepondrá siempre, y con razón, en el ánimo de los americanos, al amor o la simpatía hacia España, y si no hallan en nuestros establecimientos docentes, por lo menos las mismas condiciones de estudio que en los extranjeros, seguirán apartados de nosotros para buscar en otro lado lo que aquí no podemos o no sabemos darles». Al fin, la resolución de todos los problemas se cifraban en el perfeccionamiento de la enseñanza, en la «política pedagógica», no inscrita en su programa por ningún partido español pero reclamada insistentemente por innumerables voces de la minoría intelectual («¡No sin profundo sentido señalaba en ella la raíz de toda grandeza el alemán Fichte, cuyas profecías tan grandiosamente ha realizado la Alemania moderna!»).
Así, el final de su Discurso se traducía en un canto al trabajo, iluminado por el ideal de profesores y alumnos. Un deber académico y, a la vez, nacional más patriótico que «cien discursos declamatorios o... (que) el continuo lloriqueo del pesimismo pasivo». Él, que se considera un pesimista activo, asume la parte de responsabilidad que le corresponde en la lucha contra la abulia y el atraso de la nación, al considerar que la regeneración sólo puede provenir de la minoría intelectual en un país con doce millones de analfabetos. No es preciso por ello fiarlo todo del Estado; hay una hermosa tradición española de fundaciones docentes que debe retomarse, como hacen los Argüelles, Sierra Pambley, Casariego, Tolrá, Pola, Álvarez..., pero al fin la regeneración de un país, como obra de generaciones sucesivas, descansa en la juventud a la que dedica sus últimas reflexiones, aconsejándole trabajo útil y constancia(100).



2. Cuestiones y Proposiciones hispanoamericanas

Con la parte americanista de este Discurso académico y otros artículos, Altamira compuso el libro Cuestiones hispanoamericanas que publicó en 1900, dedicándolo al Congreso hispanoamericano reunido por entonces en Madrid. Al tiempo colaboró en la redacción de las Proposiciones que un grupo de profesores de la Universidad de Oviedo elevó a dicho congreso en octubre de ese año, prevaliéndose del derecho que confería a Asturias la constante emigración a América de sus gentes y la tradición de su pensamiento sobre las relaciones hispanoamericanas101. En ellas se declaraba el rechazo a toda idea de dominación que pudiera subyacer en algunos planteamientos de unión o alianza americanista, proponiendo la resolución por medios jurídicos de las cuestiones litigiosas mediante un tribunal de arbitraje permanente, al estilo anglosajón. Asimismo, para ampliar la base de esta relación, pedían, entre otras medidas, la igualdad de derechos civiles entre los ciudadanos de todos los Estados iberoamericanos, y, desde un punto de vista cultural, el establecimiento de un centro de enseñanza superior iberoamericana, a ejemplo del Centro Internacional de enseñanza de las Ciencias Sociales proyectado en París, y la adición a los planes de estudio de las Facultades de Derecho de las Universidades españolas de una asignatura de instituciones jurídicas, principalmente políticas, de América y Portugal(102).
Fracasado por entonces el proyecto de Universidad hispanoamericana, iniciativa del argentino Dr. Cobos, ampliamente discutido en la prensa y por el profesorado de España durante los años 1904-1905 [por la falta de «condiciones esenciales» para su realización que se condensaban en la falta de oferta científica y de libertad académica, de espíritu más que de medios que dijera un corresponsal del Heraldo de Madrid (17 de diciembre de 1905)]103, se emprendió, más modestamente, el camino de la correspondencia intelectual con el intercambio epistolar y doctrinal que explica la influencia de Hinojosa en América a través del Dr. Carlos A. Bunge y de Ricardo Levene104; de intercambio de Revistas universitarias (v. gr. los Anales de la Universidad de Chile, Anales de la Universidad de Oviedo(105),Anales de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales (1902-1919) de la Universidad de Buenos Aires(106), así como de profesores, ejemplificado en el propio viaje triunfal de Altamira a América (Universidades y centros socioculturales de Argentina, Uruguay, Chile, Méjico, Estados Unidos y Cuba) como delegado de la Universidad de Oviedo (julio 1909-marzo 1910); viaje que rindió su fruto al despertar, en sus palabras, «el sentido de unidad de civilización... (de) todos los pueblos del tronco hispano». Los Institutos Históricos Americanos proyectados por Altamira en los países visitados para estudiar y aprovechar sistemáticamente los fondos documentales del Archivo de Indias, el Centro americanista español, vinculado en principio al recién creado Centro de Estudios Históricos (1910), la proyección hispanoamericana de la prevista Residencia de Estudiantes, el intercambio de profesores universitarios, las pensiones escolares, extendidas a América por Real Orden de 16 de abril de 1910, fueron el punto de partida de una comunicación más estrecha, personal e institucional, llamada a superar la anterior separación cultural, reflejo de la política.



ArribaAbajo3. El Viaje a América

La oportunidad del viaje de Altamira a América, casi la necesidad histórica a la vista del estallido de entusiasmo popular y oficial que suscitó en las regiones norteñas y en los países hispanoamericanos que visitó, tuvo el valor de símbolo de una nueva época en las relaciones que se pretendían establecer, basadas no ya en la vieja idea de imperio, propio de un pasado oneroso de conquista y colonización, sino en los valores comunes de la cultura y de la civilización hispánica. El propio Altamira lo había ido preparando no ya desde las páginas de su Revista Crítica, cuya publicación cesara por entonces, sino desde la revista España de Buenos Aires, editada por la Asociación Patriótica Española, desde la cual emprendió su propia campaña americanista con tres objetivos fundamentales: estudiar los problemas culturales y económicos hispanoamericanos; coadyuvar a la acción de las colonias de emigrantes en la obra de la «regeneración patria»; y dar a conocer en América la España de su tiempo con el fin de deshacer prevenciones y disipar ignorancias. Todos estos artículos unidos a otros trabajos de la misma índole publicados en diferentes revistas o inéditos, fueron recopilados en su libro España en América (Valencia 1909) concebido por el autor como una «larga serie divulgadora y propagandista», y también como una entrega nueva de «documentos relativos a una campaña antigua». Por entonces, en vísperas de su triunfal viaje a América, se declara pesimista activo, creyente en el valor de la propaganda, («en la tenaz y serena afirmación del pensamiento»), que ejemplifica con dos manifestaciones del progreso social: la aceptación generalizada de las cuestiones pedagógicas, que todavía parecían ridículas en el congreso de Madrid de 1882, y el Instituto del Trabajo, rechazado con temor cuando lo propuso Canalejas en 1902 y realizado luego por un gabinete conservador; pero sobre todo se muestra confiado en la fuerza activa de los indianos, magníficamente retratados por los novelistas del Norte (Pereda, Alas, Palacio Valdés) en su papel de fermento renovador de la vida social y económica de España.
El viaje de Altamira a América, concebido en principio como una delegación cultural de la Universidad de Oviedo, a cuyo Rector, Fermín Canella, el entrañable amigo iniciador de este viaje, hombre lleno de amor y de entusiasmo por la Universidad, dedica el libro que incluye también los informes periódicos que le enviaba sobre el desarrollo de la comisión, tuvo en realidad su origen en los actos de confraternidad profesoral, europea y americana, suscitados por la cordial celebración del III Centenario de la fundación de la Universidad de Oviedo (1908). En uno de los actos finales, el Rector aceptó la invitación de visita formulada por el delegado de la Universidad de Cuba y del Centro Asturiano de la Habana, Dr. Dihigo, iniciando poco después las gestiones para conseguir fondos con los que costear el viaje de Altamira, considerado como autor de la célebre Historia de España y de la civilización española el profesor idóneo para desarrollar esta «misión intelectual». Como nos dice el propio Altamira, estas gestiones se llevaban calladamente y así hubieran seguido hasta el momento de la partida si el periódico El Imparcial, en su número de 14 de marzo de 1909, no hubiera citado con elogio la idea lanzada por la Universidad de Oviedo, expresando a la vez su deseo de que el envío se extendiese a las demás Repúblicas del tronco español. Canella, al agradecer el apoyo prestado por el diario madrileño, le hizo saber que el intercambio proyectado alcanzaría la mayor parte de aquellos países americanos y, desde luego, la Argentina, Chile, Méjico y Cuba, a los que se sumaron luego Uruguay y Perú. La difusión del proyecto por la prensa tuvo el efecto de promover otras adhesiones de gran significación personal e institucional (incluida la de la Junta reformista de la Instrucción Nacional), creando un estado de opinión muy favorable, acrecentado a medida que se acercaba la fecha de la partida de Altamira, hasta producir, singularmente en las regiones del Norte, una «agitación entusiasta, altamente confortadora»(107).
A tenor de la carta circular dirigida por Canella a las autoridades y personas caracterizadas de los países hispanoamericanos el 31 de diciembre de 1908, el viaje se presentaba como una conmemoración anticipada del Centenario de Independencia de la América española pero también como una manifestación más del espíritu de Extensión universitaria y, en concreto, del «cambio internacional de profesores» puesto en marcha por entonces con la Universidad de Burdeos(108) y proyectado asimismo, pero de una manera «más permanente y especial» con las repúblicas hermanas de América. Aunque no parecía fácil precisar el programa de conferencias de Altamira, genéricamente referido a la Historia de España y de América, se declaraba ya que la importancia del idioma español, el carácter y las consecuencias de la emigración y colonización españolas, la creación de un Centro superior universitario hispano americano, el recuerdo de la legislación común antigua, la federación de instituciones morales, políticas y pedagógicas y la propaganda y difusión de la Extensión universitaria prestarían ancho campo a su magisterio, el mismo que en elocuente discurso ante el Senado español encareciese por su imparcialidad el publicista hispanoamericano Rafael M. de Labra.
En vísperas del viaje, una alocución poética de la Universidad de Oviedo «a los españoles y hermanos de América» preparó los ánimos para recibir al «historiador y pedagogo» que habría de llevarles la voz augusta de la vieja patria, la serena lección de la ciencia y el ideal de unir en apretado haz los pueblos todos de la Grande Iberia, «los que habitamos el viejo solar sagrado y los que pueblan las riberas del mar del Sur»109. Más de 5.000 firmas de senadores, diputados provinciales, Ayuntamientos (entre ellos, todos los de Asturias), profesores, magistrados, ingenieros, abogados, comerciantes, militares... seguían a la alocución redactada por iniciativa del Rector Canella en Oviedo el 20 de mayo de 1909. Siendo ministro de Instrucción Pública el asturiano Faustino Rodríguez San Pedro, dio su «entusiasta aprobación» al viaje, ampliando por Real Orden de 18 de septiembre de 1909 el plazo inicial de licencia académica otorgada para continuar la «misión científica en las Repúblicas hispanoamericanas»(110); una misión patriótica, según El Imparcial, destinada a aumentar el prestigio de los españoles en América y que ponía en manos de Altamira el dejar una «estela de honor y de gloria para España y la semilla de ideas» que habrían de florecer espléndidamente. Al rechazar el rector Canella la proyectada suscripción pública para costear el viaje de Altamira a América pedía por el contrario apoyo moral y la elevación a categoría de problema nacional el de las relaciones culturales con América. Una muestra de este apoyo lo dio la Academia de Ciencias Morales y Políticas al nombrar a Altamira miembro correspondiente, autorizándole además para ofrecer a los centros similares de los países americanos que visitase la colección de sus publicaciones. Pero el paso decisivo lo dio la Universidad de La Plata al invitarle formalmente en 27 de febrero de 1909 a dictar un curso especial sobre la Metodología de la Historia en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales, Sección de Letras, con el objeto de fundar en una Facultad de nueva creación, la de Historia y Letras, «la enseñanza del método constructivo y didáctico de la Historia, con aplicación experimental a la argentina y americana, con el fin de preparar los futuros profesores de la materia o iniciar a los actuales en los referidos métodos»(111). Un oficio del Rectorado de la Universidad de Oviedo de 8 de junio de 1909, nombrándole delegado de la Universidad de Oviedo para extender el intercambio docente a las naciones hispanoamericanas, vino a cerrar esta primera fase preparatoria del viaje que tenía además el aliciente de ser, en palabras de Altamira, «el primer caso de colaboración de un profesor español en las tareas docentes de una Universidad sudamericana»(112).
Altamira estuvo en la Argentina desde el 3 de julio hasta el 27 de octubre de 1909. En este tiempo impartió su cursillo de Metodología histórica en la Universidad de La Plata (dos lecciones en forma de conferencia y dos seminarios de investigación a la semana) iniciando de este modo los estudios históricos en su naciente Facultad de Historia y Letras113. Al término del mismo recibió el título de Doctor honoris causa, así como el de profesor titular de la cátedra de Metodología de la Historia que correría bajo su dirección en adelante. Paralelamente, en la Universidad Popular, fundada por alumnos platenses y patrocinada por el Consejo universitario, explicó la experiencia ovetense de Extensión Universitaria(114).
Otras iniciativas, proyectos y conferencias jalonaron el viaje de Altamira por la Argentina: en la Universidad de Santa Fe explicó en breve conferencia los ideales universitarios; en la de Córdoba habló de Ciencia y Metodología jurídicas; en el Club Español pidió la creación de una gran Escuela profesional española para completar la formación comercial de los emigrantes y en la colonia asturiana participó en una velada a beneficio de la Extensión universitaria ovetense. En los postreros días de su estancia en Buenos Aires, el congreso de Instituciones de Educación Popular, que celebraba su primera reunión, le nombró su presidente honorario, participando en la sesión de clausura con un breve discurso y en el Prince Georges Hall dio una charla a los estudiantes de la Federación Universitaria argentina recordando el espíritu amigable, casi familiar, que presidía las relaciones de profesores y alumnos en la Universidad de Oviedo, el mismo que querían tener los miembros de la Federación con sus profesores, siguiendo el cordial ejemplo de Altamira «esa figura de varón sabio y fuerte, cubierta de nieve, pero siempre con la radiante alegría del ideal, esa es la que nos ha conmovido hasta lo más íntimo»(115). Así acabó Altamira la primera etapa, la más fecunda e intensa, de su viaje por América. Tras ella siguió Uruguay (con un ciclo de conferencias a principio de octubre en la Universidad Nacional de Montevideo sobre «La Universidad ideal», «Historia de las Leyes de Partidas» y «Las interpretaciones de la Historia de España», a la primera de las cuales asistió el Presidente de la República) y Chile, donde impartió nuevas conferencias en la Universidad de Santiago («La obra de la Universidad de Oviedo, «La Extensión universitaria», «Los trabajos prácticos en la Facultad de Derecho», «Bases de la Metodología de la Historia», etc.), cuyos alumnos «se distinguieron por sus entusiastas manifestaciones en las calles y en las aulas a favor de España y de Oviedo»116, con nuevas visitas a los principales establecimientos de enseñanza en los que concertó el intercambio de publicaciones oficiales y universitarias y aun el de Escalafón de profesores para facilitar la relación directa entre los profesores de las mismas asignaturas de las Universidades de España y América.
A manera de recapitulación de esta primera etapa de su viaje, Altamira quiso consignar algunos datos y declaraciones generales (lo que hizo a bordo del vapor Guatemala con rumbo al Callao, el 20 de noviembre de 1909): en primer lugar que en todos los actos académicos había intervenido no en nombre propio sino como representante de la Universidad de Oviedo, manteniendo como tal el espíritu de neutralidad y de absoluta serenidad científica impuesta (aparte de estar en sus hábitos, según declaraba) «por la manera de ser y de proceder de nuestra Universidad»; en segundo lugar, que dejaba establecidas en los tres países primeramente visitados (Argentina, Uruguay y Chile) las bases del intercambio universitario, sobre la idea de un acuerdo entre Universidades mejor que entre Gobiernos, con el fin de evitar trabas y formalidades diplomáticas, así como la de desarrollar cursos de lecciones antes que conferencias sueltas, criterio ya sostenido por la Universidad de Oviedo para el intercambio con las de Francia(117). En cuanto a la parte económica se declaraba partidario de seguir igualmente el criterio que regía el intercambio con Francia, en el sentido que cada Universidad sufragase los gastos del profesor que enviara, para lo cual consideraba necesario conseguir el reconocimiento de un crédito especial en los presupuestos generales, aparte de utilizar las pensiones de estudios en el extranjero establecidas recientemente en la legislación patria. Como secuela última de la visita, señalaba el deseo americano de conocer más ampliamente la moderna producción científica española en todos los órdenes, para lo que estimaba necesario reorientar hacia América el mercado editorial español.
Cumplida esta primera etapa de su viaje por la América austral, Altamira visitó en los meses siguientes Perú, en cuya Universidad dio tres conferencias sobre «Extensión universitaria» y «Método de la Historia», aparte de la dictada a los estudiantes sobre «Los ideales de la vida» y las pronunciadas en el Ateneo y en el círculo obrero sobre «Educación Popular»; posteriormente Méjico, donde multiplicó su labor de conferenciante en diversos centros de la capital: Universidad, Escuela de Artes y Oficios, Escuela Nacional Preparatoria, Academia de Jurisprudencia, Colegio de Abogados, Asociación de Ingeniería y Arquitectos, Centro Asturiano..., así como en otras ciudades de la República, caso de Veracruz y Mérida de Yucatán(118); Estados Unidos, invitado por la Hispanic Cocity of América para pronunciar siete conferencias(119) y, finalmente, Cuba, donde pronunció un total de quince conferencias y buen número de discursos de divulgación, de salutación y banquete, según distinguía la crónica del viaje que, en cierta medida, vinieron a concentrarse en el pronunciado en la Universidad de la Habana sobre «La obra americanista de la Universidad de Oviedo». En ella aludía al siglo de apartamiento e incomprensión de España con los países hispanoamericanos y al deber patriótico asumido por la Universidad de Oviedo, en su papel de representante de la vida intelectual y docente española, de romper esa situación, terminando con ese aislamiento. «Y nació esa conciencia en ella, no por azar, no porque allí prendiese la semilla como hubiera podido prender en cualesquiera otra parte, sino porque es allí donde debiera haber nacido, ya que las cosas no ocurren sino en los sitios que tienen condiciones para que ocurran; y Oviedo, por un conjunto de circunstancias que la imaginación distraída llama "casualidad" y que el saber de la ciencia de los pueblos no se atreve todavía a bautizar... hizo que allí en tierra asturiana floreciesen los americanistas más empeñados en esta labor de confraternidad y de conocimiento mutuo y que allí se congregasen todos los que más o menos modestamente habíamos tenido la misma preocupación y habíamos escrito acerca de la necesidad de emprender esta campaña»(120). Su momento de exaltación fueron las celebraciones del tercer Centenario de la Universidad (1908) y sus caracteres distintivos: el ser una obra universitaria y sistemática, primeriza («por ser la primera vez que una Universidad española va a llamar amorosamente a las puertas de las Universidades hispano-americanas y la primera vez también que, como en otros tiempos, los buques españoles recorrían y daban la vuelta al mundo, una Universidad española ha dado la vuelta al mundo intelectual hispano americano») y docente en sentido amplio («ya que, felizmente, entre vosotros y nosotros, la Universidad no se preocupa sólo de la pura instrucción superior, sino que tienden también su amorosa mirada hacia la obra entera de la formación del espíritu nacional, preocupándose tanto del maestro primario, como de los Doctores y Licenciados»), predicando una labor de intercambio científico con las Universidades hispanoamericanas capaz de aprovechar el «fondo común de la lengua, la sangre y el espíritu, olvidando antiguos imperialismos en pro de un nuevo sentimiento de fraternidad entre las naciones que late en el ideal de una patria hispana común, nueva y espiritual».
El 31 de marzo de 1910 Altamira regresó a España «después de haber recorrido América con la suprema misión del intercambio intelectual», como anunciara un día antes La voz de Galicia. Otro periódico, el Faro de Vigo le saludó al regresar a la patria «después de haber laborado eficazmente por la compenetración de España y sus hijas», en tanto que El Cantábrico de Santander, del 31 de marzo, al darle la bienvenida a la ciudad que le acogía tras su largo viaje de diez meses y 80.000 kilómetros de recorrido, aludía a «la reconquista moral de la América que constituyó nuestros antiguos virreinatos» por un hombre que había sabido representar «el alma de la raza». «Allí estaba España representada por ese hombre, por ese profesor de energía que ha llevado sobre sí el peso de toda la civilización española, para ofrecerla en conjunción amorosa a la moderna civilización americana». Esta misma idea de la reconquista espiritual de América sería repetida luego en los discursos de bienvenida del alcalde de Oviedo y del rector de su Universidad, Fermín Canella («Como antes surgió Feijoo, ha surgido ahora el genio de Altamira, el caudillo, el capitán, que por la ley del amor ha levantado un ejército para reconquistar aquellos hermosos países»). En su contestación, Altamira no dudó en aceptar su papel instrumental «como la voz de una misteriosa corriente humana ideal, de unión de una raza, de la que he sido yo felizmente el instrumento en un dichoso instante de mi vida». Al referirse a la eficacia de su misión no dudó en revelar como profesores argentinos y el propio ministro de Instrucción Pública le habían declarado que antes no buscaban jamás un libro español, pero que a partir de entonces lo harían con entusiasmo121, por lo que era necesario proseguir la labor comenzada para no defraudar las nobles esperanzas despertadas en América con su viaje y sus promesas hechas en nombre de España.
De Santander partió para Alicante, su ciudad natal, donde recibió asimismo el triunfal homenaje de sus paisanos, incluida una lápida conmemorativa de la calle bautizada con su nombre, obra singular del artista Vicente Bañuls, que mostraba en su parte superior dos ángeles con trompeta «pregonando la fama mundial del campeón del torneo intelectual celebrado en la América del Sur»; siendo saludado así, como «ilustre mantenedor de la cultura española en el Nuevo Mundo», por el alcalde de la ciudad. Tras unos días de estancia y conferencias, la primera de ellas referida a la «Extensión Universitaria» con el propósito de arraigarla en Alicante con sus instituciones anexas de «Grupo excursionista» y de «Clases populares», Altamira siguió viaje a Madrid, donde pronunció sendas conferencias-resumen de los fines y resultados de su viaje a América, primero en el Ateneo y, un día después, en la Sociedad de la Unión Ibero-Americana (14 de abril de 1910), siempre al servicio «de la obra patriótica de enlazar nuevamente el espíritu español con el espíritu de las naciones nacidas de nuestra colonización en América»(122).
Finalmente Altamira, tras las recepciones triunfales de Santander, Alicante, Madrid y León, llegó a Asturias, donde todas las fuerzas de la región se concitaron para darle una bienvenida entusiasta. Tras recorrer en comitiva las calles centrales de Oviedo fue recibido formalmente, como final de su larga comisión académica, en el paraninfo de la Universidad. Como sintetizaba El Correo de Asturias, de 19 de abril de 1910, «el recibimiento del Sr.Altamira fue como pocos recuerdan: digno del catedrático ilustre y de su campaña de cultura y de unión de los pueblos que hablan la lengua de Cervantes». En los días siguientes se sucedieron los actos de homenaje «al sabio catedrático de esta Universidad, que tan bien había sabido cumplir la misión que le llevó a América, de estrechar el mutuo afecto entre aquellas jóvenes Repúblicas y la madre Patria»: bautizo de la antigua calle de La Lila con su nombre, banquete oficial de recepción y gran función de gala con estreno de la comedia Las domadoras, seguida de la lectura de poemas escritos para la ocasión y, todavía un mes después, a instancia de algunos alumnos de la Facultad de Derecho, miembros a la vez de la Extensión Universitaria, un festival cultural que acabó siendo un conjunto de «Trabajos leídos y discursos pronunciados en el grandioso homenaje celebrado en el Teatro Campoamor en honor del maestro Altamira y de su obra de intercambio la tarde del domingo 29 de mayo de 1910»123.
En cualquier caso, la Universidad que le diera su delegación científica en tantos viajes y congresos y que él mismo ayudara a glorificar con su continuo quehacer discursivo y librario, le había quedado pequeña y, en 1911, una vez nombrado Director General de Primera Enseñanza, pidió la excedencia como catedrático de dicha Universidad. Atrás quedaban catorce años de intensa actividad académica transida de ideales e iniciativas; atrás quedaba, disperso, aquel grupo de Oviedo animado por un espíritu de la regeneración patria, orientado al tiempo hacia Europa y América; atrás quedaban los grandes amigos, Canella, Sela, Jove, Alvarado, algunos de los cuales volvería a encontrar en su nuevo destino madrileño: Buylla, Posada, Aramburu... Al frente se le abría, por encima de su inmediato destino administrativo, un claro horizonte americanista.



4. La cátedra de Historia de las Instituciones Políticas y Civiles de América

Altamira, nombrado Director General de Primera Enseñanza (1911), se trasladó a Madrid, donde, hasta 1914, dirigió un «Seminario de Historia de América y contemporánea de España» en el Centro de Estudios Históricos. En este último año tomó posesión de la cátedra de Historia de las Instituciones Políticas y Civiles de América, creada y provista por concurso como materia exclusiva de doctorado en las Facultades de Derecho y Filosofía y Letras de la Universidad de Madrid(124) en la que permaneció hasta su jubilación en 1936. Esta cátedra, concebida como un centro de investigación, fue dotada de una buena biblioteca nutrida en gran parte por las donaciones del propio Altamira(125). En sendas publicaciones, Trece años de labor docente americanista (Madrid, 1927) y La enseñanza de las Instituciones de América en la Facultad de Derecho de la Universidad de Madrid(1933), al dar cuenta de su carácter monográfico y libre (optativa)(126), resaltaba el carácter científico riguroso que habían alcanzado los trabajos de investigación de los alumnos en el Seminario adjunto a la cátedra (unos doscientos títulos en los primeros ocho años); trabajos que, en algún caso, acabaron por convertirse en tesis doctorales(127). A la cabeza de las mismas, Altamira situaba la de Ots Capdequí, Bosquejo histórico de los derechos de la mujer casada en la legislación de Indias (Madrid, 1920); la de Alcázar Molina, Historia del Correo en América (1920) o la de Pelsmaecker sobre La Audiencia en las colonias españolas de América128. Todos estos trabajos tuvieron como base doctrinal la biblioteca particular, sección americana, que Altamira donara a la cátedra, convertida por entonces, junto con la regalada a la Universidad de Santiago por el «buen patriota español residente en la Argentina, el Sr. Bustos», en la más importante de España y, por ello, en un «instrumento bibliográfico indispensable para los americanistas».
A pesar de la pérdida de su biblioteca y de las papeletas y apuntes de más de veinte años de trabajo especializado como consecuencia de la guerra civil española(129), en cuanto estabilizó su vida en Bayona y recuperó parte de ese material, acometió una doble serie de estudios; Estudios sobre las fuentes de conocimiento del Derecho indiano (I)(130); y Estudios sobre las Instituciones coloniales españolas (II) que cubrieron la última parte de su fecunda producción americanista.
La serie dispersa de los estudios sobre las fuentes, publicados en parte por su buen amigo Ricardo Levene bajo los auspicios del Instituto de Historia del Derecho Argentino, no permitió abordar con el sistema anunciado por él mismo la amplia obra proyectada, lastrada en su exilio mejicano por la falta de bibliografía y consulta de fuentes originales. Su magisterio científico, su afán americanista pervivió, sin embargo, en la figura de sus discípulos españoles y americanos(131), entre los que se cuentan los muy apreciados José María Ots Capdequí(132), Juan Manzano(133), Antonio Muro Orejón(134).
Desde el Análisis de la Recopilación hasta su obra póstuma, el Diccionario castellano de palabras jurídicas y técnicas tomadas de la legislación indiana (Madrid, 1951)(135), Altamira dio cima a su vocación americanista, enfrentándose a una magna tarea científica lastrada, sin embargo, por la falta de bibliografía y de consulta de fuentes originales136. El juicio crítico de esta serie de estudios no impide ver a Altamira como maestro de historiadores del derecho indiano, animado por el mismo ideal americanista que predicara en sus años de catedrático de la Universidad de Oviedo.









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